Continúa el Dr. Laconich:
«En fecha 23 de junio de 1906, el Dr. Honorio Leguizamón escribió al director de La Nación una carta que considero de suma importancia. En esta carta, el Dr. Leguizamón, médico de la cañonera argentina Paraná en aquella época, da cuenta de las circunstancias en que obtuvo de Loizaga, en el año 1876, los restos en cuestión, cedidos después por él al Dr. Zeballos, y finalmente donados por este último al Museo Histórico Nacional de Buenos Aires, en julio de 1890.
«"Estrélleme al principio -escribe el Dr. Leguizamón- con una rotunda negativa; pero convencido el Sr. Loizaga de que tenía la noticia del mejor origen, pues miembros de su propia familia declaráronle habérmela transmitido, debió ceder a mi deseo y confesarme toda la verdad: su espíritu religioso le había impulsado a extraer estos restos, que profanaban el sitio donde se les había dado sepultura. Dentro de un cajón de fideos me fueron presentados los restos -y agrega esto, que conviene retener-: Grande fue mi desencanto al encontrarme sólo con una masa informe de huesos fragmentados…"
»Tras el desencanto que experimentó el Dr. Leguizamón al encontrarse con esto, se hacía una pregunta: "¿Respondería la fragmentación del esqueleto al ensañamiento vengativo de alguna víctima? No me atreví entonces a preguntarlo".
»La carta deja flotando entre líneas la sospecha de que Loizaga hubiese machacado con un mazo aquellos huesos, vengándose así del Dictador. En una post-data, el Dr. Leguizamón da andamiento a esa sospecha diciendo que "era costumbre antigua de los guaraníes la de vengarse de los que habían sido sus enemigos, extrayendo sus huesos y rompiéndolos".
«Sinceramente, creemos que esa costumbre de los guaraníes es un descubrimiento del Dr. Leguizamón, a la medida para el caso. Los guaraníes tenían más interés en la carne de sus enemigos que en sus huesos: se los comían tranquilamente, si eran apetecibles. Si no, que lo diga Hans Staden…
»La masa informe de huesos fragmentados parece confirmar lo de la fosa común, que va en armonía con la bóveda craneana de una mujer, la careta facial de un adulto y la mandíbula de un niño, entrevero de huesos que trasunta la pericia practicada por el Dr. Outes. Sin embargo…
»E1 Dr. Leguizamón atesta en su carta que en el cajón de fideos encontró de los vestidos únicamente "íntegra la suela de un zapato que correspondía a un pie muy pequeño". Es fama que el Supremo Dictador tenía las manos y pies pequeños, de lo que se sentía muy ufano como prueba de buen linaje; pero lo de "muy pequeño" hace pensar en un niño.
»No es pues conveniente, a mi juicio, organizar este homenaje nacional con la repatriación de restos de autenticidad tan dudosa y discutida, como son los depositados actualmente en el Museo Histórico Nacional de Buenos Aires. Los antecedentes de una patraña ligada al cajón de fideos del legionario Loizaga -concluye el Dr. Laconich-, empañaría inevitablemente, en este caso, el homenaje a la esclarecida memoria del Procer.»
Nota final del compilador
Esta compilación ha sido entresacada -más honrado sería decir sonsacada- de unos veinte mil legajos, éditos e inéditos; de otros tantos volúmenes, folletos, periódicos, correspondencias y toda suerte de testimonios ocultados, consultados, espigados, espiados, en bibliotecas y archivos privados y oficiales. Hay que agregar a esto las versiones recogidas en las fuentes de la tradición oral, y unas quince mil horas de entrevistas grabadas en magnetófono, agravadas de imprecisiones y confusiones, a supuestos descendientes de supuestos funcionarios; a supuestos parientes y contraparientes de El Supremo, que se jactó siempre de no tener ninguno; a epígonos, panegiristas y detractores no menos supuestos y nebulosos.
Ya habrá advertido el lector que, al revés de los textos usuales, éste ha sido leído primero y escrito después. En lugar de decir y escribir cosa nueva, no ha hecho más que copiar fielmente lo ya dicho y compuesto por otros. No hay pues en la compilación una sola página, una sola frase, una sola palabra, desde el título hasta esta nota final, que no haya sido escrita de esa manera. «Toda historia no contemporánea es sospechosa», le gustaba decir a El Supremo. «No es preciso saber cómo han nacido para ver que tales fabulosas historias no son del tiempo en que se escribieron. Harta diferencia hay entre un libro que hace un particular y lanza al pueblo, y un libro que hace un pueblo. No se puede dudar entonces que este libro es tan antiguo como el pueblo que lo dictó.»
Así, imitando una vez más al Dictador (los dictadores cumplen precisamente esta función: reemplazar a los escritores, historiadores, artistas, pensadores, etc.), el a-copiador declara, con palabras de un autor contemporáneo, que la historia encerrada en estos Apuntes se reduce al hecho de que la historia que en ella debió ser narrada no ha sido narrada. En consecuencia, los personajes y hechos que figuran en ellos han ganado, por fatalidad del lenguaje escrito, el derecho a una existencia ficticia y autónoma al servicio del no menos ficticio y autónomo lector.
1Libro de comercio de tamaño descomunal, de los que usó El Supremo desde el comienzo de su gobierno para asentar de puño y letra, hasta el último real, las cuentas de tesoren'a. En los archivos se encontraron mas de un centenar de estos Libros Mayores de mil folios cada uno. En el último de ellos, apenas empezado a usar en los asientos de cuentas reales aparecieron otros irreales y cn'pticos. Sólo mucho después se descubrió que, hacia el final de su vida, El Supremo había asentado en estos folios, inconexamente, incoherentemente, hechos, ¡deas, reflexiones, menudas y casi maniáticas observaciones sobre los más distintos temas y asuntos; los que a su juicio eran positivos en la columna del Haber; los negativos, en la columna del Debe. De este modo, palabras, frases, párrafos, fragmentos, se desdoblan, continúan, se repiten o invierten en ambas columnas en procura de un imaginario balance. Recuerdan, en cierta forma, las notaciones de una partitura polifónica. Sabido es que El Supremo era buen músico; al menos excelente vihuelista, y que tenía veleidades de compositor
El incendio originado en sus habitaciones, unos días antes de su muerte, destruyó en gran parte el Libro de Comercio, junto con otros legajos y papeles que él acostumbraba guardar en las arcas bajo siete llaves. (N. del Compilador.)
1Don Mateo Fleitas, primer «fiel de fechos» de El Supremo, le sobrevivió más de medio siglo. Murió en Ka'asapá, a la edad de ciento seis años, rodeado de hijos y nietos, del respeto y cariño de todo el pueblo. Un verdadero patriarca. Lo llamaban T o moiypy
.(Abuelo-primero). Ancianos de su época a quienes consulté, negaron rotundamente, algunos con verdadera indignación, el cuento del «sombrero coronado de velas», así como la vida de reclusión maniática de don Mateo, según el relato de Policarpo Patino. «Son calumnias de ese deslenguado que se ahorcó de puro malo y traicionero», sentencia desde la banda grabada la voz cadenciosa pero aún firme del actual alcalde de Ka'asapá, don Pantaleón Engracia García, también centenario.
A propósito de mi viaje al pueblo de Ka'asapá, no me parece del todo baladí referir un hecho. Al regreso, cruzando a caballo el arroyo Pirapó desbordado por la creciente, se me cayeron al agua el magnetófono y la cámara fotográfica. El alcalde don Panta, que me acompañaba con una pequeña escolta, ordenó de inmediato a sus hombres que desviaran el curso del arroyo. No hubo ruego ni razones que le hicieran desistir de su propósito. «Usté no se irá de Ka'asapá sin sus trebejos -gruñó indignado-. ¡No voy a permitir que nuestro arroyo robe a los arribeños alumbrados que vienen a visitarnos!» Anoticiada del suceso, la población acudió en pleno a colaborar en el desagotamiento del arroyo. Hombres, mujeres y niños trabajaron con el entusiasmo de una «minga» transformada en festividad. Hacia el atardecer entre el barro del cauce, aparecieron los objetos perdidos, que no habían sufrido mayor daño. Hasta la madrugada se bailó después con la música de mis «cassettes».A la salida del sol seguí camino, saludado largo trecho por los gritos y vítores de esa gente animosa y hospitalaria, llevando la voz y las imágenes de sus ancianos, hombres, mujeres y niños; de su verde y luminoso paisaje. Cuando consideró que ya no tendría inconvenientes, el alcalde se despidió de mí. Lo abracé y besé en ambas mejillas. «Muchas gracias, don Pantaleón», le dije con un nudo en la garganta. «¡Lo que ustedes han hecho no tiene nombre!» Me guiñó un ojo y me hizo crujir los huesos de la mano. «No sé si tiene nombre o no -dijo-. Pero estas pequeñas cosas, desde el tiempo de El Supremo, para nosotros son una obligación que hacemos con gusto cuando se trata del bien del país.» (N. del C.)
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