Juan Saer - Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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Pero es mejor que empiece por el principio. Por lo común, cuando alguna de las familias del por aquel entonces Virreynato deseaba colocar en la Casa de Salud a alguno de sus miembros, el traslado del enfermo corría por su cuenta, y los acuerdos necesarios se llevaban a cabo a través de mensajeros: en un par de meses, todos los detalles quedaban arreglados, y el paciente nos era entregado en, por decirlo así, la puerta de nuestro establecimiento, que una vez franqueada por él lo ponía en nuestras manos y bajo nuestra entera responsabilidad. Tal era la norma invariable que regía su hospitalización. A principios de mil ochocientos cuatro sin embargo, cuatro pedidos simultáneos de internación nos llegaron de regiones diferentes, y después de negociaciones laboriosas, menos de orden financiero que práctico, aceptamos la concentración de los enfermos en esa ciudad a la que yo, habiéndolo decidido así el doctor Weiss, iría a buscarlos, por hallarse dicha ciudad más o menos a mitad de camino entre los lugares de donde provenían esos enfermos y Las tres acacias. Nada parece demasiado caro y ningún esfuerzo excesivo cuando se trata de desembarazarse de un loco, ya que es difícil encontrar algo en este mundo que genere más incomodidad, de manera que con los esfuerzos reunidos de las cuatro familias, una de las cuales era para ser más precisos una comunidad religiosa, pudo organizarse un hospital ambulante del que yo sería una especie de director por lo que durase la travesía del desierto. (Desierto relativo por otra parte, ya que, instaladas a cada diez o quince leguas más o menos, una serie de postas, aunque miserables en su mayoría, aliviaban un poco el trayecto. Por desgracia, las circunstancias nos privaron de ellas.)

Ese convoy singular que constituíamos, y los episodios que se fueron produciendo a lo largo de nuestra ruta, merecen a mi juicio un relato detallado, y si me abstengo por ahora de publicarla, esta memoria presentará, espero, para algún lector futuro, no únicamente un atractivo pintoresco, sino también un genuino interés científico. Es este último aspecto por otra parte el que me impide la publicación inmediata de estas páginas, ya que mi descripción del comportamiento de los alienados y de otros miembros de la caravana, y la transcripción de su lenguaje exento de vana retórica, obedece a una preocupación escrupulosa de exactitud, lo cual podría chocar a ciertas almas sensibles, pero no así al espíritu científico familiarizado con la realidad de la demencia, con los verdaderos motivos de los actos humanos y animales, y con la falsedad más que relativa de ciertas nociones que se pretenden racionales, y que sólo imperan en los salones mundanos. Esas descripciones fieles, cuya ausencia me sería reprochada en un tratado científico, pueden parecer ofensivas en una memoria en la que intervienen también experiencias personales, pero en esta fidelidad a lo verdadero, indiferente a los prejuicios y a la reprobación de la mayoría, no hago más que seguir el ejemplo del doctor Weiss, que hizo en todo momento de esa fidelidad un principio de ciencia y de vida.

Salimos entonces una madrugada de junio: Osuna, que era nuestro guía, dos soldados que nos escoltaban, y yo que, todavía enredado en el sueño de la noche impaciente que acababa de transcurrir, castañeteando los dientes a causa del frío, como en ciertas madrugadas de mi infancia, no lograba afirmar el galope de mi caballo para ponerme a la par de mil compañeros de viaje. Siempre adelantándosenos un poco, envuelto en su poncho a rayas verdes y coloradas Osuna, rígido sobre su silla, mantenía el galope regular de su caballo sin que ninguna actitud visible desde el exterior denotara su dominio sobre el animal. De las vicisitudes variadísimas que constituyeron nuestro viaje, esa imagen sin contenido particular, neutra por decirlo así, treinta años más tarde, es la que con más frecuencia, nítida, me visita: Osuna galopando paralelo al sol naciente que, al subir desde el lado del río, nimbaba de rojo el costado derecho del jinete y del caballo mientras el perfil izquierdo permanecía todavía borroneado en la sombra. Esa imagen es más y menos que un recuerdo ya que, independiente de mi voluntad, vuelve con su nitidez primera en las situaciones más diferentes y en los momentos más inesperados del día, y si algunas noches, cuando yazgo en la oscuridad con la cabeza apoyada en la almohada, la cortina negra del sueño, antes de cerrarse del todo, es lo último que deja entrever, ciertas mañanas, cuando después de tanto tiempo de haber desertado de mí ya la tenía casi olvidada, es lo primero que aparece, con tanta fuerza renovada que podría decirse que es ella la que arrastra consigo al universo entero, haciéndolo bailotear, por lo que dure el día, en el teatro de la vigilia. (La constancia de esa imagen primordial -lo primero que vi en la luz del día al comienzo de mi viaje- se explica por el estado de exaltación en que me encontraba, causado por la confianza que el doctor Weiss había depositado en mí al poner en mis manos la suerte de esos enfermos. Más tarde me enteraría de que el doctor obró en ese sentido con sabia deliberación. Las tribulaciones del viaje no desmintieron la exaltación de la partida, pero al regreso, en no pocas oportunidades, mi entusiasmo fue mitigado por la circunspección.)

A veces, desviándonos un poco hacia el este, nos acercábamos al río, y a veces era el río el que se acercaba a nosotros. La crecida de invierno era visible en la anchura inusitada del lecho y en la corriente que bajaba hacia el sur, arrastrando islas de camalotes, troncos, ramas, animales ahogados. De tanto en tanto alguna embarcación avanzaba a duras penas río arriba, y alguna balsa cargada de mercaderías, alejándose de la orilla donde había sido amarrada para pasar la noche, era dirigida por sus tripulantes hacia el centro del río para dejarla arrastrar por la corriente. Aún con el sol alto, el frío no disminuía, y hasta media mañana podíamos sentir los cascos de los caballos quebrar la escarcha y las briznas de pasto grisáceo vitrificadas por el frío. Hacia el oeste, cada mañana, incluso cuando ya habíamos llegado, al cabo de varios días, cerca de nuestro destino cien leguas al norte, casi hasta mediodía los campos vacíos seguían espolvoreados de una capa blanca de helada. Dos veces dormimos a la intemperie o, mejor dicho, intentamos dormir; apretujados alrededor de un fuego insignificante que el sereno helado daba la impresión de asfixiar, al cabo de algunas horas, cuando nos parecía que los caballos habían descansado lo suficiente, ateridos y soñolientos, nos pusimos en marcha otra vez. En la oscuridad de la noche, el firmamento gélido en el que las estrellas coaguladas por el frío ni siquiera titilaban, nos envolvía por todos lados, tan inmediato y aplastante, que una noche tuve la impresión inequívoca de que estábamos en uno de sus rincones más remotos, insignificantes y efímeros. Apenas despuntaba el alba, el aire de un rosa azulado parecía inmovilizarnos en el interior de una semipenumbra glacial, sensación que contribuía a acrecentar la monotonía adormecedora del paisaje, pero el sol ya alto lo volvía cristalino, y todo era preciso, brillante y un poco irreal hasta el horizonte que, por mucho que galopáramos, parecía siempre el mismo, fijo en el mismo lugar, ese horizonte que tantos consideran como el paradigma de lo exterior, y no es más que una ilusión cambiante de nuestros sentidos.

Una sola perspectiva me martirizaba aunque, desde luego, traté por todos los medios, para no perder autoridad, de que no transparentara hacia el exterior: que alguno de los balseros, que en los pequeños ríos que afluyen desde el oeste al Paraná transportan a los viajeros de orilla a orilla, estuviese ausente, porque en ese caso me vería obligado a cruzar a nado o en una de esas inmanejables pelotas de cuero que se dan vuelta al menor movimiento. Pero si no había balseros en todos los ríos, las balsas estaban en su lugar, y de las postas en las que pernoctamos, dos no estaban lejos del agua. De esas postas, una sola era un verdadero albergue, poco confortable por cierto, pero por lo menos instalado en un rancho limpio, grande y sólido, porque los otros eran no más estables que una ruina y sin duda más sucios y destartalados. En uno de ellos el puestero estaba enfermo de borracho y tuvimos que sacudirlo varias veces para que se enterara de nuestra presencia, que al parecer lo estimuló un poco y le dio suficiente energía como para ponerse de pie. El alcohol, que ya lo había quemado por dentro, estaba también carcomiéndolo por fuera, de modo que pensé que vivía en un estado de terror corriente en esa clase de borrachos, porque se pasaba todo el tiempo mirando hacia la puerta y cualquier ruido lo hacía sobresaltar, e incluso tres o cuatro veces en menos de una hora salió del rancho y se puso a escrutar el horizonte, pero después, con los primeros tragos de aguardiente que volvían al parco Osuna conversador y a veces hasta charlatán, el guía me explicó que el puestero, que estaba totalmente solo en medio del campo, tenía miedo de que los indios lo atacaran.

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