Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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El joven dejó de hablar con un suspiro atribulado. Cuando transcurridos unos instantes vi que ni él ni la señorita Collins decían nada, inferí que esperaban mi opinión, y dije:

– Por supuesto que no es asunto mío, que es algo que debe usted decidir por sí mismo, pero mi impresión al respecto es que a estas alturas debería seguir con lo que había preparado…

– Sí, suponía que iba a decir eso, señor Ryder.

Era la señorita Collins quien había hablado. En su tono había un cinismo que me cogió de sorpresa y me hizo callar y volverme hacia ella. La vieja dama me miraba con perspicacia, y con cierto aire de suficiencia.

– Sin duda -prosiguió- usted lo llamaría…, ¿cómo?, ah, sí, «integridad artística».

– No es exactamente eso, señorita Collins -dije yo-. Se trata de que a mi juicio, y desde un punto de vista práctico, el momento ya es un tanto tardío…

– ¿Y cómo sabe usted que es tarde, señor Ryder? -volvió a interrumpirme-. Usted sabe muy poco de las facultades de Stephan. Para no hablar de las hondas implicaciones del aprieto en que se encuentra. ¿Cómo osa pronunciarse sobre este asunto como si estuviera dotado de una sensibilidad especial de la que el resto de nosotros carecemos?

Desde el comienzo de la intervención de la señorita Collins me había ido sintiendo más incómodo por momentos, y mientras me estaba diciendo esto último me sorprendí apartando los ojos para no tener que soportar su mirada inquisitiva. No se me ocurría ninguna réplica adecuada a sus preguntas, y al cabo de unos instantes, tras decidir que era mejor cortar por lo sano aquel enfrentamiento, solté una breve risa y me alejé hasta perderme entre la gente.

En el curso de los minutos siguientes me vi vagando por la sala sin rumbo. Como me había sucedido antes, la gente a veces se volvía cuando yo pasaba a su lado, pero nadie parecía reconocerme. En un momento dado vi a Pedersen, el caballero que había conocido en el cine. Reía en compañía de otros invitados, y pensé en unirme a ellos, pero antes de que pudiera hacerlo sentí que algo me rozaba el codo y me volví y vi a mi lado a Hoffman.

– Siento haberle dejado solo. Espero que le hayan cuidado bien. ¡Vaya situación!

El director del hotel respiraba pesadamente y tenía la cara perlada de sudor.

– Oh, sí. Me estoy divirtiendo.

– Perdóneme, pero tuve que ausentarme para responder a una llamada telefónica. Pero ahora están en camino; sí, definitivamente están en camino. El señor Brodsky estará aquí en un abrir y cerrar de ojos. ¡Santo Dios! -Miró en torno, y luego se inclinó hacia mí y me dijo en voz baja-: La elaboración de la lista de invitados no ha sido muy acertada. Se lo advertí a los organizadores. ¡Ver aquí a cierta gente! -Sacudió la cabeza-. ¡Vaya situación!

– Pero al menos el señor Brodsky está a punto de llegar…

– Oh, sí, sí. Debo decirle, señor Ryder, que siento un gran alivio al tenerle con nosotros esta noche. Justo en el momento en que le necesitamos. Si consideramos las cosas globalmente, no veo razón para que deba cambiar demasiado su discurso a causa de…, hmm, las presentes circunstancias. Quizá una alusión o dos a la tragedia no estarían fuera de lugar, pero nos ocuparemos de que alguien diga expresamente unas palabras sobre el perro, de modo que usted no tiene por qué desviarse mucho de lo que tiene preparado. Lo único…, ejem, bueno, que su discurso no debería ser demasiado largo. Pero, claro está, usted es la última persona a quien… -Una pequeña carcajada dejó en suspenso la frase. Hoffman volvió a echar una mirada a su alrededor-. Tener que ver aquí a cierta gente… -repitió-. Errónea la lista, sí, señor… Se lo advertí a quienes la han confeccionado.

Hoffman se puso a examinar la sala con la mirada, y yo aproveché la ocasión para pensar en el discurso que el director del hotel había mencionado instantes antes. Y al cabo dije:

– Señor Hoffman, en vista de las circunstancias, no veo con claridad el momento exacto en que habré de levantarme y…

– Ah, entiendo, entiendo… Qué sensibilidad la suya. Como bien dice, si se limita a levantarse en el momento en apariencia más apropiado, no sabemos cómo podría resultar… Sí, sí, qué perspicaz es usted. Yo estaré sentado al lado del señor Brodsky, así que quizá no le importe dejar en mis manos la elección del mejor momento. Seguro que es tan amable de aguardar a que yo le haga una seña. Santo Dios, señor Ryder, resulta tan tranquilizador tener a alguien como usted en momentos como éste…

– Me complace mucho poder servirles de ayuda.

Un ruido procedente del otro extremo de la sala hizo que Hoffman se volviera bruscamente. Estiró el cuello para ver lo que pasaba, aunque era obvio que no podía ser nada importante. Tosí discretamente para recuperar su atención.

– Señor Hoffman, hay otro pequeño asunto que me gustaría exponerle. Me estaba preguntando… -Señalé mi bata con un gesto-. Tal vez sería conveniente que me pusiera algo más… formal. Me pregunto si sería posible que alguien me prestara algo de ropa. Nada especial.

Hoffman miró sin mucha atención mi atuendo, y volvió a mirar hacia otro lado casi de inmediato, mientras decía distraídamente:

– Oh, no se preocupe, señor Ryder. Aquí no somos nada «estirados» al respecto.

Volvió a estirar el cuello para alcanzar con la vista el otro extremo de la sala. Estaba claro que no se hacía cargo en absoluto de mi problema, y estaba a punto de volver a planteárselo cuando ambos percibimos un revuelo cerca de la entrada de la sala. Hoffman dio un respingo, y luego se volvió hacia mí con una exagerada e irritante sonrisa en el semblante.

– ¡Ya está aquí! -susurró, mientras me daba un golpecito en el hombro y se alejaba apresuradamente.

Se hizo el silencio en la sala, y por espacio de unos segundos todos miraron hacia la puerta. También yo traté de ver lo que pasaba, pero mi vista se topaba con multitud de obstáculos y no conseguí vislumbrar nada. De pronto, como si acabaran de recordar la decisión tomada, los corros que había a mi alrededor reanudaron sus conversaciones en tono de contento controlado.

Me abrí paso entre los invitados y en un momento dado vi a Brodsky cruzando la sala asistido por varias personas. La condesa le servía de apoyo a uno de los brazos, Hoffman al otro, y cuatro o cinco personas se movían agitadamente en torno a ellos. Brodsky, desentendido abiertamente de la presencia de sus acompañantes, miraba sombríamente el ornado techo de la sala. Era más alto, de cuerpo más erguido de lo que yo había imaginado, aunque en aquel momento avanzaba con tal rigidez, y con una inclinación tan extraña, que desde cierta distancia daba la impresión de que sus acompañantes lo estuvieran llevando sobre patines. Iba sin afeitar, pero no de forma escandalosa, y tenía el esmoquin un tanto torcido, como si en lugar de vestirse él lo hubiera vestido otra persona. Sus facciones, sin embargo, aunque arrugadas y ajadas por la edad, conservaban algún vestigio de los lejanos años gallardos.

Durante un instante pensé que lo conducían hacia mí, pero caí en la cuenta de que se dirigían hacia el comedor, situado en la habitación contigua. Un camarero, de pie en el umbral, recibió e hizo pasar a Brodsky y sus acompañantes, y mientras el grupo desaparecía en el interior del comedor se hizo otro silencio en nuestra sala. Poco después, los invitados retomaron la charla, pero yo pude percibir una tensión nueva en el ambiente.

Entonces me percaté de que, adosada a una pared, aislada, había una silla alta y recta, y se me ocurrió que si me situaba en una posición de privilegio me resultaría más fácil calibrar el estado de ánimo de la concurrencia y decidir el adecuado tenor de mi disertación en la cena. Así que fui hasta ella, tomé asiento y permanecí allí durante un rato observando la sala.

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