De nuevo se sumió en el mutismo. Al cabo de un rato de caminar en silencio, dije con un suspiro:
– Nunca es fácil cambiar la opinión pública.
Pedersen dio unos cuantos pasos más antes de volver a hablar:
– Tiene usted que considerar cuál fue nuestro punto de partida. Porque, si lo mira de esa forma, si piensa desde dónde empezamos, verá que hemos hecho importantes progresos. Compréndame… El señor Brodsky lleva mucho tiempo viviendo entre nosotros, y en todos estos años nadie le había oído hablar de música, y mucho menos tocar… Sí, claro… Todos teníamos una vaga idea de que, en tiempos, fue director de orquesta en su país de origen… Pero, dado que nunca le habíamos visto en esa faceta, jamás lo consideramos un músico. En realidad, si he de serle sincero, hasta hace muy poco el señor Brodsky sólo se hacía notar cuando se emborrachaba y recorría las calles de la ciudad haciendo eses y vociferando. El resto del tiempo no era más que un individuo solitario que vivía con su perro en una casa de las afueras, saliendo por la carretera del norte. Bueno…, esto no es del todo cierto: la gente también lo conocía de verlo en la biblioteca pública. Dos o tres días por semana, acudía a la biblioteca a primera hora, ocupaba su sillón habitual bajo los ventanales y ataba a su perro a la pata de la mesa. Va contra las ordenanzas meter allí a un perro, pero las bibliotecarias habían decidido hace mucho tiempo que era más sencillo dejarle entrar con él. Más sencillo que empezar un altercado con el señor Brodsky. Así que con frecuencia te lo encontrabas en la sala de lectura, hojeando su montón de libros…, siempre los mismos gruesos volúmenes de Historia. Y si alguien en la sala iniciaba la más mínima conversación, aunque sólo fuera para susurrar unas palabras de saludo, él saltaba como un resorte de su asiento y reprendía a voz en grito al culpable. En teoría, claro, tenía todo el derecho a hacerlo. Pero la verdad es que jamás hemos sido demasiado estrictos con lo del silencio en nuestra biblioteca. Después de todo, a las gentes les gusta charlar un poco cuando se encuentran, allí o en cualquier otro lugar público. Y si se piensa que el propio señor Brodsky infringía las normas al entrar con su perro, no es raro que se diera cierta propensión a tildar su actitud de poco razonable. Pero es que, para colmo, algunas mañanas, de cuando en cuando, parecía apoderarse de él un humor harto curioso. Llevaba un rato leyendo en su mesa y de pronto su semblante se tornaba la viva expresión de la melancolía, y allí lo veías sentado, mirando al vacío, en ocasiones con los ojos arrasados en lágrimas. Si ello ocurría, los presentes podían tener la certeza de que no se metería con ellos si charlaban. Normalmente, alguien tanteaba primero el terreno, y, si el señor Brodsky no reaccionaba, la sala se convertía al instante en un hervidero de conversaciones. Hasta el punto de que, en tales casos…, es tan perversa la gente…, la biblioteca alcanzaba cotas de bullicio mucho más altas que en cualquier otro momento en que no se hallara presente el señor Brodsky. Recuerdo que una mañana fui a devolver un libro: aquello parecía una estación de ferrocarril. Tuve prácticamente que gritar para hacerme oír por la encargada del servicio de préstamos. Y allí estaba el señor Brodsky, callado e inmóvil en medio del bullicio, ensimismado en su propio universo. Debo decir que daba pena verlo. La luz de la mañana acentuaba su aire de fragilidad. Le caía una gotita de la punta de la nariz, su mirada se perdía en la lejanía y se había olvidado por completo de la página que tenía delante. Se me antojó un poco cruel aquel cambio operado en el ambiente: era como si todos estuvieran aprovechándose de él, aunque no estoy muy seguro del sentido que pueda tener esto. Entiéndame…, en cualquier otra mañana, él habría sido capaz de hacer callar a todo el mundo en un instante… En fin, señor Ryder…, lo que estoy intentando decirle es que ésa era la imagen que durante muchos años tuvimos del señor Brodsky. Supongo que es mucho esperar que la gente cambie por completo y en tan poco tiempo el concepto que se había formado de él. Se han hecho muchos progresos, pero como usted mismo acaba de ver… -De nuevo pareció sumirse en la exasperación-. Y, sin embargo, ellos deberían ser más juiciosos… -murmuró para sí.
Nos detuvimos en un cruce. La niebla se había espesado mucho, y yo me sentía desorientado por completo. Pedersen miró a su alrededor y reanudó la marcha, guiándome por una calle estrecha y con hileras de coches aparcados sobre las aceras.
– Le acompañaré al hotel, señor Ryder. Por ahí también puedo ir a mi casa sin desviarme mucho. Confío en que el hotel sea de su agrado…
– ¡Oh, sí…! Está muy bien.
Durante un rato los coches aparcados en la acera nos obligaron a caminar uno detrás de otro. Luego salimos al centro de la calzada y, cuando me coloqué al lado de Pedersen, pude verlo mucho más animado. Sonrió y me dijo:
– Tengo entendido que irá usted mañana a casa de la condesa para oír esos discos. Me consta que el señor Von Winterstein, nuestro alcalde, quiere reunirse allí con ustedes. Está deseando hacer un aparte con usted para tratar de ciertos temas.
Pero lo más importante de todo son los discos, naturalmente… ¡Son algo extraordinario!
– Sí, yo también siento mucha curiosidad…
– La señora condesa es una mujer muy notable. Ha dado ya muchas veces prueba de una profundidad de pensamiento que nos ha dejado a todos avergonzados. En más de una ocasión le he preguntado cómo diablos se le ocurrió esa idea. «Una corazonada», me responde siempre. «Me desperté una mañana con esa corazonada.» ¡Qué mujer…! Normalmente habría sido complicadísimo obtener esas grabaciones… Pero ella se las arregló para conseguirlas a través de una casa especializada de Berlín. No hará falta que le diga que nosotros, entonces, no conocíamos su proyecto. Y me atrevería a decir que, de haberlo conocido, nos habríamos reído de él. Hasta que una tarde nos convocó a todos en su residencia (dos años hizo el mes pasado). Recuerdo que era un atardecer espléndido, soleado… Y nos reunió en el saloncito de su casa, a los once, completamente ajenos al motivo de aquella entrevista. Nos sirvió un aperitivo e inmediatamente comenzó a dirigirnos la palabra. Que llevábamos demasiado tiempo lamentándonos, nos dijo, y que ya iba siendo hora de que hiciéramos algo. Que ya iba siendo hora de que reconociéramos cuán torpemente habíamos actuado y de dar algunos pasos eficaces para reparar, en la medida de lo posible, el daño. Porque, si no lo hacíamos, nuestros nietos, y los hijos de nuestros nietos, jamás nos lo perdonarían. Bien… Nada de todo ello nos resultó nuevo: llevábamos meses repitiéndonos unos a otros esos o parecidos sentimientos. Nos limitamos, pues, a asentir con los habituales murmullos de aprobación. Y la condesa continuó hablando. En cuanto al señor Christoff, afirmó, poco más había que hacer. Estaba ya completamente desacreditado entre las gentes de toda condición de nuestra ciudad. Lo cual, sin embargo, difícilmente bastaría para dar marcha atrás en la espiral de decadencia, cada vez más vertiginosa, en que se hallaba atrapado el corazón de nuestra comunidad. Teníamos que forjar un nuevo espíritu, una nueva era. Todos asentimos… Y, la verdad, señor Ryder, también estas palabras eran como un eco de lo que tantas veces habíamos hablado entre nosotros. Y así se lo hizo saber el señor Von Winterstein, con la más extremada cortesía, por supuesto. Fue entonces cuando la condesa empezó a revelarnos lo que tenía en mente. Dijo que quizá habíamos tenido siempre la solución muy a mano. Siguió explicándose y…, bueno…, al principio apenas podíamos dar crédito a nuestros oídos. ¿El señor Brodsky? ¿El asiduo de la biblioteca, el de las borracheras en plena vía pública? ¿Se refería en serio al señor Brodsky? Porque se trataba de la condesa, porque, si no, estoy seguro de que nos habríamos desternillado de risa. Ella, sin embargo, lo recuerdo muy bien, se mostró sumamente segura de sí misma. Sugirió que nos pusiéramos cómodos, porque tenía unos discos que deseaba que escucháramos. Con suma atención. Y a continuación empezó a ponerlos uno tras otro mientras permanecíamos inmóviles en nuestros asientos y el sol iba poniéndose despacio fuera. La calidad de las grabaciones era muy deficiente. Y el equipo de la condesa, como comprobará usted mismo mañana, es más bien anticuado. Pero nada de eso importó gran cosa. En cuestión de minutos, la música nos hechizó a todos, nos arrulló en un mar de profunda serenidad. Algunos teníamos los ojos empañados de lágrimas. Nos dábamos perfecta cuenta de estar escuchando lo que tanto habíamos echado de menos a lo largo de los años. De pronto nos pareció incomprensible que alguna vez hubiéramos podido aplaudir a alguien como el señor Christoff. ¡Por fin volvíamos a oír auténtica música! La obra de un director que no sólo era un genio, sino que, además, sintonizaba con nuestros valores. Al cabo cesó la música, y nos levantamos, y estiramos las piernas (la audición había durado tres horas largas), y… le seré sincero…, aquella idea sobre el señor Brodsky, ¡el señor Brodsky!, seguía pareciéndonos igual de absurda. Las grabaciones, nos apresuramos a objetar, eran muy antiguas… El señor Brodsky, por razones que él conocería mejor que nadie, hacía mucho tiempo que había abandonado la música. Y, además, tenía sus…, sus problemas. Difícilmente podía parangonársele ya con aquel joven director de orquesta. Pronto nos vimos todos volviendo a expresar con gestos nuestras dudas. Pero la condesa volvió a tomar la palabra. Estábamos llegando a una situación crítica, insistió. Teníamos que mantener un espíritu abierto. Acudir al señor Brodsky, hablar con él, averiguar cuáles eran sus aptitudes actuales. A ninguno de nosotros había que recordarle lo apremiante de la situación. Todos podíamos citar docenas de casos harto tristes. Vidas destrozadas por la soledad. Familias enteras desesperanzadas de volver a gozar la felicidad que un día disfrutaron como lo más normal del mundo. Fue en ese instante cuando el señor Hoffman, el director de su hotel, carraspeó de pronto y declaró que él iría a ver al señor Brodsky.
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