Juan Saer - Las nubes
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Al cabo de esa larga conversación, para nada cómoda por otra parte, ya que en su transcurso se hicieron patentes nuestras mutuas reticencias, comprendí que no podría hacerme una idea precisa del estado de sor Teresita mientras no se presentase la ocasión de estimarlo por mí mismo, de modo que expliqué a la madre superiora que mi deber profesional me ordenaba realizar una visita inmediata a la enferma, a lo que terminó por acceder no sin visibles dudas y vacilaciones. La enferma estaba en una habitación del fondo de la casa, encerrada bajo llave. Lo primero que noté de ese cuarto estrecho era que la ventana, protegida por una reja, daba a la galería y al patio, pero no a la calle. Como los postigos estaban entornados, la habitación se encontraba en penumbras en ese momento, y como veníamos encandilados por la luz del mediodía claro de invierno, durante unos segundos no vi gran cosa a no ser una mancha gris que emergió vivaz de un rincón y avanzó hacia nosotros, deteniéndose en medio de la habitación. Yo seguía parpadeando en el umbral, pero la madre superiora entró y, dirigiéndose a la ventana, entreabrió con prudencia los postigos. Un rayo de luz entró a través de la abertura e iluminó a la muchacha con la intensidad de un farol de teatro. Era más bien menuda y tenía el cabello muy corto, y no llevaba los hábitos de la orden sino una especie de camisón gris que la cubría desde el cuello, donde se abotonaba, ciñéndolo, hasta los tobillos. A pesar de que la habitación estaba helada, vi que los pies que se apoyaban en los ladrillos del piso estaban descalzos, pero que el frío no parecía incomodarla. Notando mi mirada de desaprobación, la madre superiora se apresuró a explicarme que la hermana no soportaba los braseros, ya que tenía violentos accesos de calor y afirmaba que el frío no le hacía ningún efecto. Busqué la mirada de sor Teresita para obtener una confirmación de lo que acababa de oír, pero me fue imposible encontrarla, ya que se había inmovilizado con los ojos bajos y una sonrisa tímida en los labios, las manos que emergían de los puños grises del camisón apoyadas blandas una sobre la otra a la altura del vientre. Esa timidez demasiado evidente no me era desconocida: no me fue difícil identificar en ella una actitud de simulación frecuente en ciertos enfermos mentales, que cuando se encuentran por primera vez ante un médico intentan persuadirlo, adoptando una pose teatral, de que sería una pérdida de tiempo injustificada ocuparse de personas tan a simple vista normales como ellos. Había también en esa presentación de su persona tan plácida y recatada, una tentativa de seducción, muy eficaz por otra parte, y al fin de cuentas innecesaria, porque debo confesar que su presencia enérgica y vivida, sin permitirme olvidar las fuertes posibilidades que existían de que se tratase de una enferma, supo captar de inmediato mi simpatía. No demoré en comprender que sor Teresita trataba de establecer conmigo algún vínculo privado, no sólo al margen de la madre superiora sino quizás también del convento e incluso del mundo entero, tal vez con el fin de probarles, y también de probarse a sí misma, que su persona y su manera de actuar podían ser de una vez por todas interpretadas en su justo sentido.
Cuando me acerqué a ella, desplegó los párpados y me miró: tenía unos ojitos grises y redondos, demasiado movedizos entre una frente amplia y convexa y una nariz diminuta, un botoncito esférico, casi sin tabique, y también blanco, única protuberancia carnosa sobresaliendo por encima de los labios finos, todo eso encerrado en una carita blanca y diminuta que dibujaba un círculo desde el nacimiento de los cabellos en lo alto de la frente comba, formando la línea exterior de las mejillas espolvoreadas de rosa y cerrándose en el mentón blando y casi inexistente. Era difícil no quererla de inmediato, con el mismo amor con que se quiere por ejemplo a un conejito, sabiendo que su existencia caliente y nerviosa en cuyos móviles, tan diferentes de los nuestros, los nuestros no cuentan para nada, nos traerá más complicaciones que alegrías apenas lo adoptemos. Me pareció percibir, cuando nuestras miradas se encontraron, unas chispas fugaces de burla en la suya, esa especie de burla tácita que, en presencia de terceros, nos conceden ciertas personas que creen compartir con nosotros un mismo punto de vista sobre las cosas, y que en realidad es una búsqueda, casi siempre sin esperanza, de complicidad. La madre superiora no tardó en advertirlo y, más preocupada por la moralidad que por la salud de su pupila, se acercó a sor Teresita y le rodeó la espalda con un brazo que la manga ancha del hábito negro disimulaba, no dejando exponer a este mundo de pecado y de corrupción más que una mano blanca y un poco ajada que se posó sin violencia pero con decisión sobre el hombro izquierdo. Un detalle que atrajo casi de inmediato mi atención, aunque el comercio frecuente con la locura me había acostumbrado a ese tipo de incongruencias, era el contraste que podía observarse en la monjita, entre los terribles vejámenes que había soportado durante meses, y el buen humor, el aire saludable y la energía decidida que trasuntaba su persona. Cuando empecé a interrogarla del modo más afable posible, comprendí que, adoptando una actitud infantil y modosa, se acurrucaba contra el pecho de la madre superiora, para incitarla a responder en su lugar a mis preguntas, echándome de tanto en tanto unas miradas de reojo, entre provocativas y burlonas. Como las respuestas de la madre superiora no añadían ninguna novedad a lo que ya me había comunicado al recibirme, preferí diferir la entrevista para los días siguientes, dedicándome unos segundos a echar una ojeada por la habitación, para comprobar que un orden meticuloso reinaba en ella: la cama estaba arreglada sin una sola arruga, con una especie de capa negra desplegada con cuidado a los pies, y había también una mesa con un candelabro triple del que ni una sola gota de cera había caído fuera del pedestal, dos libros del mismo tamaño puestos uno encima del otro, un tintero de metal labrado con dos o tres plumas acostadas en la muesca horizontal de la base, un montoncito rectangular de hojas blancas bien alineadas del que ninguna sobresalía, y una silla de madera cruda cuyo asiento de paja estaba metido bajo la mesa. Incluso el almohadón del sillón de mimbre del que se había levantado al vernos entrar no parecía tener ninguna arruga, ningún hueco, como si el cuerpo de la muchachita que unos instantes antes había estado apoyado en él hubiese sido ingrávido y sin materia.
Cuando expresé el deseo de retirarme, anunciando que vendría unos días más tarde para ultimar los preparativos de la partida, la madre superiora, tal vez aliviada, retiró el brazo de los hombros de sor Teresita y se acercó a mí con la intención de acompañarme hasta la puerta de calle. La monjita no se movió de donde estaba pero, abandonando la actitud vulnerable que había adoptado un momento antes, se irguió de tal modo en el rayo de sol que entraba por la ventana que de pronto pareció más grande y más fuerte. Un ruido que al principio no logré identificar empezó a oírse en la habitación, hasta que me di cuenta de que, apretando los dientes e inflando un poco las mejillas, la monjita estaba acumulando y haciendo chirriar saliva en el interior de la boca, y todavía estaba preguntándome la razón, cuando vi que retorcía de un modo obsceno la lengua, moviéndola en todas direcciones, lamiéndose los labios, entrándola y sacándola rítmica y rígida de la boca, y que había estado juntando saliva a propósito para, al mismo tiempo que efectuaba esos movimientos, hacerla chorrear y chirriar ruidosamente. Una expresión exagerada de éxtasis apareció en su cara, ya que entrecerró otra vez los ojos y, al mismo tiempo que echaba el bajo vientre hacia adelante y hacia atrás, sacudía despacio y con arrobo la cabeza mientras, a los costados del cuerpo, las manos hacían unos extraños movimientos lentos. Toda esa actividad súbita, excepción hecha quizás de los retorcimientos de lengua, me recordaron ciertas danzas colectivas que había visto algunas veces bailar a los esclavos africanos en el puerto de Buenos Aires, y tardé unos segundos en comprender que la sensación de extrañeza que causaban las contorsiones de la monjita, asimilables de algún modo a una danza, provenía de que, aparte del chirrido entrecortado de la saliva, las realizaba en medio del más completo silencio. El rosa de sus mejillas se encendió más todavía y, a causa del esfuerzo que le costaba producir saliva se propagó por toda su cara, pero cuando me volví hacia la madre superiora, que había abandonado todas sus reticencias respecto de mi persona y me miraba con una expresión de impotencia y de súplica, me fue fácil comprobar que el tinte rojizo, de vergüenza y de confusión quizás en el caso suyo, había ganado también su cara. El exabrupto de sor Teresita me fue de todas maneras de gran utilidad, ya que me permitió mostrar ante la madre superiora una gran calma, que no me abstuve de exagerar, para sugerirle lo corriente que parecía, ante los ojos de la ciencia, la conducta de la monjita. Cuando vi que a pesar de su pretendido éxtasis la hermanita de cuando en cuando nos observaba con disimulo para ver el efecto que su manera de comportarse producía en nosotros, me eché a reír, lo que desconcertó a la madre superiora pero no así a la monjita que abandonó su extraña actitud y después de contemplarnos durante unos instantes satisfecha y jovial, avanzó hacia nosotros. Han pasado treinta años desde aquella mañana, pero todavía hoy veo patente en mi recuerdo su manera curiosa de desplazarse, arqueándose de un modo imperceptible, echando el torso hacia adelante y las nalgas ligeramente hacia atrás, los brazos plegados con los codos hacia afuera y las manos que se cruzaban rítmicas a la altura del ombligo, contoneándose un poco, y a pesar de la fragilidad aparente de sus formas, adoptando, a causa de sus movimientos, de su expresión y de su agilidad, el aire viril de un muchachito. Se plantó con desparpajo a un metro de nosotros y, sacudiendo el índice de la mano izquierda encogido hacia adentro para significarme que me acercara, tratando con firmeza afable de convencerme, como cuando se le habla con paciencia a un niño que no parece dispuesto a obedecer, me dijo: Ven que te la chupe. Con una exclamación, entre excedida y horrorizada, y aunque ya debía haber asistido a escenas semejantes muchas veces, la madre superiora se precipitó fuera de la habitación, pero con los locos yo había conocido situaciones mucho peores, y debo confesar que había algo cómico en el contraste entre la crudeza de la monjita y el recato excesivo de la madre superiora, incapacitada para ver las cosas desde un ángulo médico de modo que, sin inmutarme en lo más mínimo, y tratando de no mostrarme para nada escandalizado, encaré a la monjita con mi mejor sonrisa, explicándole que no había venido para eso, sino para ocuparme de ella en tanto que médico, y que como íbamos a vivir juntos de ahora en adelante era mejor que mantuviéramos buenas relaciones. Echándose a reír, sacó otra vez la lengua y, golpeteándosela un poquito con un dedo, me dijo después de hacerla desaparecer en la boca: ¿Así que no…? Le prometí que pasaría a verla esa semana y salí de la habitación. Mientras la madre superiora cerraba con llave, sor Teresita fue a colocarse en la ventana, detrás de la reja y, con tono alegre y juguetón, como si se tratase de un secreto que compartíamos los tres, empezó a decir en voz baja una serie espantosa de obscenidades, describiendo actos voluptuosos que supuestamente la madre superiora y yo nos disponíamos a cometer y de los que, sin haberlo merecido, ella estaba excluida. Cuando llegamos a su habitación, vi que la madre superiora tenía los ojos llenos de lágrimas y, apiadándome de ella, traté de consolarla explicándole que la demencia no debía ser juzgada por la moral ni considerada con nuestras categorías habituales de pensamiento. Al cabo de un momento, la madre superiora pareció sosegarse y al despedirme de ella noté que su actitud hacia mí había cambiado, ya que daba la impresión de haber depuesto su desconfianza. Sin embargo, cuando nos separamos, persistió en mí la sensación desagradable de que la madre superiora no me había dicho toda la verdad acerca de la monjita.
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