Juan Saer - Las nubes
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Mi paseo había sido demasiado matinal, porque cuando volví a casa de los Parra apenas si eran las ocho y media, y la familia recién se estaba levantando. Nos instalamos, el señor Parra y yo, en una habitación grande, contigua a la cocina, que servía sin duda de comedor para los días ordinarios, y una joven negra nos cebaba mate y nos iba trayendo pasteles tibios desde la cocina. La noche anterior habíamos cenado en un comedor un poco más lujoso, que debía servir para las grandes ocasiones, pero en la habitación más modesta en que estábamos desayunando, la proximidad de la cocina hacía que la atmósfera fuese más caldeada y agradable, a causa de los fogones contiguos que en invierno debían estar casi siempre prendidos. Apenas abordamos el tema de su hijo Prudencio, el señor Parra se prestó con franqueza y docilidad a mi interrogatorio.
El joven Prudencio Parra, que acababa de cumplir los veintitrés años, había caído desde hacía algunos meses en un estado de estupor intenso que a decir verdad era el punto culminante de una serie de ataques que con el tiempo fueron volviéndose cada vez más graves. El joven Prudencio había empezado a comportarse de manera singular a partir de la pubertad, pero sólo en los últimos dos o tres años su conducta podía ser considerada como un estado de alienación. Lo que al principio habían sido simplemente rarezas fueron degenerando poco a poco en locura. A los trece o catorce años se encerraba días enteros en su cuarto y llenaba cuadernos y cuadernos de reflexiones morales como él las llamaba, para, unos meses más tarde, hacer con ellos y otros papeles ennegrecidos por su escritura casi ilegible una enorme fogata en el fondo de la casa y declarar que a partir de ese día iba a dedicarse con todo su ser a las obras de beneficencia, pero esas alteraciones de humor no habían inquietado a la familia, que las atribuía a los excesos súbitos pero efímeros de pasión que son propios de la juventud. La propensión a los saltos de humor parecía por otra parte inherente a su temperamento, ya que desde la primera infancia, sus cambios repentinos, que nadie tomaba en serio, habían sido observados no únicamente por la familia, sino también por los criados -que, esclavos o no, estaban prácticamente incorporados a la familia- a tal punto que la inestabilidad del joven había pasado a formar parte de la tradición de anécdotas humorísticas de la casa. Pero a partir de los dieciocho años más o menos, las cosas se habían vuelto más serias, y la gravedad de su estado se hizo evidente. Sus accesos de melancolía fueron volviéndose cada vez más frecuentes y más agudos. Varios médicos, instalados en la ciudad o de paso por la misma, lo habían examinado y puesto en tratamiento, sin obtener ningún resultado visible. El señor Parra era un hombre demasiado sensato como para creer en los rumores de posesión diabólica o de brujería que corrían por la ciudad, y no precisamente entre las capas menos acomodadas de la población, pero fue lo bastante escrupuloso como para no ocultármelos e incluso comunicarme todos sus pormenores, lo que me permitió comprobar una vez más cómo con los esfuerzos de la ciencia por sacar a los hombres del dolor y de la ignorancia, conviven todavía, no únicamente en las regiones apartadas del planeta, sino también hasta en los reinos supuestamente esclarecidos de Europa, la superstición y el oscurantismo que, en el caso del joven Prudencio, como si no bastara con su penosa enfermedad, añadían la difamación y la calumnia. Según el señor Parra un frenesí de estudios filosóficos se apoderó de Prudencio, de modo que se lo pasaba leyendo noche y día, y cuando hubo agotado las bibliotecas locales, que no eran ni muchas ni muy variadas, encargaba libros de Córdoba, de Buenos Aires o de Europa, con tales deseos de recibirlos que cuando estaba esperando algunos iba todos los días al puerto a preguntar en los barcos que llegaban si no estaban sus libros. Pero al cabo de cierto tiempo, una especie de desaliento se apoderó de él, y lo que antes había sido puro entusiasmo, energía y exclamaciones, se transformó en desgano, en abatimiento, en suspiros. Empezó a quejarse de que la naturaleza no le había otorgado las facultades que requiere el estudio de la ciencia y la filosofía, y que únicamente un orgullo insensato y desmedido lo había hecho incurrir en el error de compararse con los grandes genios benefactores de la humanidad como Platón y Aristóteles, Santo Tomás y Voltaire. Según pude deducir del relato del señor Parra, el tema de su ineptitud para el estudio atormentó a Prudencio durante varios meses, y poco a poco atribuyó a esa supuesta ineptitud una serie de faltas irreparables que imaginaba haber cometido, de modo tal que al cabo de un tiempo empezó a sentirse responsable de las desgracias o meros contratiempos que ocurrían en la ciudad, así como también de aquellos de los que se enteraba por las gacetas que llegaban de Buenos Aires o de la Corte. Cuando ese sentido excesivo del deber no lo agobiaba hasta el punto de llevarlo a un estado de postración que duraba semanas enteras, y durante el cual no había forma de sacarlo de su habitación y algunas veces hasta de la cama, le daban verdaderos ataques de febrilidad, en los que por todos los medios le parecía necesario actuar de inmediato para impedir que ciertas catástrofes, sobre las que era imposible obtener de él más explicaciones, se produjeran. Varias veces, según el señor Parra, había buscado prendas harapientas y sucias, de preferencia aquéllas que habían pertenecido a los esclavos pero que se encontraban en tal estado que los esclavos mismos habían dejado de usarlas, y, descalzo y con la cabeza descubierta, se iba por las calles a leer en las esquinas algún escrito supuestamente filosófico que él mismo había redactado en términos incomprensibles; según el señor Parra, la escritura de Prudencio había cambiado por completo y su caligrafía diminuta y aplicada, y aun así ilegible, de la adolescencia, se había transformado en una letra enorme, inconexa, tan suelta, inflada y temblorosa que no más de veinte o treinta palabras entraban en un folio. En general la gente se apiadaba de él y lo traía de vuelta a la casa, pero una vez unos sujetos mal entretenidos que no tenían domicilio fijo y vagabundeaban por las afueras, lo habían llevado con ellos para divertirse a su costa, y lo abandonaron después en medio del campo, donde había errado toda la noche, porque la partida que salió a buscarlo recién logró dar con él al día siguiente. Me dijo el señor Parra que cuando lo encontraron, Prudencio no parecía de ningún modo contrariado por los vejámenes a que lo habían sometido, sino que más bien era la suerte de los vagabundos lo que lo inquietaba e insistía mucho, emocionándose casi hasta las lágrimas, sobre la miseria que los había obligado a ponerse al margen de la sociedad. Cuando una semana más tarde la policía atrapó a dos miembros de la banda que habían vuelto a la ciudad como si nada pero que unos vecinos reconocieron, y que después de recibir unos buenos latigazos fueron estaqueados en un campito de los arrabales, Prudencio fue a visitarlos y a implorar a las autoridades para que los largaran. Con el tiempo, esos accesos fueron pasando, y una tristeza cada vez más honda se apoderó de él. (El señor Parra me precisó que durante ese período su caligrafía volvió a cambiar, empequeñeciéndose otra vez, pero de un modo tan exagerado que se volvió ilegible. Desde ese momento por otra parte dejó de escribir por completo, me informó el señor Parra.)
No se lavaba, no se vestía, y a veces ni siquiera salía de la cama, y una especie de indiferencia lo fue ganando; a pesar de sus rarezas, de chico había sido muy afectuoso, no únicamente con los miembros de su familia, sino también con los vecinos, los esclavos y hasta los desconocidos, a tal punto que a veces sus demostraciones resultaban exageradas e incluso molestas para ciertas personas que sólo estaban de paso en la casa, pero esa afectuosidad había ido desapareciendo, como si el mundo real en el que había vivido hasta ese momento hubiese sido sustituido por otro en el que todo le resultaba ajeno y gris. Los problemas, las enfermedades e incluso la muerte de personas que antes le habían sido muy queridas no le producían ningún sentimiento o emoción, y si de tanto en tanto sus suspiros, y a veces sus gemidos delataban en él un sufrimiento inequívoco, era imposible saber lo que lo causaba, aunque se adivinaba que los motivos no estaban en ningún acontecimiento exterior sino más bien en unos pocos pensamientos dolorosos que parecían ser siempre los mismos, y que rumiaba de manera constante. Hubo que empezar a obligarlo a salir de la cama, a vestirse, a comer, a dar algún paseo o por lo menos a salir a la galería o al patio, sobre todo cuando hacía buen tiempo, y si al principio protestaba al final, dócil, se dejaba llevar. Su facundia, que en períodos de febrilidad utilizaba para tratar de convencer a sus semejantes de que una catástrofe confusa pero inminente los amenazaba, empezó a perder fuerza y sus discursos vehementes fueron haciéndose cada vez más deshilvanados y carentes de convicción, y si al principio los acompañaban ademanes y gestos que los subrayaban y, sobre todo, que daban por sobreentendido el secreto que su vehemencia pretendía transmitir a sus semejantes sin revelárselo del todo, poco a poco al desmembramiento de sus peroratas, en las que las exclamaciones habían dado paso a frases incompletas y dubitativas, se sumaba la rigidez de sus expresiones y la inmovilidad blanda de sus miembros. Al final sólo abría la boca para responder, únicamente con monosílabos, alguna pregunta que se le dirigía. Si de tanto en tanto hacía un esfuerzo para dar una respuesta un poco más circunstanciada, formaba dos o tres frases entrecortadas y confusas que profería débilmente como si toda energía lo hubiese abandonado. Y, en los últimos meses, su postración había sido total, pero un detalle curioso había venido a sumarse a su conducta ya por demás extraña: había cerrado la mano izquierda, y desde entonces mantenía el puño fuertemente apretado. Cuando se le preguntaba la razón de su gesto volvía la cabeza y apretaba también los labios para dar a entender que no estaba dispuesto a contestar, y dos o tres veces en que para ver qué pasaba, e incluso en ciertas ocasiones únicamente por bromear, algunos miembros de la familia habían intentado obligarlo a abrir el puño, él se había resistido con tanta desesperación que, compadecidos, sus familiares habían terminado por dejarlo en paz. Un día, alguien advirtió que la mano sangraba, cayendo en la cuenta de que en todo ese tiempo las uñas habían seguido creciendo, clavándose en la carne blanda de la palma, de modo que hubo que obligarlo en serio a abrir el puño para cortarle las uñas y curarle las heridas. Según el señor Parra el joven Prudencio empezó a aullar y a revolcarse en el suelo tratando de impedir que le abrieran el puño, y armando tal escándalo que los vecinos llegaron corriendo, creyendo que en la casa se había cometido algún crimen, y a pesar del estado de debilidad extrema en que a causa de su postración y de su inapetencia el joven Prudencio se encontraba, fue tan grande su resistencia que se necesitaron tres o cuatro hombres vigorosos para inmovilizarlo, abrirle el puño y mantener abierta la mano mientras le cortaban las uñas y le curaban las heridas que ya estaban infectadas. Mientras duró toda esa operación, Prudencio aullaba o gimoteaba con tal expresión de terror que la gente se compadecía de él, pero varios de los presentes observaron que Prudencio miraba con aprensión el techo y las paredes de la habitación como si temiese que se le vinieran encima. Al señor Parra toda la escena le había recordado una vez en que siendo él mismo (el señor Parra) niño, había despertado de una espantosa pesadilla llorando a los gritos, y ante los rostros de sus familiares que se inclinaban solícitos hacia él, y que trataban de calmarlo con palabras, caricias y ademanes incomprensibles e inútiles, él había tenido la sensación de que, a pesar de la contigüidad aparente de los cuerpos, estaban en dos mundos diferentes, ellos en el irreal de las apariencias y él en el bien real que la pesadilla acababa de revelarle. Según el señor Parra, por fin su hijo pareció calmarse un poco y aunque los sollozos se fueron haciendo cada vez más espaciados el gimoteo continuó, entrecortado de vez en cuando por algún suspiro. Echado en la cama, sólidamente aferrado por su padre y dos esclavos, mientras el médico le curaba las heridas, pidió por señas que le liberaran la mano derecha, y cuando obtuvo lo que deseaba la acercó, un poco encogida, a la mano llagada que le estaban curando, de tal manera que cuando estuvo tan cerca que ya casi le impedía al médico trabajar, hizo un gesto sobre la palma herida con la mano sana, como cuando se recoge una mosca al vuelo, y cerró el puño de la mano derecha, lo que pareció calmarlo del todo. Mientras le conservaron las vendas en la mano izquierda, según el señor Parra, Prudencio mantuvo cerrado el puño derecho, pero cuando unos días más tarde se las retiraron, volvió a cambiar de mano. Desde entonces aceptaba abrir el puño cada diez o quince días para dejarse cortar las uñas, pero antes de abrirlo, realizaba la extraña operación de recoger al vuelo con la otra mano algo que al parecer por nada del mundo debía dejarse escapar. El señor Parra me aclaró que esa curiosa manipulación era llevada a cabo por su hijo con seriedad absoluta y extremo cuidado, y todas las veces que él pudo observarla comprobó que era realizada con la exactitud minuciosa de un ritual.
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