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Juan Saer: Las nubes

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Juan Saer Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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La facilidad con que obtuvimos en Madrid las autorizaciones necesarias para instalarnos puede explicarse por el hecho de que la Corona consideraba que toda institución nueva que se fundara en las colonias contribuía a consolidar su presencia en ellas, y también por la ignorancia de casi todos los funcionarios de la Corte sobre la disciplina que profesábamos y el modo en que pensábamos ejercerla, aunque el doctor Weiss se haya inspirado en parte del ejemplo de algunos médicos de Valencia, que durante el siglo pasado practicaron un tratamiento más humano de la locura. A esto habría que agregar quizás la circunstancia de que debíamos pagar un impuesto, hecho que, teniendo en cuenta el estado de las finanzas de prácticamente todas las monarquías europeas, acelera siempre todos los trámites. Por otra parte, convencidos de que todo aquello de lo que no se ocupan no existe, los funcionarios pensaban que en América no había locos cuyas familias pudiesen pagar para que alguien se ocupase de ellos, de modo que en su fuero interno no dudaban de que el doctor Weiss y yo éramos dos ingenuos dispuestos a dilapidar su fortuna en una empresa descabellada destinada de antemano al fracaso. Pero cuando el largo rectángulo blanco abrió sus puertas al pie de las tres acacias, y los enfermos comenzaron a afluir, los funcionarios locales empezaron a tomarnos en serio, y cuando nuestros métodos novedosos se difundieron, la opinión pública se dividió en lo relativo a su seriedad, a su eficacia, y aún a su decencia. La Iglesia por ejemplo, que en las colonias se otorga atribuciones que ya no se atrevería a acordarse en la Metrópoli, pretendía opinar sobre el modo en que se debía tratar a los enfermos, lo que exigía del doctor Weiss una paciencia inagotable y una habilidad siempre lista para sortear las dificultades. Durante nuestras deliberaciones privadas, el doctor me decía que por el momento era infructuoso y no exento de peligro un enfrentamiento directo con el clero y que la mejor manera de combatirlo era proseguir sin concesiones nuestro trabajo científico, pero al mismo tiempo, aun cuando debíamos evitar las provocaciones, no estaba dispuesto a renegar de sus ideas. Cuando años más tarde la Revolución llegó, tuvimos la esperanza de que también llegaría para nosotros y que nuestro trabajo sería por fin reconocido, pero muchos de sus partidarios no diferían en casi nada de sus enemigos en cuanto a sus ideas políticas, científicas y religiosas se refiere. Las guerras que siguieron no hicieron más que agravar las cosas: en las guerras de independencia ya estaban en gestación las guerras civiles, y hasta podría decirse que los primeros enfrentamientos en las guerras de independencia fueron una suerte de guerra civil, porque los que se mataban mutuamente eran los mismos que cinco o seis años antes habían combatido juntos contra los ingleses. Durante los años de guerra, aunque a decir verdad la región nunca fue demasiado tranquila, veíamos pasar a menudo, por agua o por tierra, compañías de soldados que a veces se desviaban de su camino para venir a golpear a nuestra puerta, por curiosidad o en visita de reconocimiento, o a veces a pedir un poco de agua y hasta algo de comer. En general, cuando comprobaban que se trataba de un hospital, y sobre todo cuando descubrían la clase de enfermos que tratábamos, se apresuraban a dejarnos tranquilos: ya es sabido que la locura, cuando no hace reír, suele generar la incomodidad y más que nada el espanto.

No todo era incomprensión y amenaza en el mundo que nos rodeaba, y debo reconocer que en los catorce años de existencia de la Casa de Salud del doctor Weiss, un grupo de amigos y de defensores, procedentes de todas las clases sociales y de todos los sectores políticos, incluyendo funcionarios de los gobiernos sucesivos, científicos y hasta miembros del clero, apoyaron por todos los medios nuestra experiencia. Una buena parte de las familias de nuestros locos, aunque más no fuese por no tener que verlos reaparecer un día de vuelta en sus casas si nuestra institución cerraba, pagaba con toda puntualidad, y como todos sin excepción formaban parte de las clases acomodadas que, cualquiera fuese la fracción a la que pertenecían, eran las únicas que se otorgaban el derecho de gobernar, utilizaban por todos los medios su influencia para que no se nos molestara. Pero no pocas veces rencores, rivalidades y conflictos de interés estuvieron a punto de perdernos. Cuando empezaron las guerras de independencia, los revolucionarios nos acusaban de realistas y los realistas de revolucionarios. Como nos habíamos instalado con una autorización de la Corona, los gobernantes criollos nos acusaban de espionaje, y algunos pretendían incluso que únicamente admitiéramos en la Casa a los enfermos provenientes de familias adeptas a la causa de la Revolución. Lo más absurdo de esa situación era que el doctor Weiss y yo habíamos sido desde siempre revolucionarios convencidos -él había estado en las calles de París en el noventa y tres-, pero como estuvimos obligados a disimularlo durante el virreynato para poder sobrevivir, los revolucionarios pretendían que fingíamos defender su causa por oportunismo o, peor todavía, con el fin de ejercer con mayor eficacia nuestro supuesto oficio de espías. Lo que sucedía en realidad era lo que sucede en todas las revoluciones, es decir que entre los dirigentes un pequeño grupo, que termina siempre por perder, se compone de revolucionarios convencidos, mientras que el resto está formado por una parte de hombres influyentes del gobierno anterior que cambian sobre la marcha y por la otra de individuos que no están ni con unos ni con otros y que se limitan a aprovecharse de las circunstancias inesperadas que los han llevado al poder. Aparte de las familias que nos habían confiado a alguno de sus miembros, y de algunos científicos que se interesaban sinceramente por nuestro trabajo, nadie entendía lo que hacíamos, de modo que padecíamos el eterno flagelo que amenaza a los que piensan, o sea soportar el recelo de aquellos para quienes todo lo que ellos no entienden es sospechoso.

Me han dicho que en la actualidad ( 1835 más o menos según mis cálculos. Nota de M. Soldi) se degüella fácil por esas tierras; en mi época, era el fusilamiento lo que parecía estar de moda. De ese final luctuoso y, en resumidas cuentas, bastante degradante, nos salvó un aliado imprevisto, el cónsul inglés, el cual pensaba de nosotros -se me perdonará que por hacer más fluido mi relato le atribuya a un diplomático, inglés por añadidura, la facultad de pensar- que éramos un par de charlatanes, aunque en realidad sospechaba, con justa razón por otra parte, que el doctor Weiss y yo, que solíamos cruzarlo a menudo en las reuniones mundanas, nos dábamos algunas panzadas de risa a su costa. Poco tiempo después de haberse instalado de nuevo en Amsterdam, el doctor me escribió: Hénos aquí sanos y salvos otra vez en Europa, y eso gracias a míster Dickson. El pobre, dividido como está entre su odio a España por razones comerciales y su odio a todo lo que es revolucionario por idiosincrasia nacional, se encuentra siempre sirviendo a dos amos a la vez sin tenerle simpatía a ninguno. Y sin embargo, su sentido del honor, sin ningún asidero en la realidad, nos salvó la vida. No creo ofender a nadie explicando, veinte años más tarde, las alusiones que contiene la carta del doctor.

Desde hacía unos meses, en la Casa se encontraba internado un joven chileno enfermo de melancolía, cuyo padre, por haber elegido la causa de España, había sido ejecutado bajo el cargo de alta traición en Valparaíso. Un espía del gobierno informó a un jefe militar de Buenos Aires sobre la presencia del joven chileno en Las tres acacias, y el jefe militar sostenía que el doctor y yo, pretextando su enfermedad, lo manteníamos en la Casa para protegerlo, que en realidad no estaba enfermo sino prófugo, lo cual probaba según ese militar que, como algunos lo sospechaban, éramos espías del rey de España. El joven, presa de la más honda melancolía, estaba enfermo grave y, como es natural, nos negamos a entregárselo. Pero cuando los emisarios del militar se retiraron, el doctor Weiss, con expresión preocupada, me explicó que tanto él como el militar sabían que el joven chileno no era más que un pretexto, y que las verdaderas razones eran las sospechas inconfesables del militar de que su mujer lo engañaba con el doctor: sospecha calumniosa, suspiró el doctor, porque Mercedes y yo ya hace seis meses que hemos dejado de vernos. En cierto sentido, fue la incomprensible inclinación de mi querido maestro por las mujeres casadas lo que estuvo a punto de llevarnos ante el pelotón de fusilamiento.

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