Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Kazuo Ishiguro Los inconsolables 1 Al taxista pareció darle un poco de apuro - фото 1

Kazuo Ishiguro

Los inconsolables

1

Al taxista pareció darle un poco de apuro ver que no había nadie para recibirme, ni siquiera un conserje tras el mostrador de recepción. Cruzó el desierto vestíbulo…, tal vez con la esperanza de descubrir a algún empleado oculto detrás de los maceteros con plantas o de los butacones. Hasta que, finalmente, dejó en el suelo mis maletas junto a la puerta del ascensor y se despidió de mí murmurando unas palabras de excusa.

El vestíbulo era amplio sin exageración: lo suficiente para albergar varias mesitas de café sin dar sensación de agobio. Pero el techo era bajo y el cielo raso estaba claramente pandeado, lo que inspiraba una leve claustrofobia, a la que contribuía también el hecho de que, a pesar del espléndido sol que hacía fuera, en el interior reinaba la penumbra. Sólo junto a la recepción había una franja brillante de luz solar en la pared, que iluminaba una zona con revestimiento de madera oscura y un expositor con revistas en alemán, francés e inglés. Vi también una campanilla de plata en el mostrador y estaba a punto de hacerla sonar cuando se abrió una puerta a mis espaldas y apareció un joven uniformado.

– Buenas tardes, señor -dijo en tono cansino, y, tras introducirse detrás del mostrador, inició los trámites de registro. Musitó una disculpa por su ausencia pero, aun así, durante unos instantes su acogida me pareció un tanto brusca. En cuanto dije mi nombre, advertí en él un respingo y un cambio de actitud.

– Perdone que no le haya reconocido, señor Ryder. El director, el señor Hoffman, deseaba darle la bienvenida personalmente, pero, por desgracia, ha tenido que ausentarse para asistir a una reunión importante.

– No importa. Espero poder verle más tarde.

El hombre rellenó apresuradamente la tarjeta de registro, sin dejar de repetir lo mal que le sabría al director no haber estado allí para recibirme. Y mencionó un par de veces que los preparativos para «la noche del jueves» traían de cabeza a su jefe, obligándole a ausentarse del hotel mucho más tiempo que de costumbre. Me limité a asentir comprensivamente, incapaz de reunir fuerzas suficientes para inquirir detalles precisos sobre lo que se preparaba para «la noche del jueves».

– ¡Oh…! ¡Y el señor Brodsky está genial hoy! -añadió el conserje animándose-. Espléndido de veras. Esta mañana se ha pasado cuatro horas ensayando sin parar con la orquesta esa… ¡Y véalo ahora…! Aún dale que te pego…, repasándolo todo de pe a pa.

Indicó con un gesto hacia el fondo del vestíbulo. Sólo entonces me di cuenta de que estaban tocando el piano en algún lugar del edificio, pues la música destacaba apenas sobre el sordo ruido del tráfico que llegaba de la calle. Alguien repetía una y otra vez una misma frase musical no muy larga -perteneciente al segundo movimiento de Verticality , de Mullery-, interpretándola morosamente, con los cinco sentidos en ello.

– Si el director hubiera estado en el hotel -seguía diciendo el conserje-, seguro que le habría comunicado su llegada al señor Brodsky para que saliera a saludarle… Pero yo…, no sé… -se excusó riendo-. No estoy muy seguro de atreverme a molestarle. Está totalmente enfrascado en su tarea, ya ve.

– Sí, claro, claro… En otro momento.

– Si el señor director hubiera sabido que… -Dejó la frase inacabada para reír de nuevo. E, inclinándose sobre el mostrador, dijo en tono confidencial-: ¿Se imagina usted, señor?… Algunos huéspedes han tenido el valor de quejarse. De que cerremos, como ahora, el saloncito cada vez que el señor Brodsky necesita el piano. ¡Es sorprendente cómo son algunos! Ayer mismo fueron dos a quejarse al señor Hoffman. Ni que decir tiene que él les paró enseguida los pies…

– No lo dudo. Así que Brodsky, dice usted… -Estaba dándole vueltas al nombre, pero no me decía absolutamente nada. Noté que el conserje me observaba con expresión de perplejidad y me apresuré a terminar-: Sí, sí, por supuesto… Espero tener ocasión de conocer personalmente al señor Brodsky.

– ¡Si estuviera aquí el señor director…!

– No se preocupe, de verdad. Y ahora, si todo está en orden, le agradecería…

– Por supuesto, señor. Debe de estar usted muy fatigado después de un viaje tan largo. Aquí tiene su llave. Gustav le acompañará a su habitación.

Miré a mi espalda y vi a un mozo de hotel de edad madura que aguardaba al otro lado del vestíbulo. Estaba de pie frente a la puerta abierta del ascensor, mirando el interior con aire absorto. Se sobresaltó cuando me acerqué a él. Alzó del suelo mis maletas y se apresuró a entrar en el ascensor detrás de mí.

Mientras iniciábamos la subida, el anciano mozo seguía sosteniendo en sus manos mis dos maletas y noté que el esfuerzo congestionaba su rostro. Las maletas eran realmente pesadas y la preocupación de que el hombre pudiera pasar a mejor vida sin haberme conducido a mi habitación me hizo decirle:

– ¿No cree que sería mejor dejarlas en el suelo?

– Me alegra que lo diga, señor -respondió con una voz que, sorprendentemente, no delataba el esfuerzo físico que se estaba imponiendo-. Cuando comencé en esta profesión, hace ya muchos años, solía dejar los bultos en el suelo del ascensor, para alzarlos sólo cuando era absolutamente necesario. Al entrar en acción, por expresarlo de algún modo. De hecho tengo que confesar que empleé ese método durante mis primeros quince años de trabajar aquí. Es el que todavía utilizan muchos de los mozos jóvenes de la ciudad. Pero no me verá hacer eso ahora… Aparte de que no vamos demasiado lejos, señor.

Proseguimos la ascensión en silencio. Que rompí diciendo:

– ¿Así que lleva usted ya tiempo trabajando en este hotel?

– Veintisiete años se han cumplido ya, señor. Y he visto muchas cosas en todo ese tiempo. Aunque, por supuesto, el hotel data de mucho antes de venir yo a él. Se dice que Federico el Grande se alojó aquí una noche, en el siglo dieciocho, y según todos los indicios era ya una posada acreditada desde mucho antes. ¡Oh, sí…! En el transcurso de los años se han vivido aquí acontecimientos de gran interés histórico. En otro momento, cuando el señor no esté tan cansado, me encantará contarle algunos de ellos.

– Pero me estaba usted diciendo por qué consideraba un error dejar el equipaje en el suelo…

– ¡Ah, sí…, en efecto! Es un tema muy interesante. Verá usted, señor… Ya imaginará usted que en una ciudad como ésta hay muchos hoteles. Lo que quiere decir que, en un momento u otro de sus vidas, muchos paisanos míos han probado a ejercer el oficio de mozo de hotel. Pero hay quienes parecen creer que con venir y ponerse el uniforme ya está, que serán capaces de realizar el trabajo. Es una ilusión bastante extendida en esta ciudad. Un mito local, podría decirse. Y me apresuro a reconocer que hubo un tiempo en que yo mismo irreflexivamente lo creí también. Pero en cierta ocasión, mucho ha llovido desde entonces, mi mujer y yo nos permitimos unas pequeñas vacaciones y fuimos a Suiza, a Lucerna. Mi mujer ya no vive, señor…, pero siempre que pienso en ella me acuerdo de aquellas vacaciones. Es un paisaje precioso el del lago… Sin duda lo conocerá usted. Dimos algunos deliciosos paseos en barca por las mañanas, después del desayuno. Pero, en fin…, como le estaba diciendo, durante aquellas vacaciones observé que la gente de aquella ciudad no tenía las mismas ideas preconcebidas acerca de los mozos de hotel que las que aquí se estilan.

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