Un testimonio inesperado me lo confirmaría unos días más tarde. Enterado de mi presencia en la ciudad, el doctor López, un médico local amigo de la familia Parra, me invitó a visitarlo, por cortesía por cierto, pero también para debatir conmigo algunos temas importantes para el ejercicio correcto de nuestra profesión, y con el fin de efectuar una consulta sobre un par de casos difíciles que él venía tratando desde tiempo atrás en el hospital. Ese hospital, que había sido de los jesuítas, y que desde su regreso a América, si mis informaciones son exactas, les fue restituido, estaba en aquellos años a cargo de los franciscanos, que lo habían por decir así anexado al convento vecino. Si algo puede dar una idea de la pobreza general que reinaba en esa ciudad, y de la que sólo unas pocas familias estaban al abrigo, es el hecho de que el Cabildo, el hospital y la cárcel funcionaban en el mismo edificio, un largo chorizo, como suele llamar la ironía idiomática local a toda construcción de una planta que, paralela o vertical a la vereda, se prolonga en una interminable fila de habitaciones, o en dos, separadas por un patio y unidas al frente por el cuerpo principal del edificio. En este edificio, en forma entonces de U recta, la fachada, en la que estaban instalados el gobierno, la administración y un pequeño destacamento de policía, ocupaba una cuadra entera sobre la plaza principal, y de las dos alas que se extendían en los fondos hacia el río, una alojaba el hospital y la otra, que era como su reflejo más sombrío del otro lado de patio, la cárcel y la aduana.
Una vez que terminamos de examinar, entre una quincena de enfermos con los cuales no había problemas porque a simple vista se advertía que no habría de todos modos solución, los dos o tres casos espinosos que habían requerido una consulta, mi colega, un hombre ya mayor que me impresionó por su evidente experiencia y por su perspicacia, mirando a su alrededor como si temiese cometer una indiscreción, me dijo que había otro caso que quería someterme, pero que lo examinaríamos en una habitación contigua a la sala común, donde tenía el consultorio. Dicho esto, le hizo una seña a un enfermero de quien caí en la cuenta que, mientras efectuábamos la visita a la sala común, había estado rondándonos con insistencia. El enfermero salió de inmediato del consultorio y, a través de una ventana, lo vi cruzar rápido el patio en dirección a la cárcel. Apenas estuvimos instalados en su consultorio, mi colega me explicó las razones de tanto misterio: como ya todo el inundo sabía que yo había venido a la ciudad a buscar a sor Teresita para internarla en Las tres acacias, el enfermero, que era primo del supuesto violador de la monja, había suplicado al doctor que escuchara la versión, muy diferente de la que habían difundido las autoridades eclesiásticas, que daba de los hechos el jardinero del convento. Únicamente esas versiones contradictorias habían aplazado el fusilamiento del jardinero, pero los que lo defendían no habían logrado alejar de un modo definitivo esa amenaza. El doctor López estaba convencido de que el jardinero decía la verdad, y tenía total confianza en el primo, que era su colaborador principal desde hacía años. Una pequeña fracción del clero, sobre todo entre los franciscanos, lo sostenía, pero la Iglesia se negaba a admitir que la conducta de la monjita, puesto que la hipótesis de una intervención del demonio había sido rechazada, se debiese a causas por decir así naturales aunque inexplicables y prefería, tal vez con el fin de que el pecado de alguien exterior a la Iglesia explicara los hechos, sostener la culpabilidad del jardinero. El médico me dijo que el jardinero reconocía haber tenido relaciones carnales con la monjita, pero negaba del modo más enérgico, por no decir con horror, haberla violentado y, sobre todo, insistía en que, si se había encontrado en circunstancias que podían considerarse sacrílegas, había sido en forma inesperada y contra su voluntad.
A los pocos minutos pude escuchar, con mayores detalles, esa versión de los hechos de la boca misma del jardinero. A pesar de los meses de cárcel que llevaba padeciendo, su aspecto era el de un hombre vigoroso y sus maneras las de un individuo honrado, y debía ser más joven de lo que su aire agobiado por la situación lo hacía aparentar. Su relato me resultó bastante verosímil, sobre todo en su descripción del modo de actuar de la monjita, ya que coincidía mucho con varios casos similares que habíamos tratado con el doctor Weiss, y el jardinero no podía haber inventado por sí mismo ciertos detalles característicos de ese tipo de alienación. En la transcripción que haré de sus palabras me veré en la obligación, como creo haberlo ya advertido más arriba, de emplear algunos términos y giros que pueden sonar demasiado crudos a ciertos oídos que, con no poca indulgencia hacia sí mismos, se consideran respetables, pero es necesario tener en cuenta que, en las enfermedades del alma, el vocabulario y la conducta de los sujetos que las padecen difieren por completo de los de las personas sanas. (El uso del latín, apropiado para un tratado científico, me parece inapto en el caso de esta memoria personal, que se dirige a lectores hipotéticos de los que no puedo prejuzgar si serán o no hombres de ciencia, detalle por otra parte secundario en lo relativo al presente manuscrito. Pero como reflexión más general: ¿cuál puede ser el objeto de poner en latín ciertas partes del cuerpo y ciertos actos que, al margen no sólo del latín sino de todo lenguaje, humanos y animales utilizan y realizan todos los días?)
El jardinero, desde el principio mismo de su relato, dio varias pruebas de sinceridad, al reconocer por ejemplo sus relaciones carnales con sor Teresita y también al referirse siempre a la monja sin la menor animosidad, como si a pesar de todo lo que había pasado y de la delicada situación en la que se encontraba, conservara hacia ella los más vivos sentimientos de simpatía. Para el jardinero, era la madre superiora la que se negaba a ver los hechos de frente, tal como habían ocurrido. Y otro detalle importante que parecía confirmar la sinceridad del jardinero, era la justificación que daba de su conducta: según él, le llevó mucho tiempo darse cuenta de que la monjita actuaba de manera extraña, y que las cosas que decía o que hacía, si él las había atribuido en un principio a una lubricidad exagerada, había en realidad que atribuírselas a la locura. El jardinero afirmaba que, durante todo el tiempo, era él quien se había sentido bajo la influencia de la monjita y que a veces incluso había tenido la sensación de que ella lo sometía a una especie de violencia. Esa incapacidad de reconocer la locura, no es de ningún modo algo poco corriente, y hasta me atrevería a afirmar que constituye más bien la norma, y que no se trata de un fenómeno que concierne a individuos aislados, sino a naciones enteras que, como la historia lo ha mostrado ya repetidas veces, bajo un influjo semejante al que invocaba el jardinero, se dejaron conducir al abismo por la extraña capacidad de persuasión que posee la lógica en apariencia sin defectos del delirio, aunque toda ella sea en sí defección.
El jardinero dijo que llevaba ya unos meses trabajando en el convento sin siquiera haber reparado en la monjita que, excepción hecha de la juventud, no poseía ningún atractivo especial, y que las cosas hubiesen continuado sin duda de esa manera si las miradas insistentes de ella, que se volvían de lo más sugestivas cuando estaban solos, según nos lo dijo el jardinero en un lenguaje un poco más tosco que el que empleo treinta años más tarde para escribirlo, no hubiesen atraído su atención, intrigándolo bastante primero, sin pensar para nada en lo que ocurriría un poco más tarde, pero atrayéndolo después en esa dirección. Cuando le hizo algunas confidencias al primo que trabajaba en el hospital, hecho que el primo, que se hallaba presente, confirmó de inmediato, el primo le dijo lo poco que sabía de sor Teresita, a saber que si las Esclavas del Santísimo Sacramento tenían entre sus principales misiones la de ocuparse de las mujeres de mala vida, algunas personas murmuraban en la ciudad, en la que, como en todas las ciudades chicas si no todo se sabe todo cree saberse, que la hermanita, por una familiaridad excesiva con las mujeres de mala vida, y por ciertas extravagancias en el lenguaje y en el modo de actuar, tenía una tendencia a extralimitarse en el ejercicio de su misión. Pero todo el mundo reconocía en ella una práctica auténtica de la caridad, y era muy popular entre los pobres, sobre todo aquellos que se habían entregado a la mala vida, no únicamente rameras que ejercían su comercio en los ranchos de las afueras o acompañaban a los soldados en sus expediciones, sino también desertores, cuatreros, ladrones, vagabundos, asesinos. Algunos afirmaban haberla visto fumando un cigarro, sentada a la puerta de un rancho, conversando y riendo con dos o tres rameras. Otros decían que no se negaba a tomar una caña si a alguien se le ocurría invitarla, e incluso había dos o tres que pretendían haberla visto una vez, con las mangas del hábito arremangadas, jugando a la taba con algunos gauchos y soldados, en el patio de una pulpería. Pero no eran más que rumores. De todos los que los hacían circular, ni uno solo había que, si lo apuraban, hubiese podido afirmar que había sido testigo de lo que contaba. El jardinero dijo que, al principio, la monjita le era sólo simpática; pero que un día, entrando de improviso en la capilla, la había visto trepada en el altar, pasando la mano por el paño del Cristo crucificado, a la altura de la entrepierna. Al ver la escena, en la penumbra de la capilla, a la que había entrado estando todavía un poco deslumbrado por la claridad exterior, pensó que la monjita había estado limpiando la estatua, pero después vio que irguiéndose en puntas de pie sobre la silla en la que se había encaramado para llegar mejor a la altura que quería alcanzar, la monjita se puso a lamer el paño en el mismo lugar por el que acababa de pasar la mano. Sin querer, el jardinero hizo un ruidito que la incitó a darse vuelta, escrutando un poco la penumbra hasta que lo descubrió en el fondo de la capilla. Dijo el jardinero que él esperaba que la monjita, al verse sorprendida, iba a pasar un mal rato o a enojarse con el intruso que la estaba espiando, pero que, para su sorpresa, le sonrió sin mostrar el menor signo de turbación, y encaramada y todo en la silla como estaba, le hizo señas para que se acercara lo cual, cuando el jardinero me lo contó, me recordó el índice encogido y la sonrisa llena de sobrentendidos con los que, unos días antes, la hermanita me había incitado a dar unos pasos en su dirección.
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