Juan Saer - Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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Se me hizo evidente que debía imponer en forma inmediata mi autoridad al grupo de jinetes cuyos ojos oscuros me escrutaban, indecisos, desde la sombra de los capotes militares que los protegían de la lluvia, de modo que con voz amable pero firme pregunté quién mandaba el grupo, a lo que un hombre, desensillando en silencio y sacándose el sombrero, lo que no descubrió su cabeza envuelta en una especie de pañuelo rojo anudado en la nuca, hizo ademán de entregarme una bolsa de cuero, pero ignorando su gesto le pedí que me siguiera al interior. En una mesa de mimbre que había en la galería, sin invitarlo a sentarse, desplegué el contenido de la bolsa, que consistía en algunas cartas dirigidas a mí y al doctor Weiss, y algunos documentos médicos y financieros. En la carta dirigida a mí se me informaba que el portador de la misma, es decir el hombre del pañuelo colorado, era un servidor de confianza de la familia Troncoso, la cual deseaba que yo le permitiese acompañarnos hasta la Casa de Salud como escolta personal del enfermo. Aunque la idea me parecía excelente (los hechos demostraron más tarde mi error), simulé reflexionar un rato antes de aceptar, e incluso me permití explicarle con gravedad exagerada el estado de salud de su patrón, advirtiéndole que, si quería formar parte de nuestra caravana, debía considerar que se trataba de un hospital ambulante, y no de una compañía de soldados o de reseros, y que en los hospitales en general son los médicos los que mandan. El hombre me escuchaba sin parpadear. Se había afeitado con minucia un rato antes, y tenía la piel oscura propia de los que viven y trabajan a la intemperie. Parecía tironeado entre su fidelidad a Troncoso y el tono convincente que le daba a mi discurso mi autoridad profesional, y si le quedaba alguna duda sobre el estado de salud del hombre que debía proteger, los episodios ulteriores de nuestro viaje terminaron con ella. El hombre era leal y bienintencionado hacia su patrón, pero un poco corto de genio a pesar de su aspecto feroz de filibustero. Se llamaba Rosario Suárez, pero como Troncoso le decía el Ñato, todo el mundo terminó llamándolo por su sobrenombre. A Troncoso le era fiel como un perro, a pesar de que a menudo lo trataba con una indignidad que no venía de su locura, sino de su posición de amo.

Cuatro días más tarde, llegaron los carromatos que venían del Paraguay. Aunque esperada desde hacía semanas, su aparición produjo un gran revuelo en la ciudad. Se les habían sumado algunos comerciantes y hasta un grupo de actores, de modo que durante varios días hubo una especie de feria en las afueras de la ciudad, donde se había instalado la caravana, ya que el barro le impidió llegar hasta el centro. Las familias pudientes se desplazaban a las afueras para ir de compras: dos o tres carros que bajaban de Asunción, y uno hasta de la costa brasileña traían mercancías que, a pesar de su uso corriente, eran rarísimas en las ciudades del virreynato a causa del monopolio de comercio que ejercía Madrid con sus colonias, de manera que en esos años había que recurrir al contrabando si se quería disponer de ellas. Hasta los comerciantes de la ciudad venían de compras para surtir sus propios negocios. Las damas y los caballeros del centro probaban el sabor de los arrabales, acompañados por los esclavos que cargaban los paquetes o sostenían, elevados sobre las cabezas de sus amos para protegerlos de la lluvia, unos amplios paraguas tan negros como las manos que se aferraban con estoicismo al mango curvo para mantenerlos en alto. Los actores trataban de animar el ambiente, pero el tiempo era tan malo que les resultaba imposible actuar al aire libre, de modo que terminaron invitándolos a dar un espectáculo en la Casa de Gobierno, donde interpretaron un sainete deshilvanado y burdo que, por alguna razón misteriosa, provocó el entusiasmo entre los notables de la ciudad y alimentó las conversaciones durante varios días.

Mientras duró ese ajetreo, una de las atracciones principales fue el propio Troncoso, que con su gusto irresistible por la representación encontró en esa feria improvisada el espacio ideal para mostrarse todos los días, elegante y dicharachero, hablando con unos y otros, en forma tan ostentosa que no podía pasar desapercibido. Se había calmado un poco después de nuestro primer encuentro, quizás al comprobar con el paso de los días que yo no tenía la intención de ser ni su enemigo ni su sicario, de modo que, si bien su conducta era bastante llamativa, no parecía alejarse demasiado de lo normal, y la gente lo consideraba como un hombre divertido y un poco extravagante, cuyo fuerte acento denunciaba su procedencia cordobesa. Se sabía que padecía una vaga enfermedad, aunque su intensa actividad debió convencer a más de uno de que se trataba de un rumor sin fundamento. Vivía de manera dispendiosa, lo cual aumentaba como es obvio el número de sus admiradores, en la única fonda de la ciudad. Yo iba a verlo todos los días y discurríamos amablemente rozando apenas, no sin mutua ironía, los bordes de la extravagancia, pero cuando me veía llegar a la feria, donde tenía casi más suceso que los contrabandistas y que los actores, se eclipsaba con mucha discreción, tal vez por temer que haciendo valer mi autoridad médica, lo humillara en público. Por revelar cierta afinidad con lo real esa aprensión me tranquilizaba, aunque no demasiado, porque la experiencia demuestra que casi siempre, debajo de esa mansedumbre engañosa, suele impacientarse el furor.

Esto me lleva a mis dos nuevos enfermos, que habían debido sortear, con la escolta que los acompañaba y los demás integrantes de la caravana, una serie increíble de obstáculos para poder llegar a la ciudad. El enfermo que estaba previsto, y sobre el cual había habido un intercambio de cartas entre Asunción y Las tres acacias, era un hombre de unos treinta años, llamado Juan Verde, pariente del propietario de la compañía de transportes que había alquilado, por un precio muy razonable, los carromatos a las familias de los enfermos. El hombre pasaba todo el tiempo de un silencio dubitativo a una conversación demasiado vehemente y animada, que tenía la extraña particularidad de estar constituida por una sola frase, que repetía todo el tiempo cambiando de entonación y acompañándola con las expresiones faciales y los ademanes más diversos, como si estuviera manteniendo con su interlocutor una verdadera conversación en la que, a medida que van cambiando las frases que se profieren, van cambiando los sentimientos y las pasiones que las motivan. Para ser exactos, habría que decir que lo que Verde decía todo el tiempo no era ni siquiera una frase, ya que no tenía verbo, y consistía en la expresión Mañana, tarde y noche, que dirigía a su interlocutor, y a veces incluso a sí mismo en el curso de la conversación, repitiéndola al infinito y cambiando únicamente la entonación, la cual a cada cambio sugería cosas tan distintas como el saludo, la cortesía, el asombro, la alegría, el enojo, la controversia, la concentración, el interés, etcétera. Esa curiosa manera de conversar, que como es lógico terminaba por exasperar a sus interlocutores, alternaba, como lo he dicho más arriba, con muchas horas diarias de silencio dubitativo. En cuanto al enfermo imprevisto, debo decir que todos los papeles estaban en regla cuando, al llegar a la ciudad, me lo confiaron, y que era el medio hermano de Verde, hijo del mismo padre pero no de la misma madre, y como era mucho menor que su hermano (tendría quince o dieciséis años a lo sumo), todos los miembros de la caravana, para distinguirlo del mayor, y con cierta familiaridad afectuosa, empezaron a llamarlo Verdecito.

Desde la antigüedad se considera que las causas de la locura pueden ser muchas, y que esas causas varían según el tipo de enfermedad de que se trate, de modo que cuando aparecen casos repetidos en una misma familia, no sólo de padres a hijos sino incluso a través de varias generaciones, o como parecía ocurrir con la familia Verde, en una misma generación, la sospecha de que puedan existir factores hereditarios en ciertos casos de demencia parece más que fundada. Sin ser exactamente iguales, los síntomas de los hermanos Verde mostraban muchas similitudes, sobre todo en una especie de perversión del uso de la palabra, que no se manifestaba de manera idéntica, pero que no dejaba de llamar la atención. (El doctor Weiss observó el fenómeno de inmediato, y trató de inventariar los síntomas comunes de los dos hermanos, así como también sus rasgos divergentes, con el fin de establecer para ambos un principio de clasificación. No me detengo demasiado en esos detalles porque, como recordará el lector, el objeto de esta memoria no es entrar en pormenores científicos.)

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