Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Aunque seguía con el cuerpo ligeramente vuelto hacia él para indicar que no había dejado de escucharle, mi atención había vuelto de nuevo a la película. Clint Eastwood se comunicaba ahora con la Tierra a través del micrófono. Hablaba con su esposa, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Me di cuenta de que nos acercábamos a la famosa secuencia en la que Yul Brynner entra en la sala y pone a prueba la rapidez en sacar el revólver de Eastwood dando una palmada ante él.

– Dígame -pregunté-. ¿Cuánto tiempo hace que llegó a la ciudad el señor Christoff?

Lo había preguntado casi sin pensar, con la mitad de la atención en la pantalla. Y de hecho seguí absorto en la película dos o tres minutos más antes de observar que, a mi espalda, el señor Pedersen tenía la cabeza hundida entre los hombros en actitud de profunda vergüenza. Al advertir que lo miraba de nuevo, alzó la vista y respondió:

– Tiene usted toda la razón, señor Ryder. Nos merecemos su reprimenda. Diecisiete años y siete meses. ¡Mucho tiempo, sin duda! Un error como el nuestro habrían podido cometerlo en cualquier parte… Pero… ¿habrían tardado tanto en rectificarlo? Comprendo la impresión que debemos de causarle a un extraño, a alguien como usted, señor…, y me avergüenzo profundamente, sí…, permítame que lo reconozca. No trato de buscar excusas. Nos costó una eternidad admitir nuestro error. No diría yo verlo, pero reconocerlo, admitirlo incluso en nuestro fuero interno, era algo muy difícil. Por eso nos costó tanto tiempo. Nos habíamos comprometido muy a fondo con el señor Christoff… Prácticamente todos los miembros del ayuntamiento lo habíamos invitado alguna vez a nuestras casas… En los banquetes municipales anuales tomaba asiento siempre junto al señor y la señora Von Winterstein. Su retrato había ilustrado la cubierta del calendario del ayuntamiento. Se había encargado de escribir la introducción al programa de la Exposición Roggenkamp. Y eso no era todo. Ni muchísimo menos. Las cosas llegaron demasiado lejos. Como, por ejemplo, en el desdichado caso del señor Liebrich… ¡Ah, dispense! Creo que acabo de ver al señor Kollmann por allí atrás -exclamó de pronto, al tiempo que volvía a estirar el cuello para otear el fondo de la sala-. Pues sí: es el señor Kollmann, y está acompañado, si no me equivoco… ¡Es tan difícil ver en esta oscuridad!… Está también el señor Schaefer. Estos dos caballeros se hallaban presentes en la recepción fallida de esta mañana, y me consta que se habrían alegrado muchísimo si hubieran podido saludarle. Además, en lo relativo al tema de que hablamos, estoy seguro de que los dos tienen mucho que contar. ¿Quiere usted que nos acerquemos y se los presento?

– Sería un honor para mí. Pero me estaba usted hablando de…

– ¡Ah, sí, naturalmente! Del desdichado caso del señor Liebrich. Verá usted, señor… Durante muchos años antes de la llegada del señor Christoff, el señor Liebrich había sido uno de nuestros profesores de violín más respetados. Enseñaba a los hijos de las mejores familias. Y se le admiraba muchísimo. Pues bien… No mucho tiempo después de su primer recital, le preguntaron al señor Christoff su opinión sobre el señor Liebrich, y él dio a entender que no lo apreciaba gran cosa, ni como artista ni por sus métodos de enseñanza. Para cuando murió el señor Liebrich, hace unos pocos años, lo había perdido prácticamente todo: los alumnos, los amigos, su puesto en la sociedad… Fue un caso impresionante, aunque sólo uno de tantos. Pero… reconocer que habíamos vivido tanto tiempo equivocados respecto al señor Christoff…, ¿puede usted hacerse cargo de la enorme dificultad que entrañaba? Sí, fuimos débiles, lo reconozco. Por otra parte, no podíamos ni imaginar que las cosas llegarían al actual grado de crisis. La gente parecía tan feliz. Fueron pasando los años y, si alguno de nosotros albergó alguna duda en su interior, se la guardó para sí mismo. Pero no estoy excusando nuestra negligencia, señor. En absoluto. Es más: por mi posición de entonces en el municipio, sé que soy tan culpable como el que más. Al final, y me avergüenza sobremanera tener que admitirlo, al final fueron los ciudadanos, el pueblo llano, quienes nos obligaron a encarar nuestras responsabilidades. Las personas sencillas, cuyas vidas son ahora cada vez más míseras, en esto fueron un paso por delante de nosotros. Recuerdo exactamente el instante en que despuntó en mí por vez primera esta realidad. Fue hace tres años. Regresaba yo a casa después del último de los recitales del señor Christoff: las Grotesqueries para violoncelo y tres flautas, de Kazan. Lo recuerdo muy bien. Avivaba el paso en la oscuridad del Liebmann Park, porque hacía mucho frío, cuando vi al señor Kohler, el farmacéutico, que caminaba unos pasos más adelante. Sabía que había asistido también al concierto, por lo que lo alcancé y nos pusimos a charlar. Al principio me guardé muy mucho de decir francamente lo que pensaba, pero en un momento dado le pregunté si había disfrutado con el recital del señor Christoff. El señor Kohler me respondió que sí. Pero debí de percibir algo en su forma de decirlo, porque recuerdo que a los pocos segundos volví a formularle la pregunta. Y esta vez el señor Kohler, tras repetir que lo había pasado muy bien, añadió que quizá la interpretación del señor Christoff había sido algo funcional. Sí, sí…, «funcional»… Ésa fue la palabra que empleó. Ya se imaginará usted lo mucho que dudé antes de proseguir. Pero al final decidí dejar a un lado mis precauciones, y le dije: «Pues mire usted, señor Kohler: creo que soy de su misma opinión. Ha sido todo un poco árido.» A lo que el señor Kohler replicó que, por su parte, era el adjetivo «frío» el que le había venido a la mente. Para entonces habíamos llegado ya a la verja del parque. Nos deseamos buenas noches y nos separamos. Pero recuerdo que aquella noche casi no pude dormir, señor Ryder. La gente corriente, los ciudadanos decentes como el señor Kohler, empezaban a manifestar esas opiniones. Estaba claro que ya no se podía mantener la ficción. Que había llegado el momento de que nosotros, los que ocupábamos puestos influyentes, asumiéramos nuestros propios errores por graves que fueran las consecuencias. ¡Oh, sí, dispénseme…! Ahora los veo bien: sí, quien está sentado junto al señor Kollmann es el señor Schaefer. Esos dos caballeros tendrán puntos de vista interesantes sobre lo ocurrido, son de una generación posterior a la mía, y habrán visto las cosas desde un ángulo algo distinto. Además, sé lo mucho que deseaban saludarle esta mañana. Acerquémonos, por favor.

Pedersen se levantó de su asiento, y vi cómo su encorvada figura se abría paso por la fila susurrando excusas. Al llegar al pasillo irguió el cuerpo y me hizo una seña. Pese a mi cansancio, no me quedó más remedio que acompañarle, y, levantándome también, empecé a recorrer la fila hacia el pasillo central. Mientras lo hacía, advertí que entre el público reinaba una atmósfera casi festiva. Todos parecían intercambiar chistes y pequeños comentarios durante la proyección, y mi paso entre las butacas no parecía molestar a nadie. Por el contrario, todos apartaban hacia un lado las piernas o se ponían en pie servicialmente para dejarme espacio. Unos cuantos, incluso, se arrellanaron en sus butacas y levantaron los pies entre exclamaciones de regocijo.

Una vez en el pasillo central, el señor Pedersen comenzó a guiarme por la pendiente enmoquetada. Al llegar a un punto de las filas traseras se detuvo y, con un amplio y obsequioso ademán, me indicó:

– Por favor, señor Ryder…, detrás de usted.

9

Me vi de nuevo pasando entre respaldos y piernas, esta vez con Pedersen pegado a mis talones y susurrando disculpas por los dos. No tardé en llegar hasta un grupito de hombres acurrucados. Tardé unos segundos en advertir que habían montado una partida de cartas y jugaban o bien inclinados hacia la fila de delante o bien vueltos hacia atrás y acodados en los respaldos de los asientos. Alzaron la vista al vernos, y cuando Pedersen me presentó, todos trataron de erguirse un poco. No volvieron a acomodarse hasta que me hubieron instalado holgadamente en el centro, y me vi estrechando numerosas manos tendidas en la oscuridad.

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