La historia que el jardinero nos contaba en el consultorio del doctor López anunciaba, como desenlace, la catástrofe que no tardó en producirse: un día los sorprendieron en pleno acto de sacrilegio en el suelo de la capillita, frente al altar, de modo que la aventura, cuando el tribunal del Santo Oficio tomó cartas en el asunto, terminó en el mismo lugar en el que había comenzado. Después de muchas deliberaciones y ante la obstinación de sor Teresita en afirmar que todos los actos cometidos le habían sido ordenados por el propio Cristo en el Alto Perú con el fin de restablecer la unidad del amor divino y del amor humano que habían sido separados después de la resurrección, las autoridades religiosas dictaminaron que sor Teresita había perdido la razón como consecuencia de las violaciones y otros vejámenes reiterados a los que la había sometido el jardinero, al que habían metido en la cárcel, donde esperaba desde hacía varios meses el proceso que lo condenaría con toda seguridad a la pena capital. (Un tiempo más tarde, una carta del doctor López me informó que, unos días antes de que el juicio tuviese lugar, el jardinero logró evadirse de la cárcel, y como tantos otros que tenían, debidas o no, cuentas que arreglar con la Justicia, desapareció en la llanura. Recibí la noticia con alivio y me apresuré a transmitírsela a la monjita que, como único comentario, me hundió repetidas veces el índice diminuto de la mano derecha en el estómago, a modo de felicitación o de reconocimiento, como si la evasión de Agustín hubiese sido obra mía, y aprobó con lentas sacudidas de cabeza.)
Un proyecto íntimo durante ese viaje profesional había sido, si mis ocupaciones me lo permitían, cruzar un día a la Bajada Grande para visitar los lugares en que había transcurrido mi infancia. Ningún vínculo afectivo, como no fuesen los recuerdos todavía frescos de mis primeros años, me ligaba a la orilla opuesta, porque, al retirarse mi padre de los negocios, mi familia se había vuelto a España el año anterior a la instalación de Las tres acacias, pero la idea de cruzar el gran río, y divisar desde el agua al ir llegando, como lo había hecho tantas veces con mi padre cuando navegábamos entre las islas, las barrancas que caen a pique en el agua rojiza, templaba por anticipado mi exaltación. Por desgracia, la misma causa que me demoró más de lo debido en la ciudad, dilatando hasta el hartazgo el ocio requerido para realizarla, desbarató mi proyecto de excursión: la habitual crecida de invierno de esos ríos que bajan hacia el sur, en general muy grande, vino ese año insidiosa, bárbara y desmesurada. Insidiosa porque de hora en hora, de minuto en minuto, durante meses, sus aguas iban subiendo de nivel y cubriendo poco a poco, de un modo imperceptible, cada vez más lejos de las orillas habituales, las tierras costeras; bárbara porque, a pesar de su crecimiento subrepticio, alguna subida brusca, desbordando los límites de las tierras anegadas, sumergía de golpe, arrasando todo a su paso, un vasto territorio, y también porque, modificando la vida originaria de las tierras generalmente secas, y desplazando hasta la exageración las orillas, trastocaba las costumbres, el arraigo y el vivir entero de hombres, animales y plantas, arrancándolos con violencia de su lugar habitual y dispersándolos hasta depositarlos, con anacronismo salvaje, en los rincones más inesperados de la región; y desmesurada porque, en razón de ese crecimiento largo y constante, el agua enturbiada por los nuevos suelos que irrigaba a su paso, adquiriendo un color incierto que según los lugares podía ser amarillo sulfuroso, marrón rojizo o negruzco atravesado de filamentos verdosos, fue ganando las tierras en dirección oeste hasta cubrir la llanura, por mucho que un observador se desplazara en ella a pie o a caballo, en todo el horizonte visible.
La inundación retrasaba a los enfermos que esperábamos, provenientes de Córdoba y del Paraguay, y al mismo tiempo nos confinaba en la ciudad. Todo estaba trastocado: los correos, los coches de posta, el transporte de mercaderías. Las horas y los días de partida y de llegada, en general inciertos, se volvieron caprichosos, por no decir extravagantes. Ciertas mercancías que no se producían en las inmediaciones, como el azúcar, la yerba y el vino por ejemplo, empezaron a escasear. Previsor, el señor Parra había acumulado de todo un poco en un cuarto que hacía las veces de depósito y de despensa, y cuya llave estaba en manos de una esclava que tenía a su cargo todo lo relativo a las cuestiones de víveres y de cocina. El señor Parra me explicó que habiendo tantas personas que dependían de él, familiares, empleados y esclavos, era su obligación prever con mucha anticipación hasta los detalles más insignificantes para ir evitando las contrariedades a medida que se presentaban. En aquellos años, el aislamiento de esos poblados, a muchas leguas de distancia unos de otros, dispersos en esos desiertos inacabables y salvajes, obligaba a sus habitantes a estar todo el tiempo alertas para enfrentar los peligros más variados, a los que ese lugar poco civil los exponía a cada momento. (Hoy, según me han informado algunos amigos, las amenazas no vienen del desierto y los terrores no los dispensan los elementos desencadenados, sino el gobierno.)
En ese ocio forzado no me quedaban, fuera de las obligaciones mundanas, de lo más sencillas por otra parte, y de las visitas regulares a mis dos enfermos, otras ocupaciones que la observación, la reflexión y la lectura. Para permitirme ejercer esta última actividad, el señor Parra puso a mi disposición su biblioteca que, como creo haberlo dicho, era de lo más variada y abundante a pesar del aislamiento de la ciudad, y, como si eso no bastase, confirmando la delicadeza de su temperamento, me regaló los seis volúmenes de una traducción francesa de Virgilio, poeta por el que descubrimos nuestra común admiración, de modo que su lectura, mientras mi tiempo me lo permitía, se prolongó hasta que divisamos por fin el edificio chato y blanco de Las tres acacias. Cada una de las vicisitudes de nuestro viaje está relacionada para mí con algún verso de Virgilio, y aún hasta el día de hoy las sensaciones ásperas de la travesía y la música delicada y sabia de los versos se penetran mutuamente en mi memoria y se confunden en un sabor único, que pertenece de un modo exclusivo a mi propio ser, y que desaparecerá del mundo conmigo cuando yo desaparezca. Más de una vez me vi a mí mismo atravesando la llanura como Eneas el mar adverso y desconocido, y una emoción honda me asaltaba al vislumbrar para mí, en medio del desierto, un destino semejante al de Palinuro, el piloto que, dejándose sorprender por el sueño, cae al mar y se pierde para morir abandonado y desnudo en una arena ignorada. Más de una vez vi, con más nitidez que las cosas espesas y compactas que me rodeaban, el montoncito anticipado de mis huesos blancos espejear al sol en algún rincón remoto de la llanura. Pero sigue siendo la cuarta Bucólica la que, entre los poemas breves, tiene todavía hoy mi preferencia: el anuncio de una edad de oro cuando tantas catástrofes desmienten su improbable advenimiento, no depende de la voluntad armada de los héroes, sino de la sonrisa del niño a la madre que lo soportó en sus entrañas durante nueve pesados meses; a ese reconocimiento risueño de la vida, el poeta promete la mesa de Júpiter y la intimidad de la diosa. Y ninguna esperanza irrazonable motiva la visión: la nueva edad de oro no será un premio o una conquista, sino un don injustificado del destino y advendrá, no porque los hombres se la hayan ganado, sino porque las Parcas, un día cualquiera, por puro capricho, dirán que sí.
El que no ha visto como yo en un anochecer lluvioso de invierno una de esas ciudades perdidas de la llanura, cuando las primeras luces vacilantes comienzan a encenderse, y todo lo visible se iguala enterrado bajo la doble capa de la noche y de la intemperie, quizás cree haberla experimentado alguna vez, pero no conoce de verdad la tristeza. Acorralados por la inundación como estábamos, también la prisión del mundo, reforzada por ese cerco de agua, férrea, se duplicaba. De no ser por la simpatía de la familia Parra, por las conversaciones apasionantes con el doctor López, y sobre todo con el señor Parra, aparte de las frases banales y de los saludos banales intercambiados al pasar con la gente de la ciudad que ya se estaba acostumbrando a mis paseos cotidianos, ningún afecto verdadero me ligaba con nadie. Ese sentimiento de soledad se hacía más fuerte todavía cuando en las mañanas claras podía distinguir, más allá de las leguas de islas y agua que me separaban de ellas, las colinas de Entre Ríos, en las que había jugado toda mi infancia. Pero por sobre todo extrañaba la compañía estimulante y vivaz del doctor Weiss, las largas conversaciones de sobremesa atravesadas por los chispazos constantes de su genio y de su ironía; él constituía mi verdadera familia, no porque yo renegase de los de mi sangre, sino porque a través de él descubrí un nuevo parentesco, el que une a todos aquellos que, diferenciados por rasgos propios del nivelamiento sin brillo que imponen a veces los lazos de sangre, buscan al margen de esos lazos nuevas afinidades que comprendan y fecunden esas diferencias. Y puedo decir que las únicas dos amables alegrías personales que experimenté durante mi estadía en la ciudad, fueron las dos largas cartas del doctor que los rodeos laboriosos de un correo más que irregular trajeron hasta mí. En la primera de ellas sobre todo, el doctor me explicaba que el traslado de los enfermos hubiese podido organizarse de otra manera, sin requerir mi participación en el viaje, pero que él prefirió mandarme para alejarme un tiempo de su lado, porque según el doctor yo estaba demasiado acurrucado bajo su sombra, y él deseaba que, llevando a bien la tarea riesgosa y difícil que me encomendaba, yo fuese capaz de volar con mis propias alas. Al leer esas líneas generosas, me llené de orgullo y de alegría, y supe al fin que el verdadero maestro no es el que quiere ser imitado y obedecido, sino aquél que es capaz de encomendar a su discípulo, que la ignoraba hasta ese momento, la tarea justa que el discípulo necesita.
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