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Juan Saer: Las nubes

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Juan Saer Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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Esta mañana, a eso de las nueve y media, ha asistido a una reunión en la facultad, y después se ha quedado trabajando hasta las dos y media en su oficina, ha bajado a tomar un helado, y se ha vuelto a su casa a dormir la siesta. Como muchos habitantes de la ciudad ya se han ido y los turistas por alguna razón todavía no han llegado -tal vez a causa del calor excesivo han preferido el mar o la montaña- la ciudad está vacía y como a causa del viaje de su familia también lo está su departamento, por momentos se establece entre el departamento y la ciudad una curiosa analogía, y como las ventanas están siempre abiertas para aprovechar las corrientes de aire, existe entre la ciudad y la casa una especie de continuidad; por momentos, no se sabe bien cuál de las dos contiene a la otra. Hay un silencio mayor que el de costumbre, y que crece todavía más cuando llega la noche ardiente y pegajosa después del día interminable. En short, con todas las luces apagadas, Pichón suele acodarse en la ventana del segundo piso que da a la calle callada y vacía, y mientras fuma cigarrillo tras cigarrillo, va auscultando, más que los detalles exteriores de la noche, las sensaciones que esos detalles despiertan en él, y que lo retrotraen al pasado, a su infancia sobre todo, por momentos de un modo tan intenso y claro que el tiempo parece abolido, a punto de inducirlo a pensar que muchas sensaciones que él ha creído siempre propias de un lugar, eran en realidad propias del verano.

A eso de las siete, un poco atontado por el calor y por la siesta demasiado larga, sale a hacer algunas compras por el barrio, pero después de pasar un rato en una vinería eligiendo algunas botellas de vino blanco para los días venideros, descansado, limpio y bastante feliz, atravesando el aire azul del anochecer, por las calles calientes, silenciosas y vacías, vuelve a la casa vacía. Apenas entra en ella se vuelve a duchar, se seca con suavidad, aplicando la toalla contra su piel y apretando un poco, casi sin frotar, como se aplica un secante sobre unos renglones de tinta fresca, y se pone, por toda vestimenta, un short limpio. Cena liviano -una tajada de jamón, unos tomates, un poco de queso, agua mineral-, pero cuando se sienta frente a la computadora, la pone en funcionamiento e introduce "el dísket" para leer su contenido en la pantalla, lo piensa mejor y se dirige a la heladera. Vuelve con una gran taza de loza blanca llena de cerezas que deposita en el escritorio, al alcance de su mano izquierda, entre biromes, lápices, encendedores, un par de paquetes de cigarrillos, y un pesado cenicero de vidrio verde oscuro, grueso. Cuando empieza a leer el texto haciéndolo desfilar en la pantalla de la computadora, y aunque va llevándose a la boca, una a una, sin mirarlas, las cerezas, el gusto, dulce y ácido a la vez, lo hace representarse las esferitas de un rojo vivo igual que si las sensaciones táctiles y gustativas que se van produciendo en el interior de la boca, diesen un rodeo por los ojos, o por la memoria, antes de llegar al cerebro. Grandes, carnosas, frías, gloriosamente firmes y rojas, que, una vez obtenida, y aunque tantos pretendan lo contrario, por casualidad la primera, la materia se puso porque sí a multiplicar, son sin embargo, porque corre el mes de julio, las últimas del verano. Y nada asegura que, con la misma liviandad caprichosa con que salieron de la nada a la luz del día, después del invierno interminable y negro, volverán a aparecer.

Ríos por demás crecidos, un verano inesperado, y esa carga tan singular: así podrían resumirse, con la perspectiva del tiempo y de la distancia, para explicar la dificultad paradójica de avanzar en lo llano, nuestras cien leguas de vicisitudes.

Ese viaje demasiado largo y dificultoso tuvo lugar -cómo podría olvidarlo- en agosto de mil ochocientos cuatro. El primero de ese mes salimos hacia Buenos Aires bajo una terrible helada, y los cascos de los caballos quebraban las láminas, de un rosa azulado, de la escarcha en el amanecer, pero a los pocos días ya estábamos enredados en un verano pegajoso y truculento. Yo había hecho el trayecto inverso de Buenos Aires a la ciudad, y aunque éramos apenas cuatro jinetes, y por lo tanto progresábamos, a pesar de los obstáculos innumerables, diez veces más rápido que a la vuelta, aún a la hora en que el sol estaba más alto, el frío nos atormentaba. Así que ese calor desmedido nos confundía doblemente, primero por su rigor, que era grande, y también por su aparición a destiempo, en contradicción con las leyes naturales y el advenir natural de las estaciones. Lo poco en cuenta que la naturaleza tiene nuestros planes y hasta las leyes que le atribuimos parecía demostrarlo con insolencia ese calor inusual en medio de uno de los inviernos más crudos que la región, según numerosos testimonios, había padecido. El verano intempestivo, que en la misma semana hizo florecer y aniquiló un simulacro de primavera, desencadenó en menos de un mes una sucesión anómala de estaciones que desfilaban precipitadas y en desorden. Pero Osuna, el baqueano que nos había guiado hasta la ciudad y nos llevaba, en convoy numeroso esta vez, de vuelta a Buenos Aires, decía que, de tanto en tanto, en pleno agosto llegaba un verano así que iba preparando, para el día treinta, la tormenta de Santa Rosa. Demás está decir que, como siempre, Osuna tenía razón, y que el treinta justo, unos días antes de llegar a destino, la tormenta prevista, si bien contribuyó a sacarnos de una situación más que delicada, coronó el desfile de adversidades.

Pero me adelanto a los hechos y tal vez, por consideración hacia el posible lector en cuyas manos caiga algún día, en las décadas venideras, esta memoria, será mejor que me presente: soy el doctor Real, especialista de las enfermedades que desquician no el cuerpo sino el alma. Oriundo de la Bajada Grande del Paraná, nací y crecí en las colinas delicadas que ven llegar, desde el norte, la corriente incesante y rojiza del gran río. Con los franciscanos aprendí las primeras letras, pero cuando llegó la edad de profundizar mis estudios, Madrid les pareció a mis padres más aceptable que cualquier otro lugar como capital del saber, lo que puede explicarse por el hecho de que ellos mismos eran castellanos, y porque esperaban que hasta Alcalá de Henares no llegaría el tumulto que, partiendo de Francia, desde hacía seis o siete años sacudía a Europa. A diferencia de mis padres, a mí era ese tumulto lo que me atraía, y como ya había empezado a interesarme por las enfermedades del alma, cuando llegó a mis oídos que habían liberado de sus cadenas a los locos en el hospital de la Salpetrière, supe que era en el fervor de París y no en los claustros soñolientos de Alcalá donde proseguiría mis estudios. Como todas las otras y en cualquier período de la historia, la última década del siglo pasado fue tumultuosa; como todos los padres, los míos trataron de educarme al margen del tumulto; y, como todos los jóvenes, era justamente en el tumulto donde a mí me parecía que empezaba la verdadera vida.

No me equivocaba. En los hospitales de París descubrí una ciencia nueva, y entre sus principales representantes, al doctor Weiss. Un puñado de médicos que eran a la vez pensadores afirmaban que, de ciertas enfermedades del alma, como algunos filósofos de la antigüedad lo habían entrevisto, y aun cuando factores corporales podían ser a veces determinantes, había que buscar la causa no en el cuerpo sino en el alma misma. El doctor Weiss había ido de Amsterdam a París con el fin de confirmar esa observación; yo, mucho más joven, a enterarme de que tanto el sabio holandés como esa observación existían, y hasta podría decirse que formaban una entidad. Al tiempo de llegar, la idea se volvió una evidencia apasionada, y el doctor Weiss mi amigo, mi maestro y mi mentor. De manera que cuando decidió instalarse en Buenos Aires para ejercer según sus principios la nueva disciplina, me convertí con toda naturalidad en su ayudante. Demás está decir que antes de tomar su decisión definitiva me interrogó a fondo sobre la región y sus habitantes, pero como mi intención en esta memoria es respetar la verdad en forma escrupulosa, debo reconocer que instalarse en América había sido su proyecto desde mucho antes de conocerme, y que su interés por mi insignificante persona se acrecentó cuando supo por terceros que yo era originario del Río de la Plata. Ya en aquel entonces, las colonias españolas de América atraían a científicos, comerciantes y aventureros; la empalizada con que la Metrópoli pretendía aislarlas estaba agujereada por todos lados, de modo que era de lo más fácil colarse por los huecos, y hasta los que habían sido nombrados por Madrid para impedirlo se beneficiaban con la situación. Pero el doctor Weiss no era hombre de actuar de contrabando. Antes de cruzar el océano y, debo decirlo, con más facilidad de lo que me costó unos años más tarde atravesar un mar de tierra firme, pasamos por la Corte y unos meses después ya habíamos obtenido la autorización necesaria. Así que en abril de mil ochocientos dos, la Casa de Salud del doctor Weiss se inauguró a dos o tres leguas al norte de Buenos Aires, en un lugar llamado Las tres acacias, no lejos del río, pero en terreno alto para prevenir las inundaciones, con el triple beneplácito, que no duró mucho, de los notables locales, de las autoridades del Río de la Plata y de la Corona. Los propósitos del doctor no eran filantrópicos, pero enriquecerse era para él más bien un medio, que le permitiría proseguir sus investigaciones y, de ser posible, recuperar una parte de su inversión inicial, que le insumió la totalidad de la herencia familiar, en libros, viajes, influencias para obtener las autorizaciones necesarias, y sobre todo, en la construcción y puesta en funcionamiento de la Casa de Salud propiamente dicha, un vasto edificio de varias alas, de espesas paredes blancas y techo de tejas, en las barrancas que dominan el río. La Casa se conformaba a un modelo que existía ya en Europa, y sobre todo en París, donde varias instituciones de ese tipo habían sido fundadas en los últimos años, pero la arquitectura se inspiraba en el convento, en el beguinage, en el retiro filosófico, con vagas reminiscencias de la Academia y del Jardín de Epicuro, rechazando las cadenas, la cárcel, las mazmorras; un hospital ideal para dar reposo y cuidado que, por sus características, no podrían por desgracia aprovechar más que los enfermos ricos. Pero la intención del doctor Weiss era la de ocuparse también, por otros medios y en algún otro lugar, de los pobres, que aun cuando le hubiesen resultado indiferentes, lo que por cierto no era el caso, sus intereses científicos se lo exigían, puesto que para él las enfermedades del alma, si la mayor parte tenía sus causas en el alma misma, podían deberse en algunos casos a causas concomitantes que provenían de diferentes partes del cuerpo, junto con otros motivos exteriores, originarios del mundo circundante, clima, familia, condición, raza, vicisitudes. Que únicamente los ricos pudiesen pagarse el tratamiento da una idea de su complejidad minuciosa: cada enfermo era considerado como un caso único, con pertinencia y dulzura, en una cura de larga duración que exigía, además de tiempo, espacio, ciencia y trabajo. La Casa de Salud sustituía el hogar que los enfermos habían perdido y, consciente de que las familias ricas no sabían qué hacer con sus locos, y que, por proteger su propia reputación, no se resignaban a dejarlos errar por las calles como hacen los pobres con los suyos, hubiesen deseado encontrar un lugar que pudiese acogerlos, el doctor tuvo la idea de abrir su Casa: fue tal vez la primera de ese género en todo el territorio americano,

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