Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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A los pocos minutos, finalmente, me venció el cansancio y decidí que de poco servía darle más vueltas al asunto mientras no hubiera dormido algo. Sabía por experiencia cuánto más claro se ve todo después de un descanso. Luego podría localizar a la señorita Stratmann, le explicaría el malentendido, obtendría de ella una copia de mi programa y haría que me ilustrara sobre todos los puntos que requirieran sus aclaraciones.

Estaba empezando a adormilarme cuando, de pronto, algo me hizo abrir de nuevo los ojos y elevarlos al techo. Dediqué un rato a estudiarlo con suma atención y luego me senté en la cama y me puse a mirar a mi alrededor mientras aumentaba por segundos mi sensación de reconocer aquel sitio. La habitación en que me encontraba, ahora lo veía, era la misma que había sido mi dormitorio durante los dos años que mis padres y yo habíamos vivido en casa de mi tía, en las tierras limítrofes entre Inglaterra y Gales. Volví a examinarla atentamente y, echándome otra vez hacia atrás, alcé la mirada para estudiar de nuevo el techo. El enlucido era reciente, como la pintura, y parecía mayor porque habían quitado las cornisas; también habían eliminado por completo las molduras que señalaban el lugar del que colgaba la lámpara. Pero era, sin posibilidad de confusión, el mismo techo que había contemplado tantísimas veces desde la estrecha y crujiente cama en que dormía entonces.

Me puse de lado y miré el suelo, junto a la cama. El hotel había dispuesto una alfombra oscura en el lugar en que supuestamente aterrizarían mis pies al saltar del lecho. Recordaba ahora que aquella misma zona del suelo había estado cubierta en otros tiempos por una desgastada estera verde, en la que varias veces por semana desplegaba yo mis soldados de plástico -más de un centenar en total, que guardaba en dos latas de galletas- en formación perfecta. Alargué el brazo y rocé con los dedos la alfombra del hotel, en un gesto que evocó en mí el recuerdo de cierta tarde en la que, mientras me hallaba perdido en mi mundo de soldados de plástico, estalló una riña tremenda en el piso de abajo. La ferocidad de las voces había sido tal, que incluso un niño de seis o siete años como era yo entonces tuvo que darse cuenta de que no se trataba de una discusión ordinaria. Pero le quité importancia y seguí con la mejilla apoyada en la estera, enfrascado en mis planes de batalla. Más o menos en el centro de aquella estera verde había un roto cuya existencia me había fastidiado siempre. Pero aquella tarde, mientras los gritos arreciaban abajo, se me ocurrió por primera vez que podría utilizarlo como una especie de terreno agreste y enmarañado por el que debían cruzar mis soldados. Descubrir que el defecto que había amenazado siempre con socavar mi mundo imaginario podía ser integrado perfectamente en él me resultó excitante, y desde entonces aquel terreno impracticable se convirtió en un elemento clave para muchas de las batallas que posteriormente orquesté.

Todos estos recuerdos vinieron a mi memoria mientras seguía con la mirada clavada en el techo. Por supuesto que era muy consciente de las transformaciones que había sufrido la habitación. Pero la idea de que, después de tanto tiempo, volvía a encontrarme en aquel santuario de mi infancia hizo brotar en mí una profunda sensación de paz. Cerré los ojos y por un instante fue como si me hallara rodeado otra vez del viejo mobiliario del cuarto. En el rincón de la derecha estaba el alto armario blanco que tenía roto el tirador de la puerta. En la pared, sobre mi cabeza, una vista de la catedral de Salisbury pintada por mi tía. La mesita de noche tenía dos cajoncitos que guardaban mis pequeños tesoros y mis secretos… Todas las tensiones del día…, el larguísimo vuelo, las confusiones acerca de mi programa, los problemas de Gustav… parecieron esfumarse de pronto, y me sumí en un sueño profundo y reparador.

2

Cuando me despertó el timbre del teléfono situado junto a la cabecera de la cama, tuve la sensación de que llevaba algún tiempo sonando. Levanté el aparato y oí una voz:

– ¿Oiga? ¿El señor Ryder?

– Sí, yo mismo.

– ¡Ah, señor Ryder…! Le habla el señor Hoffman. El director del hotel.

– Mucho gusto.

– Permítame decirle, señor Ryder, que estamos muy contentos de tenerlo por fin con nosotros. Es usted muy bien recibido aquí.

– Muchas gracias.

– Un huésped sumamente distinguido, señor. Y, por favor, no se preocupe en absoluto por el retraso de su llegada… Todos lo han comprendido perfectamente, como creo que le ha dicho ya la señorita Stratmann. Después de todo, cuando uno ha de realizar viajes tan largos y tiene tantos compromisos en todo el mundo…, bueno…, estas cosas son a veces inevitables.

– Pero…

– Nada, nada, señor… No se hable más de ello. Como le digo, todas las damas y caballeros presentes se han mostrado muy comprensivos. Así que dejemos el tema. Lo importante es que está usted aquí. Y aunque fuera por eso sólo, señor Ryder, le debemos una inmensa gratitud.

– En fin, señor Hoffman…, muchísimas gracias.

– Ahora, señor, si no está usted ocupado en este momento, me encantaría pasar a presentarle personalmente mis respetos. Para darle mi bienvenida a nuestra ciudad y a este hotel.

– Es usted muy amable. Pero es que justamente ahora me disponía a echar una pequeña siesta…

– ¿Una siesta? -Noté un chispazo de irritación en la voz, pero al instante recuperó por completo su cordialidad-. ¡Sí, claro, claro! Debe de estar usted muy fatigado. ¡Ha sido un viaje tan largo! Dejémoslo, pues, para cuando le vaya a usted bien… Ya me avisará.

– Estaré encantado de conocerle, señor Hoffman. No tardaré mucho en bajar, se lo aseguro.

– Cuando le vaya bien, por favor. Yo estaré esperándole aquí…, en el vestíbulo quiero decir…, todo el tiempo que sea necesario. No tenga ninguna prisa, se lo ruego.

Reflexioné un instante sobre estas palabras, y observé:

– Pero, señor Hoffman…, sin duda tendrá usted muchas otras cosas que hacer…

– Sí, es cierto… Ésta es la hora más ajetreada del día. Pero, tratándose de usted, señor Ryder, aguardaré con gusto cuanto sea preciso.

– Por favor, señor Hoffman, no pierda su valioso tiempo por mí. Bajaré dentro de poco e iré a buscarle a su despacho.

– No es ninguna molestia, señor Ryder. Será un honor esperarle aquí. Le repito que se tome su tiempo. Y le aseguro que no me moveré de aquí hasta que usted baje.

Le di las gracias otra vez y colgué el teléfono. Incorporándome en la cama, miré a mi alrededor y, por la luz que entraba por el ventanal, deduje que ya estaba avanzada la tarde. Me sentía más cansado que antes, pero no parecía tener otra opción que bajar al vestíbulo. Así que salté de la cama, fui hasta donde se hallaban mis maletas y saqué de una de ellas una chaqueta menos arrugada que la que llevaba puesta. Mientras me la ponía, sentí un vivo deseo de tomarme un café, y a los pocos momentos abandoné mi habitación con el deseo transformado casi en una necesidad apremiante.

Al salir del ascensor encontré el vestíbulo mucho más animado que antes. Los butacones que veía a mi alrededor estaban ocupados por huéspedes que hojeaban periódicos o charlaban tomando café. Junto al mostrador de recepción había varios japoneses que se saludaban unos a otros con muestras de gran regocijo. Me distraje un poco con aquella transformación y no advertí al director del hotel hasta tenerlo prácticamente pegado a mí.

Era un individuo de unos cincuenta años de edad, más corpulento y pesado de lo que había imaginado yo por su voz al teléfono. Me tendió la mano sonriendo de oreja a oreja. Yo hice otro tanto, y noté al hacerlo que su respiración era jadeante y tenía la frente ligeramente perlada de sudor.

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