Juan Saer - Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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Para comodidad de los enfermos, habíamos alquilado cinco carretones de ésos que utilizan los viajantes que recorren los espantosos caminos de ese inmenso territorio, para ir a comerciar desde Buenos Aires hasta Chile, del otro lado de la cordillera. Esos carretones, tirados no por un par de bueyes como las carretas de carga sino por caballos, dotados hasta de puerta y ventanas, están arreglados en su interior como pequeños recintos que son a la vez dormitorio y sala de estar, de lo más estrechos y elementales por supuesto, pero con las comodidades necesarias para soportar las travesías sin término del desierto, y sobre todo permitir un descanso más o menos razonable en cada alto del camino. Cuatro de esos carretones estaban destinados a los enfermos y el quinto me correspondía, aunque me hubiese conformado con una tienda de campaña para compartir la suerte de la tropa que nos acompañaría. Esos carretones pertenecían todos al mismo propietario, un hombre de negocios de Buenos Aires que comerciaba con el Tucumán, Córdoba y Mendoza, con varias ciudades chilenas, y con todas las del litoral, donde debía competir con el transporte fluvial, hasta Asunción del Paraguay, de donde su familia era originaria. Las condiciones de alquiler fueron muy favorables, porque uno de los enfermos pertenecía a la familia del propietario. Una parte de la escolta partiría de la ciudad, que se encontraba a mitad de camino entre Asunción y Buenos Aires, y como también el camino de Córdoba pasaba muy cerca, esa ciudad era el punto obligado de reunión. Calculamos que el viaje hasta la Casa de Salud duraría unos quince días, ya que trataríamos de no forzar demasiado la marcha para no fatigar más de lo razonable a nuestros pacientes, pero los distintos obstáculos que se fueron presentando, y las graves vicisitudes que nos desviaron de nuestro camino, que nos inmovilizaron y que hasta nos hicieron retroceder, multiplicaron casi por tres esa duración.

Esa misma tarde mandé un mensaje al convento anunciando mi llegada para el día siguiente. La madre superiora, una cincuentona de expresión severa, me recibió a las once de la mañana en una habitación limpia y helada, y con las primeras frases que intercambiamos comprendí que mi profesión le inspiraba una profunda desconfianza, pero que el caso de sor Teresita, la monja de la que debía ocuparse el doctor Weiss, aparentaba ser más grave de lo previsto, y sin duda les traía no pocos inconvenientes, ya que de otro modo no se hubiesen resignado a recurrir a nosotros. En el transcurso de la conversación sin embargo, creí entender que la orden de contratar los servicios del doctor Weiss había venido desde Buenos Aires. Durante mi entrevista con la madre superiora, no pude abstenerme de sonreír en mi fuero interno, ante esa nueva prueba de que la locura, con su sola presencia, trastoca e incluso desbarata los proyectos, las jerarquías y los principios de la gente llamada cuerda. La madre quería obtener de mi parte una absurda promesa explícita de discreción, y ante su insistencia tan poco pertinente, que involucraba casi una ofensa, debí responderle con frialdad que una promesa explícita en ese caso particular resultaba superflua, ya que la discreción, desde Hipócrates, era el principio mismo de nuestra ciencia. Sin reaccionar ante la firmeza de mi respuesta, pero entornando los párpados para que nuestras miradas no se encontraran mientras durase su relato, la madre superiora me refirió, con muchos sobreentendidos y circunloquios, luchando a duras penas contra un pudor en ella más que comprensible por el carácter penoso de los hechos que me refería, la historia de sor Teresita. Esa monja, que había venido de España al Perú primero, y que por disposición de su orden, las Esclavas del Santísimo Sacramento, había sido transferida a la ciudad, era según la madre superiora una persona bastante ingenua y muy devota, incluso proclive a ciertos excesos místicos que le habían valido algunas amonestaciones y llamadas al orden. De origen humilde, y a pesar de no haber recibido más educación que la indispensable que requería su formación religiosa, tenía una fuerte propensión literaria con la que expresaba, según la madre superiora, su devoción a Cristo y al Santísimo Sacramento. Una de las principales tareas de la orden era ocuparse de las mujeres de mala vida que, por desgracia según la madre superiora y, pensaba yo para mis adentros, para beneplácito de mi maestro, abundaban en América, apostolado al que la hermanita se había dedicado, igual que con todo lo que emprendía, con un ardor excesivo, llegando a frecuentarlas con demasiada asiduidad y familiaridad, lo que dio lugar a ciertos malentendidos. El temperamento vehemente de la hermanita, que se manifestaba siempre de manera demasiado espontánea, había alimentado las comidillas de la ciudad, donde el ocio casi permanente de los habitantes, según la madre superiora, originaba de un modo fatal esa propensión a ocuparse de la vida ajena. Pero todo eso según la madre superiora no era grave en comparación con el verdadero drama que había tenido lugar a fines del año anterior. Un hombre que habían conchabado para ocuparse del jardín, del huerto y del corral, ya que había tantos desocupados en la ciudad según la madre superiora que era más seguro emplearlos en algo porque de otra manera se transformaban en vagabundos y delincuentes, y que venía trabajando para el convento desde hacía varios meses, empezó a abusar en secreto de la hermana, sometiéndola a toda clase de vejámenes bestiales, y amenazándola de muerte si se atrevía a contárselo a alguien. Como es natural, la madre superiora suprimió los detalles demasiado penosos, pero no me costó mucho comprender, por las manchas rojas que se encendieron en sus mejillas, que el recuerdo de esos detalles despertaba en ella una viva emoción. Un día, a la hora de la siesta, ella misma, la madre superiora, los había sorprendido en la capillita, tirados en el suelo al pie del altar, sumando según ella a la satisfacción bestial de los instintos carnales el sacrilegio. El jardinero fue arrestado de inmediato, y seguía todavía en la cárcel, pero en sor Teresita las consecuencias habían sido devastadoras, hasta hacerle perder la razón. La hermanita era frágil por naturaleza, y en los meses previos a lo sucedido, ella, la madre superiora, había podido observar en sor Teresita los signos de una perturbación más fuerte que de costumbre, sin sin embargo llegar a imaginar en ningún momento que esos leves estados de agitación, esa inestabilidad atenuada pero constante, esos pasajes súbitos de la risa a las lágrimas y esa devoción excesiva al Crucificado, exacerbados por el drama sórdido que le tocaría vivir, terminarían precipitándola en la demencia. Si bien en medio de su agitación surgían períodos de calma, y si la mayor parte del tiempo su aspecto exterior no revelaba en nada la presencia de la locura, siguió explicándome la madre superiora, eran tales y tan inesperados sus cambios bruscos de conducta, la alteración en los modales y en el lenguaje, que al principio algunos miembros de la Iglesia habían creído hallarse ante un caso de posesión diabólica, debatiendo la posibilidad de referirla a la Inquisición, pero el cura exorcista de la ciudad, teniendo en cuenta los vejámenes de que la hermanita había sido víctima, consideró que había una causa conocida precisa en su manera de actuar y que las cosas debían ponerse en manos de la justicia y de la medicina. Las autoridades eclesiásticas de Buenos Aires se habían expedido sobre el caso de la misma manera. Entre las personas que la madre superiora citó reconocí dos que, contra la opinión bastante generalizada entre los miembros influyentes del clero, eran favorables a la institución y a los métodos terapéuticos del doctor Weiss. A mi modo de ver, la opción por la interpretación nosológica del caso a expensas de la interpretación demonológica, era menos una prueba de sentido común por parte de las autoridades eclesiásticas, que de una voluntad de discreción, ya que muchas veces habíamos conversado con el doctor Weiss acerca de un hecho innegable, a saber que en Europa, en los últimos dos siglos, muchas mazmorras en los hospitales de alienados habían sido ocupadas con discreción por desdichados que hubiese sido demasiado ruidoso mandar a la hoguera. Pero de ese triste papel de cárcel vergonzante que muchas familias pensaban que era nuestro designio interpretar, nos ponían al abrigo nuestra formación en los hospitales de París, y la reflexión constante que se hacía en la Casa, bajo la dirección esclarecida de mi maestro, sobre la evolución necesaria de nuestra disciplina. Para nosotros, el ejercicio riguroso de la ciencia médica era la única forma posible de caridad.

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