Juan Saer - Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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El personal, mezclado con los enfermos, estaba distribuido en los tres grupos de galerías, que formaban en realidad tres cuadrados, con dos lados interiores comunes. Construidos en hilera, y en un solo cuerpo, los tres cuadrados formaban un rectángulo. El cuadrado del medio compartía los lados transversales con el cuadrado inferior de la entrada y el cuadrado del fondo: en materia de arquitectura, el doctor era afecto a la geometría. El primero de esos lados transversales del cuadrado del medio era un largo salón que servía de comedor y en uno de cuyos extremos estaba instalada la cocina. El cocinero era un empleado, pero sus ayudantes y los mozos que servían a la mesa, eran locos. Siguiendo instrucciones del doctor Weiss, si alguno de ellos deseaba cocinar, el cocinero ponía la cocina a su disposición. Al cabo de un tiempo, el cocinero se iba a visitar a su familia por dos o tres días, del otro lado de Buenos Aires, dejando la cocina a cargo de algún enfermo. En las galerías laterales opuestas del cuadrado inferior, inmediatamente después de la entrada, él a la izquierda y yo a la derecha, el doctor Weiss y yo teníamos cada uno nuestra habitación, que era al mismo tiempo nuestro lugar de trabajo.

En nuestra Casa de Salud, había a decir verdad muy pocos remedios. Según el doctor Weiss, de las causas variadas que podían explicar la locura, las que provenían del cuerpo eran las más improbables, y puesto que se trataba de enfermedades del alma, era en el alma donde había que buscar la causa. Pero esa mezcla de sentimientos, pasiones, imaginación y pensamiento, mentira y verdad, bien y mal, amor y odio, crimen y arrepentimiento, deseo y renunciamiento que es el alma, como me decía el doctor en una de las primeras cartas que me mandó desde Amsterdam, no facilita nuestro trabajo. En cierto sentido, el cuerpo es para los hombres una región remota de sí mismos, y si logran hacerlo responsable de todos sus males, adscriben estos últimos al dominio de la naturaleza, que es para ellos sinónimo de fatalidad. En cambio, en lo que llaman el alma, están ellos mismos íntimamente implicados. En la inmensa mayoría de los casos el comercio con los demás no se hace a través del cuerpo, sino del alma. El cuerpo es una tierra incógnita que unos pocos privilegiados pueden pisar o contemplar, mientras que el alma está en comercio constante en la plaza pública, y los que se jactan de conservar un alma virginal y secreta no saben hasta qué punto esa propiedad que ellos creen recóndita y etérea puede llegar a ser manoseada por los otros. Por eso es que casi todo el mundo prefiere encontrar la causa de todos los males en el cuerpo. Demás está decir que el método principal del doctor Weiss consistía en mantener con los enfermos relaciones idénticas a las que mantenía con las personas sanas y que sólo en los casos extremos se intentaba algún tipo de tratamiento, en general temporario, como la prescripción de ciertos medicamentos por ejemplo, el encierro, o los baños fríos o calientes. En muy escasas oportunidades nos vimos obligados a recurrir a la camisa de fuerza. En cuanto a los baños, formaban parte de nuestra rutina, y el lugar en el que los enfermos los tomaban era una construcción aparte, cercana al río, tan blanca y cuidada como el edificio principal. Las enfermedades del cuerpo, las tratábamos según los métodos habituales, y para los casos más o menos graves el doctor no vacilaba en hacer venir a algún colega de Buenos Aires con el fin de proceder a una consulta. Pero debo consignar, si quiero atenerme a la verdad más estricta, que en su inmensa mayoría los numerosos enfermos que estuvieron bajo nuestro cuidado parecían gozar de una salud excepcional desde el punto de vista físico. Instalados en un mundo propio, enteramente creado por su imaginación delirante, y a menudo incomprensible para los demás, parecían al abrigo de las contingencias naturales que deben soportar los que gozan de, como se dice, su entero discernimiento. En ese mundo propio enquistado en el de las apariencias, daban la impresión de echar raíces y sufrían, no la corrupción que espera a toda materia, sino un desecamiento interminable, una calcinación lenta cuyo tiempo de cocción no podría quizás medirse con instrumentos conocidos. Las porciones de sí mismos que se iban desprendiendo, cabellos, dientes, piel, a veces un ojo que parecía volatilizado detrás de un párpado incapaz de abrirse, algunos dedos seccionados en algún accidente, una pierna que se ponía rígida y se negaba a caminar obligándolos a arrastrarla todo el tiempo como a un mueble viejo, parecían las partes de un envoltorio que, a causa de los trajines de un viaje, se desgarran sin que sin embargo el objeto que protegen sufra el menor daño.

En los trabajos domésticos, cada uno colaboraba según sus necesidades y según su deseo, y las reparaciones, la pintura, la huerta y la jardinería, así como el mantenimiento del corral, que estaba fuera del edificio, más allá de las tres grandes acacias que dan nombre al lugar, y las tareas de la cocina, que ya he mencionado, se repartían, a medida que la necesidad se iba haciendo evidente, entre los voluntarios que se presentaban, y de los que no estaba excluido ni siquiera el doctor Weiss. Más de una vez lo vi atender a un enfermo mientras iba carpiendo la huerta, o mientras pintaba las paredes de adobe, la preservación de cuya blancura inmaculada, al mismo tiempo que la limpieza meticulosa de las galerías y de las habitaciones, así como el cuidado del corral y de los patios arbolados, ocupaba la mayor parte del trabajo cotidiano. En relación con estas tareas domésticas efectuadas en común, debo decir que no resultaban de la aplicación de una disciplina sino más bien, por parte de los enfermos, del capricho de los voluntarios, y este sistema de trabajo, razonado con cuidado especial por el doctor Weiss, demostró una vez más su proverbial realismo y su infalible perspicacia. Si la locura podría definirse por el delirio mismo que la pone en evidencia, y si el sufrimiento puede estar ausente de los enfermos en muchos casos, es evidente que su otro rasgo constante es la ingobernabilidad: la razón, que es capaz de imponer su disciplina hasta a los rayos que caen del cielo, es sin embargo inadecuada para domesticar el delirio. Cuando se pretende tratar con él, es más prudente apelar a su capricho que a su obediencia, y a menudo nuestros locos seguían no las normas que dicta lo exterior, sino las que les imponía su propio delirio, a veces con la previsible consecuencia de que lo exterior, hasta entonces supuestamente inapelable, terminaba plegándose a ellas. Recuerdo que en mil ochocientos once, un funcionario de la Revolución que tuvo a su cargo una inspección de nuestro establecimiento, y que hubiese podido contarse entre nuestros enemigos, si a los pocos días de su visita un tropezón imprevisto de su caballo no lo hubiese mandado al otro mundo como se dice, comentó al final de su visita, no sin alguna pertinencia, que durante su recorrido por la Casa le había costado todo el tiempo distinguir los locos de los que no lo eran, a lo cual mi venerado maestro respondió, con el chispeo habitual en sus ojos de un azul clarísimo, pero sin obtener del otro ni la más leve sonrisa de connivencia, que cuando él se paseaba por las calles o por los salones de Buenos Aires lo asaltaba con frecuencia la misma perplejidad.

El objeto de esta memoria no es relatar en detalle la vida en la Casa de Salud, sino nuestro viaje de mil ochocientos cuatro, cuyas escasas cien leguas fueron multiplicadas por los obstáculos, previsibles o inesperados, que demoraban nuestro avance, por los fenómenos naturales que desordenaban nuestros planes, y por ciertos episodios poco comunes que nos condujeron más de una vez al borde del desastre. Pero antes de referirlo, quisiera hacer algunas consideraciones sobre las circunstancias que motivaron la desaparición de la Casa.

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