Avanzábamos ahora a buena velocidad por una amplia avenida flanqueada por grandes edificios de oficinas. Y aunque había filas y filas de coches aparcados, el nuestro parecía ser el único vehículo en varios kilómetros a la redonda.
– ¿Fue idea de su padre que tocara usted el jueves por la noche? -pregunté.
– En efecto. ¡Ésa sí que es verdadera fe! Lo sugirió por primera vez hace seis meses. Hace casi dos años que no me ha oído tocar, pero muestra una auténtica confianza en mí. Por supuesto que me dejó libertad para negarme, pero me sentí tan conmovido ante tal muestra de fe en mí a pesar de tantas decepciones…, que accedí a hacerlo.
– Fue una decisión valiente. Espero que, además, resulte acertada.
– En realidad, señor Ryder, dije que sí también porque…, bueno, porque pienso que últimamente se ha producido en mí una especie de cambio radical. Quizá usted sepa a qué me refiero. Es como si algo en mi cabeza, algo que bloqueaba mis progresos…, algo parecido a un dique…, hubiera reventado de pronto permitiendo la irrupción de un espíritu completamente nuevo. No puedo explicarlo, pero el hecho es que ahora me considero a mí mismo un pianista notablemente mejor que cuando mi padre me oyó la ocasión anterior. Y por eso, cuando me preguntó si quería tocar el jueves por la noche, a pesar de mis nervios, accedí. Si me hubiera negado, no habría sido justo con él, después de la fe que ha depositado en mí. Esto no quiere decir que no me inquiete lo del jueves por la noche. Llevo tiempo trabajando duro en mi pieza y, lo confieso, estoy preocupado. Pero sé también que se me ofrece una oportunidad espléndida para sorprender a mis padres. Porque, ¿sabe?, siempre he tenido esa fantasía. Incluso cuando mi nivel era un auténtico desastre. La fantasía de haberme pasado meses encerrado en cualquier parte, ensayando día tras día, lejos de mis padres durante unos meses…, y volver un día a casa, inesperadamente…, quizá un domingo por la tarde…, cuando papá estuviera allí. Entraría por la puerta y, sin apenas decir una palabra de saludo, me acercaría al piano, levantaría la tapa y me pondría a tocar… Ni siquiera me habría quitado el abrigo… Y tocaría, tocaría sin parar. Bach, Chopin, Beethoven… Algo moderno, luego: Grebel, Kazan, Mullery… Una pieza, otra… Mis padres me habrían seguido al comedor y se quedarían mirándome, asombrados: aquello colmaría sus sueños más ambiciosos. Pero es que, además, para mayor estupefacción, se darían cuenta de que, a medida que tocaba, alcanzaba cotas más altas de perfección. Sublimes adagios rebosantes de sensibilidad. Asombrosos pasajes de apasionada bravura… Siempre mejor, mejor… Y allí estarían ellos, de pie en medio de la habitación, inmóviles; papá absorto, asiendo aún sin darse cuenta el periódico que acababa de estar leyendo, los dos atónitos. Concluiría con algún final espectacular y después me volvería a mirarlos y… bueno, jamás he podido imaginar con claridad lo que ocurriría después. Pero es un sueño que siempre he tenido desde mis trece o catorce años. Puede que el jueves por la noche no salga exactamente así, pero quizá sea algo cercano a mi sueño. Como le digo, noto que algo ha cambiado en mí, y estoy seguro de que estoy a punto de realizarlo. ¡Ah, señor Ryder! ¡Ya hemos llegado! Supongo que muy oportunamente para los periodistas que le aguardan.
El centro de la ciudad estaba tan silencioso y desprovisto de tráfico que no me había dado cuenta de que habíamos llegado. Pero, en efecto, nos acercábamos a la entrada del hotel.
– Si no le importa -dijo Stephan-, les dejaré aquí a usted y a Boris. Tengo que aparcar el coche en la parte de atrás.
En el asiento posterior, Boris parecía muy cansado, pero estaba despierto. Salimos del coche y me aseguré de que el pequeño le diera las gracias a Stephan antes de conducirlo hacia la puerta del hotel.
La iluminación era tenue en el vestíbulo, y el hotel, en general, parecía haberse sumido en un callado reposo. El joven recepcionista que me había recibido a mi llegada volvía a estar de servicio, aunque dormitaba en su silla detrás del mostrador. Al acercarnos alzó la vista y, al reconocerme, hizo un visible esfuerzo para despejarse.
– Buenas noches, señor -dijo animadamente, aunque al momento siguiente pareció vencerlo de nuevo el cansancio.
– Buenas noches. Necesitaré otra habitación. Para Boris -dije, poniendo una mano en el hombro del chico-. Lo más cerca de la mía que pueda, por favor.
– Déjeme ver qué puedo hacer, señor Ryder.
– Y, a propósito… Resulta que el mozo de ustedes, Gustav, es el abuelo de Boris… Me pregunto si, por casualidad, estará todavía en el hotel.
– ¡Oh, sí! Gustav vive aquí. En un cuartito arriba, en la buhardilla. Pero supongo que ahora estará durmiendo.
– Quizá no le importe que le despertemos. Sé que querrá ver enseguida a Boris.
El conserje consultó de reojo, con aire de duda, su reloj.
– Muy bien, señor…, como desee -dijo sin convicción, y levantó el auricular. Tras una breve pausa, le oí ponerse al habla con Gustav-. ¿Gustav? Lamento mucho molestarle, Gustav. Soy Walter. Sí, sí, siento haberle despertado. Sí, lo sé y lo siento de veras. Pero escuche, por favor. Acaba de llegar el señor Ryder. Le acompaña el nieto de usted.
Durante los segundos siguientes, el conserje se limitó a escuchar y asentir repetidas veces. Luego colgó el aparato y se volvió a mí, sonriente.
– Baja inmediatamente. Dice que se encargará de todo.
– Estupendo.
– Debe de estar usted muy cansado, señor Ryder…
– Sí, lo estoy. Ha sido un día agotador. Pero creo que aún me queda un compromiso… Creo que hay unos periodistas esperándome…
– ¡Ah! Se han marchado hace como una hora. Dijeron que concertarían otra entrevista con usted. Les sugerí que lo trataran directamente con la señorita Stratmann, para evitar que lo molestaran. La verdad, señor, se le ve muy fatigado. Debería dejar de preocuparse y subir a su cuarto a acostarse.
– Sí, creo que sí. Humm. Así que se han ido… Primero se presentan sin previo aviso, y luego se van así…
– En efecto, señor, muy fastidioso… Pero, si me permite insistir, señor Ryder, debería irse a la cama y dormir. No tiene por qué preocuparse. Estoy seguro de que todo podrá hacerse puntualmente.
Agradecí al joven empleado sus tranquilizadoras palabras, y por primera vez en varias horas me invadió una sensación de calma. Apoyé los codos en el mostrador de recepción, y por unos instantes dormité allí mismo de pie. No llegué a dormirme del todo, sin embargo, y en todo momento fui consciente de que Boris había reclinado la cabeza en mi costado, y de que la voz del conserje seguía hablando en el mismo tono sedante a pocos centímetros de mi cara.
– Gustav no tardará -estaba diciéndome- y se ocupará de que su chico esté cómodo. Créame, no tiene por qué preocuparse de nada más, señor. Y la señorita Stratmann…, bueno, aquí en el hotel la conocemos desde hace mucho tiempo. Una dama de lo más eficiente. Se ha ocupado ya en otras ocasiones de los asuntos de muchos huéspedes importantes, y a todos les ha producido una inmejorable impresión. No comete errores. Así que puede dejar en sus manos lo de esos periodistas; no habrá ningún problema. En cuanto a Boris, le daremos una habitación justo enfrente de la suya, al otro lado del pasillo. Tiene muy buenas vistas por la mañana… Seguro que le gustará. De verdad, señor Ryder…, creo que debería irse a dormir. No creo que haya nada más que pueda usted hacer hoy. De hecho, si me permite sugerírselo, creo que haría bien en confiar a Boris a su abuelo en cuanto suban a sus habitaciones. Gustav bajará enseguida; se estará poniendo el uniforme, por eso está tardando un poco. Pero se presentará aquí enseguida, y de punta en blanco… Así es el bueno de Gustav: uniforme inmaculado, nada fuera de su sitio… En cuanto aparezca, déjelo usted a cargo de todo. Seguro que no tarda… Debe de estar atándose los cordones de los zapatos, sentado al borde de la cama… Me lo imagino ya listo, levantándose de un brinco…, con cuidado, para no darse un coscorrón en la cabeza con las vigas… Una rápida pasada del peine y, sin dilación, al pasillo… Sí, será cosa de segundos… Suba tranquilo a su habitación, señor Ryder…, relájese, y a dormir toda la noche de un tirón. Permítame recomendarle un ponche antes de acostarse: uno de nuestros cócteles especiales que encontrará ya preparados en el minibar de la habitación. Son excelentes. Aunque quizá prefiera encargar que le suban alguna bebida caliente… Y, si le apetece, podría escuchar un ratito el hilo musical, alguna música sedante… A estas horas de la noche hay un canal que emite desde Estocolmo música nocturna de jazz, muy suave… Es francamente relajante. Yo lo sintonizo a menudo para relajarme. Pero si piensa que, en realidad, no necesita relajarse…, ¿me permite sugerirle ir al cine? Muchos de nuestros huéspedes están allí en este preciso instante.
Читать дальше