Juan Saer - Las nubes
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Con la sinceridad precipitada y llena de detalles probatorios de quien, abogando por sí mismo, juega su última carta, el jardinero nos relató, con el apoyo de repetidos cabeceos de aprobación por parte de su primo y del doctor López, sus relaciones con sor Teresita, que habían comenzado a los cinco minutos del primer encuentro, en el suelo mismo de la capillita, al pie del altar. Según el jardinero, él se había resistido en un primer momento, a causa justamente del lugar en el que se encontraban, pero la monjita lo había convencido diciéndole que en ninguna parte del Evangelio o de las doctrinas de la Iglesia, el acto que iban a realizar y sobre todo el hecho de realizarlo donde se disponían a hacerlo, estaban condenados por algún texto, lo cual podía quizás ser cierto, aunque es necesario agregar que, a causa de su enormidad misma, hasta a los más puntillosos Padres de la Iglesia, a los que pocas circunstancias posibles del pecado se les escapaban, debe haberles parecido superfluo condenarlos de un modo explícito. Más aun: según la monjita, Cristo le había ordenado varias veces consumar la unión carnal con la criatura humana, y la unión divina con el Espíritu Santo, para alcanzar de esa manera la perfecta unión con Dios, ya que después de la resurrección y la subida al reino de los cielos, el principio divino y el elemento humano de Cristo, que se habían reunido en la Reencarnación, estaban de nuevo separados, y mientras que el primero se había instalado a la diestra de Dios, el segundo se hallaba disperso entre los hombres.
Es obvio que el jardinero hubiese sido incapaz de expresar lo que antecede en tales términos, de modo que debo aclarar que, para redactar estos detalles, me baso en los escritos de la propia sor Teresita, un rollo de papeles atados con una cinta celeste que la monja le confió en secreto al jardinero cuando estalló el escándalo y que el jardinero, que no sabía leer, le entregó a su primo el enfermero, el cual lo depositó finalmente en el consultorio del doctor López. El manuscrito de la monjita, titulado Manual de amores, consigna con muchos detalles un período de delirio místico, anterior en algunos meses a los episodios que nos narraba el jardinero, y es una mezcla de prosa y poesía en la que sor Teresita describe la pasión mutua que vivieron ella y Jesucristo desde que él se le apareció por primera vez en el Alto Perú. Vale la pena hacer notar que los enfermos mentales, cuando poseen cierta educación, tienen casi siempre la tendencia irresistible a expresarse por escrito, intentando disciplinar sus divagaciones en el molde de un tratado filosófico o de una composición literaria. Sería erróneo tomarlos a la ligera, porque esos escritos pueden ser una fuente inapreciable de datos significativos para el hombre de ciencia, que en la palabra escrita tiene a su disposición, al abrigo de la fugacidad del delirio oral y de las acciones fugitivas, una serie de pensamientos disecados, semejantes a los insectos inmovilizados por un alfiler o a la flora seca de un herbario en los que concentra su atención el naturalista. Nada le pareció más normal a mi colega por lo tanto que confiarme en forma definitiva los escritos de sor Teresita. (La consideración de la mística, aun partiendo de la hipótesis de la inexistencia del objeto que la provoca, justifica de todos modos su estudio, porque si bien el objeto es imaginario, el estado que suscita la creencia en su realidad es indiscutiblemente auténtico. En el miedo a los fantasmas por ejemplo, los fantasmas son desde luego inexistentes, pero el miedo es bien real, y merece un estudio detenido, al igual que los fenómenos ópticos o la posición de los astros.)
Resumida, la doctrina del Manual de amores es una especie de dualismo, que se basa en la separación de lo divino y de lo humano después de la resurrección de Cristo, y en la creencia de que el amor, en la constitución de cuya esencia participan los dos elementos, es la única fuerza capaz de ponerlos en contacto y realizar de nuevo la unidad. Sor Teresita pretendía que su doctrina le había sido revelada por el propio Cristo en el Alto Perú, y como sus tentativas de unión carnal con el Crucificado estaban imposibilitadas por la separación metafísica de los dos mundos, practicando el amor físico con la mayor cantidad posible de seres humanos, y puesto que el amor participa de la doble esencia, se podía realizar la unidad. Cada ser humano que practicaba el amor, espiritual y físico, era durante el acto una reencarnación de Cristo. A decir verdad, toda la primera parte del Manual difiere poco y nada de la mayor parte de los escritos místicos cristianos, e incluso diría que sor Teresita los imita demasiado, lo que explica cierto arcaísmo en su estilo, pero a medida que se avanza en la lectura, se tiene la penosa impresión de que la autora del tratado se detiene demasiado explicando las similitudes del amor espiritual y del amor carnal con el solo fin de regodearse en la descripción del amor físico en todas sus variantes, y hacia el final, en las últimas páginas (el texto está inacabado), las ideas son cada vez más incoherentes, las descripciones más procaces, y las oraciones se transforman en meras listas repetitivas de vocablos obscenos. No son por cierto las especulaciones teológicas de sor Teresita, puesto que la superstición oficial difunde todos los días sofismas mucho más descabellados, las que la pusieron en manos del doctor Weiss, sino el vocabulario rebuscadamente salaz de la última parte, y la frenética traducción en actos de su teología. Unos meses después de haber ingresado en la Casa de Salud, empezó a producirse en sor Teresita una curiosa evolución, que la llevó a tener una conducta en todo opuesta a la que había requerido su internación: su pasión por Cristo se fue transformando poco a poco en un odio desmedido, y no podía ver un crucifijo o una efigie representándolo, sin entrar en un acceso de furor que la inducía a cubrirlos de injurias y a pisotearlos hasta hacerlos pedazos. Al mismo tiempo, su inclinación frenética por la obscenidad, la fornicación, etcétera, se fue transformando en un rechazo violento, y su energía jovial, que tanto me había llamado la atención la primera vez que la vi, se transformó en una especie de pasividad bovina, aumentada por el hecho de que una voracidad enfermiza se apoderó de ella. Al cabo de tres años, la Iglesia, que mandaba regularmente visitantes a la Casa para seguir la evolución de su enfermedad, decidió que estaba curada, y la criatura que retiraron para mandar de vuelta a España era una especie de bola de carne cubierta por el hábito negro, una mujer de edad incierta, silenciosa, que se movía con la lentitud y la torpeza de una vaca, de ojos remotos y apagados, y en la que el único signo exterior de vida eran las mejillas rojas, lisas y brillantes, en un rostro redondo tan inflado que parecía a punto de reventar.
Pero el orden de mi relato se pervierte. El caso del jardinero prueba con claridad un hecho muchas veces observado: nada puede llegar a ser más contagioso que el delirio. Del relato de ese hombre simple, más perplejo que aterrado por la situación en la que se encontraba, podía inferirse sin demasiado esfuerzo que, si se había dejado arrastrar con pasividad incomprensible por esa pendiente de lujuria y sacrilegio, era menos a causa de su temperamento voluptuoso que de su credulidad. Agustín -era el nombre del jardinero-, encandilado por los argumentos teológicos, el entusiasmo místico y, como he podido comprobarlo tantas veces, la simpatía comunicativa de sor Teresita, había creído sinceramente en la necesidad religiosa de sus actos y, durante meses, se había prestado a todos los caprichos voluptuosos de la monjita. Si se tiene en cuenta que el primer acto lo habían realizado al pie del altar, y según el jardinero la hermanita acostumbraba hablar con Cristo por encima de su hombro mientras lo realizaban, es fácil suponer que, a partir de ese primer sacrilegio, lo que vino después no podía ser sino mucho más frenético y descabellado. Por curioso que parezca, todavía en el momento en que Agustín nos detallaba esas increíbles aberraciones que estaban llevándolo ante el pelotón de fusilamiento, daba la impresión de seguir creyendo en el valor religioso de todos sus actos, y no parecía dudar ni de la sinceridad ni de la necesidad que habían llevado a sor Teresita a empujarlo a su realización. También ella parecía conservar, hasta que dejó la Casa de Salud y se fue a España, un afecto particular por el jardinero, y cuando se refería a él lo hacía siempre con deferencia amistosa. Durante el viaje a la Casa de Salud, la hermanita me dijo un día, bajando la voz y adoptando un tono confidencial, que a Agustín lo habían metido preso y lo querían fusilar porque la tenía así de grande, y acompañó su declaración realizando un ademán obsceno, consistente en poner las palmas de las manos a unos treinta centímetros una frente a la otra y a sacudirlas verticalmente y las dos al mismo tiempo de un modo significativo. Era evidente que, después de ese trato íntimo que se prolongó durante meses, cada uno se había convencido de la inocencia del otro, y trataban de convencer de eso a los demás. El jardinero, con su argumentación circunstanciada, abogaba a la vez por su propia persona y por sor Teresita, y si la monja parecía tener una certidumbre inquebrantable en cuanto a la fuente de la que emanaba la legitimidad de su misión, lo cual la eximía de disculparse o al menos explicarse sobre su conducta, haciéndola adoptar una actitud de total indiferencia, más aún de jovial lubricidad ante sus acusadores, en cada uno de sus gestos y palabras mostraba su evidente confianza en Agustín, del que hablaba siempre no como de un amante, sino más bien de un amigo, lo que tal vez exponía todavía más al jardinero a la animosidad de sus acusadores, pero que para cualquier observador imparcial arrojaba una luz nueva sobre sus relaciones. Después de tanto ejercer mi profesión en varios hospitales de Europa, mi contacto con religiosas y otros miembros del clero ha sido más que frecuente, y si he encontrado a menudo entre ellos personas abnegadas, inteligentes, serviciales y de buena fe, debo consignar aquí que si tuviese que encontrar un rasgo común en todas ellas, ese rasgo es la evidente carencia de todo elemento religioso en su manera de pensar y de actuar, lo cual dicho sea de paso facilitó mucho nuestras relaciones. Esas personas compasivas, eficaces y sensatas, gracias a la constitución resistente que les había otorgado la naturaleza, estaban al abrigo de todo lo que los sentimientos y las ideas religiosas tienen de disolvente y de devastador y, en vez de lamentarlo, tendríamos que estar agradecidos de que el temperamento religioso sea un fenómeno rarísimo. Así como el mundo está lleno de buenos y de malos poetas, de pensadores obvios y pertinentes, de científicos inoperantes, de falsos profetas y de pretendidos hombres providenciales, así también ha sabido ser avaro en religiosos auténticos, y debo declarar que, a mi juicio, la única persona verdaderamente religiosa que conocí en mi vida fue sor Teresita, y lo fue sólo durante un tiempo limitado, porque cuando dejó la Casa de Salud, apagada y gordinflona, con el botoncito rojo de la nariz perdido entre los cachetes carmín ya no lo era. El amor que sentía por Cristo era intenso y sincero, y especular sobre si lo manifestaba en forma adecuada es ocioso, porque a mi modo de ver si ese objeto tan alto de adoración existe de verdad, aunque yo pondría más bien al azar en el trono que se le tiene asignado, sería difícil determinar cuál es la correcta entre las tantas formas diferentes de adorarlo que sus fieles han imaginado.
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