Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– Soy yo, señor… Hoffman. -Hubo una nueva pausa, y dijo-: Estoy abajo, en el vestíbulo.

– ¡Ah!

– Lo siento mucho, señor Ryder. Tal vez estaba usted ocupado en algo.

– Pues verá, sí… Estaba durmiendo. -Mi observación pareció dejar atónito a Hoffman, pues se hizo un nuevo silencio. En vista de ello, me apresuré a soltar una carcajada, y dije-: Quiero decir que me había echado en la cama. Naturalmente, no pensaba ponerme a dormir hasta…, hasta haber cumplido con todas mis obligaciones de la jornada.

– ¡Claro, claro…! -Percibí un timbre de alivio en la voz de Hoffman-. Estaba usted recuperando el aliento, por así decir. ¡Muy comprensible! Bien…, en todo caso, señor, le esperaré aquí en el vestíbulo.

Colgué el aparato y me quedé sentado en la cama preguntándome qué hacer. Me sentía más agotado que nunca -llevaba dormido escasamente unos minutos-, y tuve la tentación de olvidarme de Hoffman y de volver a conciliar el sueño. Pero finalmente comprendí que me sería imposible hacerlo, y salté de la cama.

Entonces descubrí que me había quedado dormido con el batín puesto. Iba a quitármelo y a vestirme cuando se me ocurrió que no hacía falta que me pusiera otra ropa para bajar a ver a Hoffman. Después de todo, a aquellas horas de la noche era improbable que me viera alguien aparte de Hoffman y el conserje. Además, si me presentaba en batín recalcaría sutil y agudamente lo avanzado de la hora y el hecho de que se me estaba privando de un merecido sueño. Salí, pues, al pasillo y me dirigí al ascensor. Estaba muy irritado.

Al principio, al menos, mi atuendo pareció obrar el efecto deseado, porque cuando Hoffman me vio entrar en el vestíbulo, sus primeras palabras fueron:

– Siento mucho haber interrumpido su descanso, señor Ryder. Debe de haber sido tan agotador para usted todo ese ajetreo del viaje…

No hice lo más mínimo por ocultar mi cansancio. Me pasé la mano por el pelo y asentí.

– No tiene por qué excusarse, señor Hoffman. Pero confío en que esto no nos lleve mucho rato. Lo cierto es que tiene usted razón: me siento sumamente cansado. -¡Oh, no, descuide! Será breve, muy breve. -Estupendo.

Observé que Hoffman llevaba puesta una gabardina y, debajo, un traje de etiqueta con fajín y pajarita.

– Se habrá enterado usted de la aciaga noticia, por supuesto… -dijo.

– ¿Una mala noticia?

– Muy mala, sí. Pero permítame decirle, señor, que confío…, que confío en que no redunde en nada grave. Y espero, señor Ryder, que antes de que concluya la velada haya llegado usted a ese mismo convencimiento.

– Seguro que sí -dije, buscando tranquilizarlo con mi asenso. Pero, tras un instante de vacilación, decidí que no me quedaba otro remedio y le pregunté sin más rodeos-. Lo siento, señor Hoffman, pero… ¿a qué mala noticia se refiere? ¡Ha habido tantas últimamente! Me miró, alarmado. -¿Tantas malas noticias? Solté una risita.

– Acerca de las guerras en África y todo eso… De todas partes llegan malas noticias -expliqué en tono de humor.

– ¡Oh, ya comprendo! Me refería, claro, a lo ocurrido con el perro del señor Brodsky.

– ¡Ah, sí! El perro del señor Brodsky…

– Convendrá usted conmigo, señor, en que es un asunto de lo más desdichado. ¡Precisamente ahora! Por mucho que hayas cuidado hasta el más mínimo detalle, ¡de pronto te encuentras con cosas como ésta! -suspiró, exasperado.

– Sí. Es horrible. Horrible.

– Pero, como le digo, no pierdo la confianza. Sí, confío de veras en que no va a tener mayores repercusiones. Y ahora…, ¿puedo sugerirle que nos vayamos enseguida? Es la mejor hora, señor Ryder. Es decir: no llegaremos ni demasiado temprano ni demasiado tarde… Como debe ser. Uno debe tomarse estas cosas con calma. No debe dejarse llevar por el pánico. Bien, señor…, pongámonos en marcha.

– Yo…, esto…, señor Hoffman… Me parece que no he atinado bien con mi atuendo para la ocasión… Tal vez me permitirá usted unos minutos para subir a mi habitación y ponerme cualquier otra cosa.

– ¡Oh, no! -exclamó Hoffman, dirigiéndome una fugaz mirada-. Tiene usted un aspecto magnífico, señor Ryder. No se preocupe, por favor. Y ahora -añadió, consultando con nerviosismo su reloj de pulsera-, sugiero que nos pongamos en camino. Sí, es el momento justo. Se lo ruego.

La noche era oscura, y la lluvia arreciaba fuera. Seguí a Hoffman y rodeamos el edificio del hotel hasta un caminillo que conducía a un pequeño aparcamiento al aire libre, en el que vi cinco o seis vehículos. Sólo había una luz prendida a uno de los postes de la valla metálica, y gracias a ella pude sortear los grandes charcos que se habían formado en el suelo.

Hoffman se acercó a un gran coche negro y me abrió la puerta del acompañante. Mientras me acercaba hacia ella fui notando que la humedad me empapaba poco a poco las zapatillas de fieltro. Y en el momento de subir al coche uno de mis pies se hundió en un charco y quedó completamente mojado. Dejé escapar una exclamación, pero Hoffman corría ya hacia la otra portezuela.

Mientras Hoffman maniobraba para salir del aparcamiento, hice cuanto puede por secarme los pies en el suelo enmoquetado. Cuando volví a alzar la cabeza circulábamos ya por la calle principal, y me sorprendió ver que el tráfico se había hecho muy denso. Más aún: que muchas tiendas y restaurantes Parecían haber despertado para recibir a la multitud de clientes que se divisaban a través de los escaparates iluminados. El tráfico seguía aumentando, y al llegar a un punto cercano al centro de la ciudad nos vimos atascados entre tres filas de vehículos. Hoffman consultó de nuevo su reloj y, con gesto contrariado, golpeó el volante del coche con la mano.

– ¡Qué mala suerte! -dije en tono cordial-. Y eso que cuando he estado fuera hace apenas un rato la ciudad parecía dormida.

Hoffman tenía un aire muy preocupado, y observó abstraído:

– El tráfico de esta ciudad va de mal en peor. No sé qué solución puede haber. -Golpeó otra vez el volante.

Durante los minutos siguientes permanecimos en silencio, abriéndonos paso lentamente a través del tráfico. En determinado momento, Hoffman dijo en voz baja:

– El señor Ryder ha tenido que hacer unas gestiones… Pensé que no había oído bien, pero volvió a repetir la frase -ahora acompañada de un suave ademán- y entonces caí en la cuenta de que estaba ensayando lo que iba a decir cuando llegáramos para explicar nuestro retraso.

– El señor Ryder ha tenido que hacer unas gestiones. El señor Ryder… ha tenido que hacer unas gestiones.

Seguimos avanzando entre el denso tráfico nocturno, y Hoffman seguía murmurando para sí frases que, en gran medida, yo no alcanzaba a entender. Se había encerrado en su mundo, y su aspecto revelaba una creciente tensión. Cuando por poco no logramos llegar a tiempo a una luz verde, le oí mascullar:

– ¡No, no, señor Brodsky! ¡Era espléndido, una criatura espléndida!

Finalmente tomamos un desvío y nos vimos circulando.por las afueras de la ciudad. No tardaron mucho en desaparecer de nuestra vista los edificios: viajábamos por una larga carretera a cuyos lados sólo se veían grandes espacios oscuros y abiertos, posiblemente tierras de labrantío. Ahora apenas había tráfico, y el potente automóvil pronto alcanzó una gran velocidad. Advertí que Hoffman se relajaba visiblemente y, cuando volvió a hablarme había recuperado ya en gran medida su habitual cortesía.

– Dígame, señor Ryder…, ¿encuentra nuestro hotel de su entera satisfacción?

– ¡Oh, sí! Todo es perfecto, gracias. -¿Le agrada su habitación?

– Sí, sí.

– ¿Y la cama? ¿La encuentra cómoda?

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