Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– Quizá no deba ir -dijo soltando mi brazo-. Me llevará mucho tiempo visitar esa casa mañana. He de salir muy temprano. Será mejor que me vaya.

Quién sabe por qué, pero sus palabras me cogieron por sorpresa y durante un segundo no supe qué responder. Miré hacia el cine, y luego me volví hacia ella.

– Creí que habías dicho que te apetecía ir… -empecé a decir. Después, tras una pausa, añadí en tono más tranquilo-: Escucha… Ponen una película excelente. Estoy seguro de que te gustará…

– ¡Pero si ni siquiera sabes cuál es la película! Por espacio de un instante cruzó por mi cabeza el pensamiento de que estaba jugando conmigo. Pero, pese a ello, había comenzado a apoderarse de mí una extraña sensación de pánico, y no pude evitar que en mi voz hubiera una nota de súplica:

– Ya me entiendes… Lo sé por el conserje del hotel. Ha sido él quien me la ha recomendado. Y me consta que el hombre es muy de fiar. El hotel tiene que velar por su buena reputación… No es probable que recomienden algo que… -Dejé que mi voz se ahogara, pues me sentí invadido por el pánico al ver que Sophie empezaba a alejarse-. Escucha… -la llamé en voz alta, sin importarme ya que alguien pudiera oírme-. Estoy seguro de que será una buena película. Y tú y yo no hemos ido al cine juntos desde hace mucho tiempo. ¿No es cierto? ¿Cuándo fue la última vez que hicimos algo parecido?

Sophie pareció reconsiderar su decisión. Finalmente, sonriendo, desanduvo sus pasos y regresó a mi lado.

– Está bien, está bien -dijo al tiempo que me asía suavemente del brazo-. Es muy tarde, pero iré contigo. Tienes razón: hace siglos que no hemos hecho algo así juntos. Disfrutemos, pues, un poco.

Experimenté una gran sensación de alivio y, al entrar en el cine, tuve que controlarme para no sujetarla con fuerza y atraerla hacia mí. Sophie pareció darse cuenta, pues apoyó la cabeza sobre mi hombro.

– ¡Es tan amable de tu parte no enojarte conmigo…! -repitió suavemente.

– ¿Pero por qué tendría que enojarme? -murmuré mientras buscaba el vestíbulo con la mirada.

A unos metros de nosotros, las últimas personas de una cola entraban ya en la sala. Miré a mi alrededor para comprar las entradas, pero la taquilla estaba cerrada, y se me ocurrió que tal vez habría algún acuerdo entre el hotel y el cine. En cualquier caso, cuando Sophie y yo nos poníamos al final de la cola un individuo con traje gris que estaba de pie en la entrada nos sonrió y nos hizo pasar con los demás.

El cine estaba casi lleno. Aún no habían apagado las luces y mucha gente recorría la sala buscando asiento. Me puse yo también a mirar dónde podíamos sentarnos, y sentí que Sophie me apretaba el brazo.

– ¡Oh, compremos algo! -dijo-. Helados, palomitas de maíz, lo que sea…

Estaba señalando la parte de delante de la sala, donde se había formado un grupito frente a una mujer uniformada que llevaba una bandeja llena de golosinas.

– Por supuesto -asentí-. Pero más vale que nos apresuremos o no quedarán butacas libres. Hoy tienen mucho público.

Nos abrimos paso hasta la parte delantera y nos sumamos a los que esperaban. Al rato de estar aguardando, noté que de nuevo se apoderaba de mí un sentimiento de enojo hacia Sophie, hasta el punto de que llegué incluso a alejarme de ella. Pero enseguida la oí decir a mi espalda:

– Voy a ser sincera contigo. En realidad esta noche no he ido al hotel a buscarte. Ni siquiera sabía que tú y Boris fuerais a ir allí.

– ¿Y eso? -pregunté sin volverme, con la vista fija en la señora de las golosinas.

– Después de lo ocurrido -prosiguió Sophie-, en cuanto comprendí que me había comportado como una estúpida…, bueno…, no sabía qué hacer. Pero de pronto me acordé. Del abrigo de invierno de papá, quiero decir. Me acordé de que aún no se lo había dado.

Oí como un crujido de papeles, y al volverme para mirarla, reparé por primera vez en que Sophie llevaba al brazo un gran envoltorio de papel de estraza y forma indefinida. Lo alzó en el aire, pero evidentemente era pesado, y tuvo que bajarlo enseguida.

– Ya comprendo que fue una tontería -siguió-. No había ningún motivo de alarma. Pero de pronto noté el frío del invierno y, pensando en el abrigo, me dije que tenía que llevárselo cuanto antes. Así que lo envolví y salí a la calle. Luego, sin embargo, al llegar al hotel, la noche parecía tan agradable… Me di cuenta de que me había inquietado sin motivo y me quedé dudando si debía o no entrar a dárselo. Estuve allí un buen rato pensándolo, hasta que se me ocurrió que papá se habría ido ya a dormir. Podía habérselo dejado en conserjería, pero tenía ganas de entregárselo personalmente. Aparte de que, con un tiempo tan bueno, bien podía dejar pasar algunas semanas… En eso estaba cuando apareció un coche y tú y Boris salisteis de él. Ésta es la pura verdad.

– Comprendo.

– De no ser por eso, no sé si habría tenido el valor de presentarme ante ti. Pero, puesto que estaba allí, justo en la acera de enfrente, me armé de valor y te llamé por teléfono.

– Me alegra que lo hayas hecho -dije, y añadí, señalando con un gesto a nuestro alrededor-: Después de todo, hacía tanto tiempo que no veníamos juntos a un cine…

Sophie no respondió y, cuando la miré, vi que tenía la mirada amorosamente fija en el paquete que llevaba al brazo. Le dio unos golpecitos con la mano libre.

– El tiempo seguirá así durante algunas semanas -susurró, dirigiéndose a la vez al paquete y a mí-. No corre demasiada prisa. Podemos dárselo dentro de unos días.

Habíamos llegado ya a la primera fila del grupo, y Sophie se apresuró a adelantarme para echar un ansioso vistazo a la bandeja que mostraba la mujer de uniforme.

– ¿Qué te apetece a ti? -me preguntó Sophie-. A mí un vasito de helado… No, mejor uno de esos bombones helados de chocolate.

Atisbando por encima de su hombro, vi que la bandeja contenía los habituales helados y chocolatinas. Pero, curiosamente, las golosinas habían sido desplazadas en confuso desorden a los bordes de la bandeja, para hacer sitio en el centro de ésta a un grueso libro muy manoseado. Incliné el cuerpo hacia él para examinarlo.

– Es un manual muy útil, señor -se apresuró a explicarme la mujer de uniforme-. Puedo recomendárselo encarecidamente.

Supongo que no debería venderlo aquí de esta forma. Pero al director no le importa que vendamos objetos personales nuestros, a condición de que no lo hagamos demasiado a menudo.

En la sobrecubierta se veía la foto de un hombre sonriente, vestido con mono de trabajo y subido a una escalera de mano; llevaba una brocha en una mano y un rollo de papel de empapelar bajo el brazo. Cuando lo alcé de la bandeja pude ver que la encuademación había empezado a deshacerse.

– Perteneció a mi hijo mayor -prosiguió la mujer-. Pero ahora ya es un hombre y se ha ido a Suecia. La pasada semana me puse por fin a ordenar todas sus cosas. He conservado algunas que pensé que tenían valor sentimental y he tirado el resto. Pero había una o dos que no parecían encajar en ninguna de ambas categorías. Como este manual, señor… No puedo decir que tenga mucho valor sentimental, pero ¡es un libro tan útil! Enseña a hacer tantísimas cosas en la casa, como decorar, alicatar… Y todo paso a paso, con dibujos clarísimos. Recuerdo que mi hijo le sacó mucho partido ya de mayor… Ya sé que está un poquito deteriorado ahora, pero sigue siendo una verdadera joya. Además, no pido gran cosa por él, señor.

– Tal vez le gustaría a Boris -le comenté a Sophie mientras lo hojeaba.

– ¡Oh! Si usted tiene un chico mayorcito, señor, sería el regalo perfecto. Se lo digo por propia experiencia. A nuestro hijo le fue de maravilla a esa edad. Pintura, alicatado…, enseña a hacer de todo.

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