Kazuo Ishiguro
Nunca Me Abandones
Traducción de Jesús Zulaika
Título original: Never Let Me Go
Mi nombre es Kathy H. Tengo treinta y un años, y llevo más de once siendo cuidadora. Puede parecer mucho tiempo, lo sé, pero lo cierto es que quieren que siga otros ocho meses, hasta finales de año. Esto hará un total de casi doce años exactos. Ahora sé que el hecho de haber sido cuidadora durante tanto tiempo no significa necesariamente que piensen que soy insuperable en mi trabajo. Hay cuidadores realmente magníficos a quienes se les ha dicho que lo dejen después de apenas dos o tres años. Y puedo mencionar al menos a uno que siguió con esta ocupación catorce años pese a ser un absoluto incompetente. Así que no trato de alardear de nada. Pero sé sin ningún género de dudas que están contentos con mi trabajo, y, en general, también yo lo estoy. Mis donantes siempre han tendido a portarse mucho mejor de lo que yo esperaba. Sus tiempos de recuperación han sido impresionantes, y a casi ninguno de ellos se le ha clasificado de «agitado», ni siquiera antes de la cuarta donación. De acuerdo, ahora tal vez esté alardeando un poco. Pero significa mucho para mí ser capaz de hacer bien mi trabajo, sobre todo en lo que se refiere a que mis donantes sepan mantenerse «en calma». He desarrollado una especie de instinto especial con los donantes. Sé cuándo quedarme cerca para consolarlos y cuándo dejarlos solos; cuándo escuchar todo lo que tengan que decir y cuándo limitarme a encogerme de hombros y decirles que se dejen de historias.
En cualquier caso, no tengo grandes reclamaciones que hacer en mi nombre. Sé de cuidadores, actualmente en activo, que son tan buenos como yo y a quienes no se les reconoce ni la mitad de mérito que a mí. Entiendo perfectamente que cualquiera de ellos pueda sentirse resentido: por mi habitación amueblada, mi coche, y sobre todo porque se me permite elegir a quién dedico mi cuidado. Soy una ex alumna de Hailsham, lo que a veces basta por sí mismo para conseguir el respaldo de la gente. Kathy H., dicen, puede elegir, y siempre elige a los de su clase: gente de Hailsham, o de algún otro centro privilegiado. No es extraño que tenga un historial de tal nivel. Lo he oído muchas veces, así que estoy segura de que vosotros lo habréis oído muchas más, por lo que quizá haya algo de verdad en ello. Pero no soy la primera persona a quien se le permite elegir, y dudo que vaya a ser la última. De cualquier forma, he cumplido mi parte en lo referente al cuidado de donantes criados en cualquier tipo de entorno. Cuando termine, no lo olvidéis, habré dedicado muchos años a esto, pero sólo durante los seis últimos me han permitido elegir.
Y ¿por qué no habían de hacerlo? Los cuidadores no somos máquinas. Tratas de hacer todo lo que puedes por cada donante, pero al final acabas exhausto. No posees ni una paciencia ni una energía ilimitadas. Así que cuando tienes la oportunidad de elegir, eliges lógicamente a los de tu tipo. Es natural. No habría podido seguir tanto tiempo en esto si en algún punto del camino hubiera dejado de sentir lástima de mis donantes. Y, además, si jamás me hubieran permitido elegir, ¿cómo habría podido volver a tener cerca a Ruth y a Tommy después de todos estos años?
Pero, por supuesto, cada día quedan menos donantes que yo pueda recordar, y por lo tanto, en la práctica, tampoco he podido elegir tanto. Como digo, el trabajo se te hace más duro cuando no tienes ese vínculo profundo con el donante, y aunque echaré de menos ser cuidadora, también me vendrá de perlas acabar por fin con ello a finales de año.
Ruth, por cierto, no fue sino la tercera o cuarta donante que me fue dado elegir. Ella ya tenía un cuidador asignado en aquel tiempo, y recuerdo que la cosa requirió un poco de firmeza por mi parte. Pero al final me salí con la mía y en el instante en que volví a verla, en el centro de recuperación de Dover, todas nuestras diferencias, si bien no se esfumaron, dejaron de parecer tan importantes como todo lo demás: el que hubiéramos crecido juntas en Hailsham, por ejemplo, o el que supiéramos y recordáramos cosas que nadie más podía saber o recordar. Y fue entonces, supongo, cuando empecé a procurar que mis donantes fueran gente del pasado, y, siempre que podía, gente de Hailsham.
A lo largo de los años ha habido veces en que he tratado de dejar atrás Hailsham, diciéndome que no tenía que mirar tanto hacia el pasado. Pero luego llegué a un punto en el que dejé de resistirme. Y ello tuvo que ver con un donante concreto que tuve en cierta ocasión, en mi tercer año de cuidadora; y fue su reacción al mencionarle yo que había estado en Hailsham. Él acababa de pasar por su tercera donación y no había salido bien, y seguramente sabía que no iba a superarlo. Apenas podía respirar, pero miró hacia mí y dijo:
– Hailsham. Apuesto a que era un lugar hermoso.
A la mañana siguiente le estuve dando conversación para apartarle de la cabeza su situación, y cuando le pregunté dónde había crecido mencionó cierto centro de Dorset; y en su cara, bajo las manchas, se dibujó una mueca absolutamente distinta de las que le conocía. Y caí en la cuenta de lo desesperadamente que deseaba no recordar. Lo que quería, en cambio, era que le contara cosas de Hailsham.
Así que durante los cinco o seis días siguientes le conté la que quería saber, y él seguía allí echado, hecho un ovillo, con una sonrisa amable en el semblante. Me preguntaba sobre cosas importantes y sobre menudencias. Sobre nuestros custodios, sobre cómo cada uno de nosotros tenía su propio arcón con sus cosas, sobre el fútbol, el rounders [I] , el pequeño sendero que rodeaba la casa principal, sus rincones y recovecos, el estanque de los patos, la comida, la vista de los campos desde el Aula de Arte en las mañanas de niebla. A veces me hacía repetir las cosas una y otra vez; me pedía que le contara cosas que le había contado ya el día anterior, como si jamás se las hubiera dicho: «¿Teníais pabellón de deportes?»; «¿Cuál era tu custodio preferido?». "Al principio yo lo achacaba a los fármacos, pero luego me di cuenta de que seguía teniendo la mente clara. Lo que quería no era sólo oír cosas de Hailsham, sino recordar Hailsham como si se hubiera tratado de su propia infancia. Sabía que se hallaba a punto de «completar», y eso era precisamente lo que pretendía: que yo le describiera las cosas, de forma que pudiera asimilarlas en profundidad, de forma que en las noches insomnes, con los fármacos y el dolor y la extenuación, acaso llegara a hacerse desvaída la línea entre mis recuerdos y los suyos. Entonces fue cuando comprendí por vez primera -cuando lo comprendí de verdad- cuan afortunados fuimos Tommy y Ruth y yo y el resto de nuestros compañeros.
Cuando hoy recorro en coche el país, aún sigo viendo cosas que me recuerdan a Hailsham. Paso por la esquina de un campo neblinoso, o veo parte de una gran casa en la lejanía, al descender hacia un valle, o incluso cierta disposición peculiar de álamos en determinada ladera, y pienso: «¡Creo que ahora sí! ¡Lo he encontrado! ¡Esto sí es Hailsham!». Entonces me doy cuenta de que es imposible, y sigo conduciendo, y mis pensamientos se desplazan hacia otra parte. Son sobre todo esos pabellones. Los encuentro por todas partes, al fondo de campos de deportes, pequeños edificios prefabricados blancos con una hilera de ventanas anormalmente altas, casi embutidas bajo el alero. Creo que los construyeron a montones en las décadas de los cincuenta y sesenta, probablemente fue por esas fechas cuando se levantó el nuestro. Si paso junto a uno vuelvo la cabeza y me quedo mirándolo todo el tiempo que puedo; un día voy a estrellarme con el coche, pero sigo haciéndolo. No hace mucho iba conduciendo por un terreno baldío de Worcestershire y vi un pabellón de ésos junto a un campo de críquet, y era tan parecido al nuestro de Hailsham que giré en redondo y desanduve el camino para poder mirarlo más detenidamente.
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