– Espero que no lleguemos demasiado tarde.
– No, no. Llegaremos a tiempo -replicó Hoffman. Su mente, sin embargo, parecía estar en otro lugar. Minutos después, le oí murmurar de nuevo:
– ¡Un buey! ¡Un buey!
Poco después la carretera dejó el campo abierto y atravesamos una agradable zona residencial. Pude ver en la oscuridad grandes casas con jardines, algunas de ellas rodeadas de altos muros o setos. Hoffman condujo con cuidado por las avenidas arboladas, y pude oírle ensayar una vez más para sus adentros las palabras que pensaba pronunciar en el lugar al que nos dirigíamos.
Cruzamos unas altas verjas de hierro y accedimos al patio de una espléndida mansión. Había ya muchos vehículos aparcados alrededor del edificio, por lo que al director del hotel le llevó algún tiempo encontrar un hueco donde dejar el coche. Luego se apeó precipitadamente y corrió hacia la entrada principal.
Me quedé un instante en mi asiento, estudiando la casa en busca de alguna clave que me indicara cuál era el acto que reclamaba nuestra presencia. En la fachada se abría una hilera de grandes ventanales que llegaban casi hasta el suelo. La mayoría se veían iluminados detrás de los cortinajes, pero no pude vislumbrar nada de lo que estuviera pasando en su interior.
Hoffman llamó al timbre y me instó, con gestos, a que me reuniera con él. Cuando me bajé del coche, el aguacero se había transformado en fina llovizna. Me arropé bien con mi batín y caminé hacia la casa poniendo mucho cuidado en evitar los charcos.
Abrió la puerta una doncella que nos hizo pasar a un amplio recibidor del que colgaban grandes retratos. La doncella, a juzgar por las fugaces miradas que se cruzaron entre ambos cuando él se quitó la gabardina para dársela, parecía conocer a Hoffman. Luego Hoffman se detuvo un momento ante un espejo para ajustarse la pajarita antes de conducirme hacia el interior de la casa.
Llegamos a un salón magnífico, brillantemente iluminado, en el que se estaba celebrando una recepción. Había como mínimo un centenar de invitados, todos vestidos de etiqueta, con copas en la mano, en animada charla. Cuando nos detuvimos en el umbral, Hoffman alzó un brazo ante mí, como para protegerme, y examinó el salón con la mirada.
– Aún no está aquí -murmuró al cabo. Luego, volviéndose hacia mí, me explicó, sonriente-: El señor Brodsky no ha llegado aún. Pero confío, confío en que ya no tardará mucho.
Exploró nuevamente el salón y, durante unos segundos, pareció desconcertado. Luego me dijo:
– Si tiene usted la bondad de aguardar aquí unos momentos, señor Ryder. Iré en busca de la condesa. ¡Ah! Y, por favor, escóndase un poco, si no le importa… ¡Ja, ja! Recuerde que se supone que usted es la gran sorpresa de la velada. Por favor… No tardaré.
Avanzó por el salón y durante unos instantes seguí su figura con la mirada: se movía entre los huéspedes con un semblante preocupado que constrastaba con la alegría reinante a su alrededor. Observé que algunas personas trataban de hablar con él, pero invariablemente Hoffman se alejaba rápidamente con sonrisa distraída. Al final lo perdí de vista y, probablemente por haberme asomado un poco en mi esfuerzo por volver a localizarlo, debí de descubrir mi presencia, pues escuché una voz a mi lado que me decía:
– ¡Ah, señor Ryder…, veo que ha llegado! ¡Qué bien tenerlo por fin entre nosotros!
Una mujer de imponente aspecto, de unos sesenta años de edad, había apoyado una mano en mi brazo. Sonreí y susurré algunas palabras corteses, y ella respondió: -Todo el mundo está deseando conocerle. Dicho lo cual empezó a guiarme con firmeza hacia el centro de la sala.
Mientras la seguía abriéndome paso entre los invitados, la mujer empezó a interrogarme. Al principio eran las habituales preguntas acerca de mi salud y del viaje. Pero luego, mientras proseguíamos nuestro periplo por el salón, demostró una curiosidad extraordinaria por mi opinión acerca del hotel. De hecho descendió a tantos detalles -qué me parecía el jabón, qué efecto me causaba la moqueta del vestíbulo…-, que empecé a sospechar que se tratara de alguna profesional competidora de Hoffman, molesta porque yo estuviera alojado en el establecimiento de éste. Sin embargo, su actitud y su forma de saludar con la cabeza y sonreír a todos los que íbamos encontrando a nuestro paso, mostraban claramente que era la anfitriona de la fiesta, lo que me llevó a inferir que se trataba de la condesa en persona.
Pensé que me conducía a algún lugar concreto del salón, o que buscaba a una determinada persona, pero al rato tuve la sensación indubitable de que nos movíamos lentamente en círculos. De hecho, varias veces me pareció haber pasado ya dos veces, como mínimo, por tal o cual punto del salón. Advertí también con extrañeza que, aunque muchas cabezas se volvían para saludar a mi anfitriona, ella no hacía ningún esfuerzo por presentarme a nadie. Más aún: que, aunque de vez en cuando algunos me sonreían cortésmente, nadie parecía interesarse especialmente por mi persona. Una cosa era cierta: nadie interrumpía la conversación que estuviera manteniendo porque yo pasara a su lado. Aquello me desconcertó, pues me había hecho a la idea de tener que capear el habitual agobio de cumplidos y preguntas.
Más adelante observé asimismo que en la atmósfera de aquel salón había algo extraño -algo forzado, teatral incluso, en la alegría que se respiraba-, que no logré identificar. Hasta que por fin nos detuvimos. La condesa se puso a conversar con dos damas profusamente enjoyadas, y tuve la oportunidad de reflexionar y coordinar mis impresiones. Sólo entonces me di cuenta de que aquella reunión no era un cóctel, sino una cena cuyo inicio todo el mundo aguardaba, una cena que debería haberse servido como mínimo hacía dos horas, pero que la condesa y sus colegas se habían visto obligados a retrasar ante las ausencias de Brodsky -oficialmente, el invitado de honor- y de mí mismo, que debía constituir la gran sorpresa de la velada. Después, prosiguiendo con mi ejercicio introspectivo, empecé a imaginar lo que había ocurrido con anterioridad a nuestra llegada.
La presente era, sin duda, la más concurrida de las cenas ofrecidas hasta la fecha en honor de Brodsky. Y puesto que, además, era la última antes del crucial acontecimiento del jueves por la noche, jamás se pensó que fuera a resultar una reunión desenfadada. La tardanza de Brodsky, para colmo, había acrecentado la tensión. Los invitados, sin embargo -todos ellos conscientes de ser la flor y nata de la ciudad-, habían hecho gala de su sangre fría, evitando escrupulosamente cualquier comentario que pudiera dar pie a la más mínima duda sobre la seriedad de Brodsky. La mayoría se las había ingeniado incluso para no mencionarlo en absoluto, aliviando sus íntimos temores con una inacabable especulación a propósito de la hora en que se serviría la cena.
Y entonces habían llegado las noticias relativas al perro de Brodsky. Un suceso cuyo conocimiento se había difundido inexplicablemente entre los reunidos, a pesar de los riesgos que entrañaba. Tal vez a través de una llamada telefónica recibida en la casa, que alguno de los munícipes presentes, en un errado intento de sosegar los ánimos, creyó oportuno compartir con los demás. En cualquier caso, las consecuencias de dejar que algo así corriera de boca en boca, en una concurrencia nerviosa ya por la preocupación y el hambre, eran de lo más previsibles. Y habían comenzado a circular ya por el salón toda clase de rumores alarmistas. Que si habían descubierto a Brodsky borracho como una cuba, acunando el cadáver de su perro. Que si Brodsky había sido encontrado en la calle, en medio de un charco, farfullando palabras ininteligibles. Que si, en fin, abrumado por el dolor, Brodsky había intentado suicidarse ingiriendo parafina. Esta última historia tenía su origen en un incidente ocurrido varios años atrás, cuando, en el transcurso de una francachela, Brodsky había sido trasladado al servicio de urgencias del hospital por un vecino suyo granjero, tras haberse echado al coleto cierta cantidad de parafina (jamás se supo si por una confusión de beodo o como resultado de una tentativa de suicidio). Fuera como fuere, estos y otros rumores habían dado pábulo a los más desesperanzados comentarios entre los invitados.
Читать дальше