– Muy cómoda.
– Se lo pregunto porque nos sentimos orgullosos de nuestras camas. Renovamos todos los colchones con mucha frecuencia. Ningún otro hotel de la ciudad los renueva con la niisma frecuencia que nosotros. Me consta que es así. Los colchones que desechamos seguirían considerándose útiles durante varios años más por muchos de nuestros sedicentes competidores. ¿Sabía usted, señor Ryder, que si se colocaran uno tras otro, a lo largo, todos los colchones que sustituimos quinquenalmente, se podría formar una línea, a lo largo de nuestra calle mayor, que iría desde la fuente que hay en la esquina de Sterngasse hasta la farmacia del señor Winkler?
– ¿De veras? Me parece impresionante.
– Permítame que le hable con franqueza, señor Ryder. He dedicado mucho tiempo al tema de su cuarto. Por supuesto, en los días previos a su llegada me pasé horas pensando qué habitación le asignaría. En la mayoría de los hoteles, la cuestión se habría zanjado simplemente respondiendo a una pregunta: «¿Cuál es la mejor habitación que tenemos?» Pero no en mí hotel, señor Ryder. A lo largo de los años he prestado tanta atención individualizada a tantas habitaciones distintas… Ha habido temporadas en las que incluso he llegado a obsesionarme…, ¡ja, ja!…, a obsesionarme, sí, por tal o cual habitación. En cuanto descubro las posibilidades de una determinada habitación, me paso días enteros pensando en ella, y después pongo especial cuidado en renovarla para que se acomode lo más posible a la visión que me he formado de ella. No siempre lo consigo, pero en muchas ocasiones los resultados, después de mucho trabajo, se han aproximado tanto a la imagen que me había forjado mentalmente que siento una satisfacción muy grande. Ahora bien, quizá sea un defecto de mi carácter, pero el caso es que, apenas he concluido a mi gusto la renovación de un cuarto, me entusiasmo con las posibilidades de otro. Hasta el extremo de que, antes de darme cuenta, me sorprendo dedicando muchas horas de reflexión al nuevo proyecto. Sí…, algunos lo llamarían obsesión, aunque yo no veo nada malo en ello. Pocas cosas hay tan tristes como un hotel con todas sus habitaciones cortadas por un patrón idéntico y anquilosado, "or lo que a mí respecta, cada habitación debe concebirse según sus propias características individuales. Pero, a lo que iba, señor Ryder. Lo que quiero decir es que, en mi hotel, no tengo ninguna habitación particularmente preferida. Por eso, tras mucho pensarlo, decidí que la que le he asignado era precisamente la que a usted más le agradaría. Claro que, después de conocerle personalmente, ya no estoy tan seguro.
– ¡Oh, no, señor Hoffman! -me apresuré a decir-. Mi actual habitación es perfecta.
– El caso es que he estado dándole vueltas varias veces al asunto a lo largo del día. Desde su llegada, señor Ryder… Y tengo la impresión de que, temperamentalmente, estaría usted más en consonancia con otra habitación que tengo en mente. Quizá se la muestre mañana por la mañana. Estoy seguro de que va a preferirla a la de ahora.
– No, señor Hoffman, de verdad. Mi actual habitación… -Permítame serle sincero, señor Ryder. Su llegada ha supuesto para la habitación que ahora ocupa la primera prueba de fuego. Compréndalo… Es la primera vez que he alojado en ella a un huésped tan distinguido desde que la reformé hace cuatro años. Claro que no podía prever entonces que usted iba a honrarnos algún día con su presencia. Pero lo cierto es que reformé esa habitación pensando claramente en alguien muy parecido a usted. Lo que estoy intentando decirle es que es la primera vez que esa habitación se ha destinado al uso para el que fue concebida. Y, bueno…, me doy perfecta cuenta de que hace cuatro años cometí varios errores importantes al redecorarla. ¡Es tan difícil incluso para alguien con tanta experiencia como yo! No, no hay la menor duda: no estoy satisfecho. No ha sido una conjunción feliz. Mi propuesta, señor, es que se mude a la 343, que considero mucho más acorde con su espíritu. Se sentirá más sereno en ella, y dormirá mejor. En cuanto a la que ocupa ahora, bien…, llevo todo el día pensando en ella y me parece que lo mejor será desmantelarla.
– ¡Hombre, señor Hoffman, eso sí que no! -La exclamación me salió del alma, y el señor Hoffman, sobresaltado, apartó la vista de la carretera para mirarme. Solté una carcajada y, recobrando el aplomo, añadí enseguida-: Lo que quiero decir es que, por favor, no se meta en tantos gastos y quebraderos de cabeza por mi causa.
– Lo haría por mi propia paz espiritual, señor Ryder…, se lo aseguro. Mi hotel es la obra de mi vida. Cometí un grave error con esa habitación, y no veo más salida que desmantelarla. -Pero, señor Hoffman…, esa habitación… Lo cierto es que le he tomado cariño. De verdad, me encuentro maravillosamente en ella.
– No lo entiendo, señor -respondió con expresión de genuino desconcierto-. Es obvio que esa habitación no le va bien. Ahora que le conozco, puedo afirmarlo con total certeza. No tiene usted que ser tan considerado… Me sorprende verlo tan apegado a ella.
Dejé escapar una carcajada, tal vez innecesariamente exagerada.
– ¡De eso nada! ¿Apegado a ella, dice usted? -volví a reírme-. Es sólo una habitación de hotel; nada más. Si hay que desmantelarla, ¡pues se desmantela! Me trasladaré gustoso a otra habitación.
– ¡Ah! Me alegra mucho que se lo tome así, señor Ryder. Habría sido una gran frustración para mí…, no sólo durante el resto de su estancia, sino en los años venideros…, pensar que una vez se alojó usted en mi hotel y se vio obligado a soportar una habitación tan inadecuada. La verdad es que no comprendo en qué estaría yo pensando hace cuatro años. ¡Qué tremendo error!
Llevábamos ya algún tiempo viajando a través de la noche sin ver los faros de otros coches. A lo lejos, eran visibles luces que tal vez pertenecieran a algunas granjas, pero aparte de ellas no había apenas nada que rompiera la vacía negrura a ambos costados. Seguimos un rato en silencio, y al cabo Hoffman dijo:
– Ha sido un golpe cruel del destino, señor Ryder… Ese perro…, bueno, tenía ya sus años, pero podía haber vivido otros dos o tres más. ¡Y los preparativos marchaban tan a pedir de boca! -Sacudió la cabeza-. ¡Qué inoportuno! -Luego se volvió hacia mí, sonriente, y prosiguió-: Pero no pierdo la esperanza. No, no la pierdo en absoluto. Nada podrá doblegarlo ahora…, ni siquiera una desgracia como ésta.
– Quizá deberían regalarle al señor Brodsky otro perro. Un cachorro tal vez…
Lo había dicho sin reflexionar, pero Hoffman pareció considerar mi propuesta con sumo respeto.
– No estoy muy seguro, señor Ryder. Debe darse cuenta de que estaba muy encariñado con Bruno. Apenas tenía otra compañía. Estará soportando una gran aflicción. Aunque quizá tenga usted razón y debamos aliviar su soledad, ahora que ya 110 tiene a Bruno. Tal vez un animal de otra especie, para empezar. Que consiga apaciguarlo. Una jaula con un pajarillo, por ejemplo. Luego, en su momento, cuando ya esté preparado, podríamos pensar en proporcionarle otro perro. No sé…
Permaneció callado los minutos siguientes, y creí que sus pensamientos se habían desviado hacia otro tema. Pero de pronto, con los ojos clavados en el negro asfalto de la carretera que serpeaba frente a nosotros, exclamó entre dientes, con intensa emoción:
– ¡Un buey! Sí, eso es, eso es…, ¡un buey, un buey! Para entonces yo ya estaba harto del asunto del perro de Brodsky, y me había retrepado calladamente en mi asiento con intención de relajarme durante el resto del viaje. Pero al rato, intentando averiguar algo acerca del acto al que nos disponíamos a asistir, dije:
Читать дальше