Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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1«En vista de las frecuentes quejas de vecinos de la campaña sobre las depredaciones y robos que los indios cometían en las propiedades rurales con las continuas invasiones que efectuaban, el Dictador Perpetuo en un extenso decreto dictado en marzo de 1816 censuraba agriamente la inepcia de los comandantes de las tropas encargadas de la vigilancia de la frontera, disponiendo sin pérdida de tiempo fueran reforzadas con fuerzas de caballería los destacamentos de Arekutakuá, Manduvirá,Ypytá y Kuarepotí, debiendo las partidas armadas de todos los destacamentos de frontera organizar continuas recorridas en los campos inmediatos, para castigar a los salvajes en cualquier intentona de invasión. El mismo decreto hacía responsables a los comandantes por cualquier timidez que demostraran en el cumplimiento de estas medidas, y mandaba fueran lanceados todos los indios invasores que pudiesen ser tomados prisioneros con robo, mandando se colocasen las cabezas de éstos en el mismo sitio por donde hubieran invadido, sobre picas, distantes cincuenta varas una de otra.

»Los indios más temibles que invadían continuamente la región del Norte, eran los Payaguaces.Vagabundos, habitaban en hordas y aduares nómadas. Muy traicioneros en sus incursiones, vivían dedicándose al robo de ganado, a la pesca y a la caza. Había, sin embargo, un número reducido de indios que tenían sus toldos un poco más al norte de Concepción, quienes ayudaban con sus canoas a las fuerzas del destacamento próximo a dicho punto, a perseguir a los indios matreros. Un malón como de cinco mil de éstos fue reprimido a fines de 1816. Todos fueron lanceados y colocadas sus cabezas sobre picas a cincuenta varas unas de otras formaron un cordón escarmen-tador a lo largo de muchas leguas de frontera de la región invadida donde desde entonces reinó una era de paz que los historiadores denominan la Era de las Cabezas Quietas.» (Wisner de Morgenstern, op. cit )

1«La Fortaleza de San José es sin discusión la más portentosa de las construcciones de ingenien'a militan única por sus inauditas dimensiones, en toda la América del Sur de la primera mitad del siglo xIx. El proyecto de su erección se concibió al cese de las hostilidades del Brasil y Buenos Aires, en la Banda Oriental, que hizo propicia la invasión del Paraguay hasta ofrecer en ciertos momentos indicios de inminencia Tras detenidos estudios y una cuidadosa concentración de medios se inició la obra en los últimos días de 1833, frente a Itapua, pasando el río, en la Guardia o Campamento de San José. Doscientos cincuenta hombres, pernoctando en tiendas y barracas de cuero en torno al caserío de la Guardia, comenzaron a trabajar simultáneamente. Intermediaron en la dirección (de las obras) el subdelegado José León Ramírez, su reemplazante Casimiro Rojas y el comandante de la guarnición José Mariano Morínigo. Creciendo día a día la ambición del proyecto, todos los hombres que en el transcurso de la ejecución se pudieron contratan resultaban pocos. [Los doscientos cincuenta hombres del comienzo aumentaron a veinticinco mil.] El ritmo de las faenas se intensificó en 1837 y todo finalizó en lo fundamental en los últimos meses de 1838. La Fortaleza, que entre los paraguayos continuó llamándose con el modesto nombre de su origen, Campamento San José, y entre los correntinos y demás provincianos Trinchera de San José o Trinchera de los Paraguayos, tenía un murallón exterior totalmente de piedra, de casi cuatro varas de altura y dos de espesor, con perfil almenado y cuajado de torreones con bocas de fuego batiendo todos los ángulos del horizonte. Salvo la tranquera que se abría en el camino de los convoyes de San Borja, este murallón, con un profundo foso paralelo, se extendía ininterrumpidamente hasta perderse de vista, arrancando del bañado de la Laguna de San José, al borde del Paraná, para después de describir un dilatado semicírculo de muchos kilómetros, volver a cerrarse como un monstruo semienroscado sobre el mismo río.

«Tamaña mole de cal y piedra, símil en cierta manera de la Gran Muralla China, encerraba los cuarteles de la tropa, el alojamiento de oficiales y sargentos, el parque de armas y demás dependencias auxiliares, dispuestos en forma de pequeño pueblo con una calle de quince lances de casas de cada lado, midiendo cada cuarto cinco varas y media, y las aceras más de una cuerda, y por último, hacia las afueras, oprimía dos grandes rinconadas o potreros interiores separados de una espesa selva partida por una picada que iba a desvanecerse en el río.

»En lontananza, ante la mirada de las patrullas correntinas que deambulaban por los montes y las soledades del desierto misionero, la Fortaleza aparecíase de improviso con aspecto impresionante y sobrecogedor Más allá de las murallas, en la punta de un altísimo mástil de urundey enhiesta como una aguja, casi pinchando el cielo, llameaba el símbolo tricolor de la legendaria, respetada y temible República del Perpetuo Dictador» (J. A.Vázquez, Visto y Oído.)

1 "D esengañado de las defecciones e ingratitudes de que he sido víctima, le suplico siquiera un monte donde vivir Así tendré el lauro de haber sabido elegir por mi seguro asilo la mejor y más buena parte de este Continente, la Primera República del Sur el Paraguay. Idéntica ambición a la suya, Excmo. Señor; la de forjar la independencia de mi país fue la causa que me llevó a rebelarme, a sostener cruentas luchas contra el poder español; luego contra portugueses y porteños que pretendían esclavizarnos de manera aún más inicua. Batallar sin tregua que ha insumido tantos años de penurias y sacrificios. Con todo, habría continuado defendiendo mis patrióticos propósitos si el germen de la anarquía no hubiera penetrado en la gente que obedecía mis órdenes. Me traicionaron porque no quise vender el rico patrimonio de mis paysanos al precio de la necesidad.» (Cartas del general Artigas a El Supremo, pidiendo asilo. Sbre. 1820.)

1«Lean muy atentamente las anteriores entregas de esta circular-perpetua de modo de hallar un sentido continuo a cada vuelta. No se pongan en los bordes de la rueda, que son los que reciben los barquinazos, sino en el eje de mi pensamiento que está siempre fijo girando sobre sí mismo.» (N. de El Supremo.)

1– Los doctores Juan Rengger y Marcelino Longchamp, oriundos de Suiza, llegaron en 1818 a Buenos Aires, donde trabaron amistad con el célebre naturalista Amadeo Bon pl and. Sin presentir lo que le esperaba a él mismo en el Paraguay, en vista de la incier-ta situación política que reinaba en el Plata, el sabio francés aconsejó a sus jóvenes amigos suizos que tentaran fortuna en el Paraguay. Los viajeros encontraron que el “Reino del Terror”, pintado por algunos, era en realidad un oasis de paz en su riguroso y selvático aislamiento. Fueron amablemente recibidos por El Supremo que les brindó toda clase de facilidades para sus estudios científicos y el ejercicio de su profesión, pese a la ruda experiencia que sufriera años atrás con otros dos europeos, los hermanos Robertson, como se verá. El Dictador Perpetuo designó a los suizos médicos militares de los cuarteles y prisiones, en las que también se desempeñaron como forenses. Juan Rengger a quien El Supremo llamaba «Juan Rengo», por la fonética de su apellido y porque en realidad lo era, acabó siendo su médico privado. Bajo la sospecha de que los suizos mantenían ocultas relaciones con sus enemigos de las «doradas veinte familias», la amistad del Dictador hacia ellos se fue trocando en sorda y creciente animosidad. Tuvieron que abandonar el país en 1825. Dos años después, publicaron su Ensayo histórico sobre la Revolución del Paraguay, el primer libro escrito sobre la Dictadura Perpetua. Traducido a varios idiomas, alcanzó gran éxito en el exterior pero fue prohibido en el país bajo penas severísimas por El Supremo, por considerarlo una insidiosa diatriba contra su gobierno y un «hato de patrañas». Escrita en francés la primera parte y en alemán la segunda, puede decirse que el libro de Rengger y Longchamp es el «clásico» por excelencia, acerca de este período histórico de la vida paraguaya: «llave y linterna» indispensables para penetrar en la misteriosa realidad de una época sin parangón en el mundo americano; también en la aún más enigmática personalidad de quien forjó la nación paraguaya con férrea voluntad en el ejercicio casi místico del Poder Absoluto. (N. del C.)

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