Juan Saer - Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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Desde antes de su inauguración el número de familias postulantes fue asombrosamente elevado, y si bien todas eran de Buenos Aires, a los pocos meses de empezar a funcionar, comenzaron a llegar pedidos de las provincias, del Paraguay, del Perú y del Brasil, lo cual mostró la gran necesidad que existía en América de un lugar donde se trataran, con los últimos adelantos de la ciencia, la frenitis, la manía, la melancolía y otras dolencias del alma más o menos conocidas. A decir verdad, hasta que llegamos el doctor Weiss y yo a tratar de curarlas, esas enfermedades no parecían existir entre las clases superiores de América, que es lo que corresponde inferir del silencio que imperaba en todo el continente sobre el tema, a menos que, no existiendo la ciencia capaz de identificarlas, esas enfermedades hayan sido tomadas como rasgos normales del temperamento, lo que podría explicar quizás muchos hechos incomprensibles de nuestra historia. Lo cierto es que la Casa estuvo casi llena al poco tiempo de abrir y que al año siguiente nomás el doctor empezó a evocar la construcción de un ala suplementaria.

Esa buena acogida se explica con facilidad: para quien no sabe llevarlos, los locos, si rara vez se muestran peligrosos, son siempre cansadores. Aun cuando pongan buena voluntad y sobre todo mucha paciencia, al cabo de cierto tiempo las familias terminan exhaustas. Tratar de conseguir que un loco se comporte como todo el mundo, es como querer torcer el curso de un río: no digo que sea imposible, pero únicamente un buen ingeniero, sin poseer desde luego ninguna garantía anticipada de que lo logrará, puede intentar que el agua corra en otra dirección. Para el común de la gente, el comportamiento extravagante de los locos es pura y simplemente obstinación, cuando no mendacidad. Impermeables al sentido común y a la razón, los que insisten demasiado en querer redimirlos, terminan ellos mismos viendo sus propios juicios alterados. Hay que tener en cuenta también que cuanto más rígidos son los principios del ambiente en el que viven, más sobresale la rareza de los lunáticos, y más absurdos parecen sus dislates. Entre los pobres, obligados, para sobrevivir, a profesar principios más flexibles, la locura parece más natural, como si contrastara menos con la sinrazón de la miseria. Pero una de las pretensiones mayores de los poderosos, aquella que justamente quiere fundar la legitimidad de su poder, es la de encarnar la razón, de modo que, en su seno, la locura representa un verdadero problema para ellos. Un loco pone en peligro una casa de rango desde el techo hasta los cimientos, y hace perder respetabilidad a sus ocupantes, lo que explica que en general se escondan las enfermedades del alma como si fueran males oprobiosos. También allá debe haber muchas familias que no saben qué hacer con sus locos, me dijo un día en Madrid el doctor Weiss, en la época en que esperábamos las autorizaciones de la Corte para abrir nuestra casa en el Virreynato. Para la ciencia que ha hecho de ellos su objeto, los locos son un enigma, pero para las familias en el seno de las cuales viven, un problema. Es obvio que estas complicaciones surgen cuando los signos exteriores de demencia son demasiado evidentes, porque, en los casos en que pasa desapercibida, que son mucho más frecuentes de lo que se cree, la sinrazón misma puede erigirse en principio y manejar, con la conformidad de casi todos, los hilos del mundo.

Como me doy cuenta de que en muchas de mis palabras trasunta aún hoy la influencia de mi venerado maestro, creo que es conveniente evocarlo en forma más detallada. De su físico, baste decir que delataba a primera vista al hombre de ciencia: alto, un poco grueso, las profundas entradas que dejaba en su frente rojiza un pelo rubio ceniciento, siempre revuelto, revelaban la constante actividad interior de la cabeza, un poco más grande que lo normal y bien asentada entre los hombros vigorosos. Detrás de unos quevedos enmarcados de oro que, cuando no estaban encaramados en su nariz, bailoteaban contra su pecho suspendidos de una cadenita de oro que colgaba alrededor del cuello, brillaban sus ojos de un azul clarísimo, móviles y perspicaces, ligeramente irónicos, y que, en los momentos de gran concentración, desaparecían detrás de los párpados que se entrecerraban delatando la ocupación máxima de la mente. Su cara rubicunda y franca se ensombrecía un poco cuando examinaba a un enfermo, pero a la hora de la cena, después de una jornada de intenso trabajo, el vino y la conversación eran sus placeres principales. A casi diez años de su muerte, no cometo ninguna infidencia escribiendo que su pasión por el sexo femenino, aun a una edad avanzada, era más que ordinaria y que, como ocurre a menudo en los pueblos septentrionales, las razas oscuras merecían su predilección. Los lupanares no lo amedrentaban, más aún, ejercían sobre él una fascinación desmedida, y de las mujeres casadas parecían emanar para su sensualidad incomprensibles atractivos suplementarios. Como yo era su interlocutor principal, su ayudante, su discípulo fiel, y me encontraba tan a menudo a su lado que hubiese podido confundírseme con su sombra, me convertí por razones obvias en su confidente, de modo que considero con toda tranquilidad de conciencia ser la persona que, por lo menos en el último tercio de su vida, mejor lo conoció. Después que la Casa de Salud dejó de existir y que, de regreso a Europa, por causas ajenas a nuestra voluntad, debimos separarnos, y él regresó a Amsterdam mientras que yo entraba como interno en el hospital de Rennes, del que en la actualidad soy subdirector, hasta el día de su muerte seguimos escribiéndonos y mezclando en nuestra correspondencia, con soltura y jovialidad, los tópicos científicos con los personales. Su higiene corporal era meticulosa y, si el tiempo era cálido, le gustaba vestirse impecablemente de blanco, de modo que cuando estaba en Buenos Aires, en las noches de verano, cuando después de 1a cena salía a ejercer su pasatiempo favorito, no era raro que, desde los umbrales oscuros, desde las habitaciones en penumbra, por las ventanas abiertas de par en par buscando crear una imaginaria corriente de aire, al verlo pasar, alguna voz masculina murmurara en la oscuridad, entre socarrona y comprensiva: ái va el doctor rubio a buscar putas. Creo que la mejor manera de describir al doctor Weiss tiene que ver con esa capacidad que poseía de practicar libremente sus vicios a la vista de todos sin perder respetabilidad. Probablemente la razón fuese que nunca mezclaba los placeres con el trabajo y que era hombre de palabra: jamás le oí decir una mentira ni prometer nada que no estuviese dispuesto a cumplir. Su gusto inmoderado y misterioso por las mujeres casadas lo obligaba a veces a no pocos malabarismos morales, y en dos o tres ocasiones, empujado por las circunstancias a una inevitable duplicidad, lo vi renunciar con resignación a goces que ya le estaban asegurados. De sus inclinaciones había hecho un estilo de vida, una disciplina del saber y del vivir, casi una metafísica. En una carta del último período me escribió: El instante, respetado amigo, es muerte, sólo muerte. El sexo, el vino y la filosofía, arrancándonos del instante, nos preservan, provisorios, de la muerte. Si bien no parecía establecer ninguna distinción entre sanos y enfermos, era a los enfermos a quienes trataba con mayor probidad; parecía considerar que les debía más respeto que a los sanos. Y en cierto sentido era exacto: abandonados por sus familias, que rara vez venían a verlos, los locos estaban enteramente en nuestras manos, de modo que para ellos representábamos el último puente con el mundo. Al inaugurar la Casa de Salud, el doctor Weiss nos había advertido, a mí y a los otros miembros del personal, que mentirles a los locos era un acto insensato, y que si lo hacíamos seríamos percibidos por los enfermos igual que las personas sanas perciben a esos locos que hacen todo lo posible por disimular su locura, sin darse cuenta de que son esos esfuerzos los que los traicionan. Según el doctor Weiss el engaño es superfluo porque la locura, por el solo hecho de existir, vuelve a la verdad problemática. Un detalle que me intrigaba cuando lo oía dialogar con los enfermos era que muchas veces, ante las afirmaciones más descabelladas de los locos, en sus ojos azules más que en sus labios, que se apretaban un poco, se encendía fugaz una sonrisa de aprobación.

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