Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Sentí lástima por él, y rompí el silencio para decirle:

– Ya sé que no es asunto de mi incumbencia, y confío en que no tomará a mal mis palabras, pero pienso que sus padres han sido injustos con usted en lo relativo a su modo de tocar el piano. Mi consejo es que trate de disfrutar cuanto pueda tocándolo, que obtenga de ello satisfacción y sentido, con independencia de lo que ellos piensen.

El joven reflexionó unos momentos sobre mis palabras, y luego dijo:

– Le agradezco mucho, señor Ryder, que se interese por mi situación y demás… Pero, en realidad…, bien, para decirlo sin ambages…, me temo que no pueda usted entenderlo. Comprendo que, para un extraño, la actitud de mi madre aquella noche pueda parecer un poco…, ¿cómo diría?…, un poco desconsiderada. Pero sería injusto con ella, y lamentaría que se llevara usted una impresión equivocada. Ha de verlo todo en su contexto… Todo empezó cuando yo tenía cuatro años y la señora Tilkowski fue mi profesora de piano. Supongo que eso no tiene por qué decirle gran cosa, señor Ryder…, pero, comprenda…, la señora Tilkowski no es una profesora de piano cualquiera, sino un personaje muy estimado en esta ciudad. Sus servicios no se hallan a disposición de quien pueda pagarlos…, aunque, naturalmente, cobra por prestarlos. Quiero decir, que es muy seria en su trabajo y que sólo acepta como alumnos a los hijos de la élite artística e intelectual de nuestra ciudad. Por ejemplo, dio clases de piano a las dos hijas de Paulo Rozario, el pintor surrealista, que vivió aquí algún tiempo. Y a los hijos del profesor Diegelmann. Y también a las sobrinas de la condesa. Escoge muy cuidadosamente a sus alumnos, por lo que fui muy afortunado cuando me aceptó, en particular teniendo en cuenta que mi padre, en aquel entonces, no había alcanzado el estatus social de que hoy goza en nuestra comunidad. Pero supongo que mis padres ya estaban consagrados a las artes como lo están hoy. En los recuerdos de mi infancia los veo hablando siempre de artistas y de músicos, y de lo importante que era prestarles apoyo. Mamá casi no sale de casa ahora, pero entonces llevaba una vida social mucho más intensa. Si, por ejemplo, visitaba la ciudad algún músico o una orquesta, siempre se sentía obligada a hacer algo para agasajarles. No le bastaba con acudir al concierto, sino que procuraba verlos después en el camerino para expresarles de viva voz sus elogios. Y lo hacía incluso en las ocasiones en que el artista no se había lucido especialmente, a fin de brindarle unas palabras de ánimo y de ofrecerle algunas sugerencias amables. De hecho invitaba a menudo a los músicos a venir de visita a casa, o se ofrecía a acompañarlos para enseñarles la ciudad. Cierto que habitualmente las agendas de los visitantes eran muy apretadas y no disponían de tiempo para aceptar su ofrecimiento pero, como su propia experiencia podrá corroborar, esas invitaciones son de lo más oportunas para elevar la moral de un intérprete. En cuanto a mi padre, estaba siempre sumamente ocupado, pero también lo recuerdo poniendo su granito de arena. Si se ofrecía una recepción en honor de algún visitante célebre, papá se consideraba obligado a acompañar a mamá al acto, por absorbentes que fueran sus ocupaciones, para desempeñar su propio papel en la bienvenida. Así que compréndame, señor Ryder… Hasta donde alcanzan mis recuerdos, mis padres siempre han sido personas muy cultas, conscientes de la importancia que tienen las artes en nuestra sociedad… Y ésa debió de ser, con toda seguridad, la razón por la que la señora Tilkowski decidió finalmente aceptarme como discípulo. Ahora veo que aquello tuvo que representar entonces para mis padres un auténtico triunfo, y en especial para mamá, que fue probablemente quien se encargó de realizar las gestiones. ¡Y allí estaba yo, recibiendo lecciones de la señora Tilkowski en compañía de los hijos del señor Rozario y del profesor Diegelmann! Sin duda fue para los dos un motivo de orgullo. Y durante los primeros años lo hice realmente bien, hasta el punto de que la señora Tilkowski dijo de mí en cierta ocasión que era el más prometedor de todos los alumnos que había tenido en su vida… Las cosas fueron como una seda hasta…, bueno, hasta que cumplí los diez años.

El joven calló de pronto, tal vez lamentando el haberse expresado con tanta libertad. Pero yo me daba cuenta de que otra parte de él estaba deseando seguir con las confidencias, y le animé a ello con una pregunta:

– ¿Qué le ocurrió al cumplir los diez años? -Verá…, me avergüenza reconocerlo, y muy en particular confesárselo a usted, señor Ryder… El caso es que, al cumplir los diez años…, dejé de practicar. Me presentaba en casa de la señora Tilkowski sin haber ensayado mis ejercicios. Y cuando ella me preguntaba la razón, yo no respondía nada. Me resulta muy embarazoso confesarlo… Es como si estuviera hablando de otra persona…, y ojalá que así fuera… Pero si he de serle sincero…, ése fue mi comportamiento, tal como se lo cuento. Y al cabo de unas pocas semanas no le dejé otra opción a la señora Tilkowski que informar a mis padres de que, si las cosas no cambiaban, ya no podría seguir dándome clases. Supe después que mamá perdió los estribos y le gritó a la señora Tilkowski… Lo cierto es que la cosa acabó bastante mal.

– ¿Y después de eso tuvo usted otra profesora?

– Sí, una tal señorita Henze, que no era mala en absoluto, pero que no tenía la talla de la señorita Tilkowski. Yo seguí sin practicar en casa, pero la señorita Henze no era tan estricta. Luego, al cumplir los doce años, todo cambió. Es difícil explicarlo, y comprendo que puede sonar un poco raro. Fue una tarde, una tarde muy soleada, mientras me hallaba sentado en la salita de nuestra casa. Recuerdo que estaba leyendo una revista de deportes cuando entró mi padre. Llevaba puesto…, es como si lo estuviera viendo…, su chaleco gris y se había arremangado las mangas de la camisa. Se paró en mitad de la sala y se puso a contemplar el jardín a través de la ventana. Yo sabía que mamá estaba allí fuera, sentada en un banco que en aquel entonces solíamos colocar bajo los frutales, por lo que supuse que papá saldría también e iría a sentarse a su lado. Pero permaneció allí quieto. Me daba la espalda, así que no podía verle la cara. Pero cada vez que levantaba yo la cabeza, me lo encontraba con la vista fija en el jardín, en el punto donde estaba mamá. Bueno…, a la tercera o cuarta vez de dejar yo mi lectura para mirar a papá, que seguía sin salir, se me hizo de repente la luz. Quiero decir que me di cuenta de que mis padres llevaban meses prácticamente sin hablarse. Fue muy extraño caer en la cuenta de pronto de que hacía meses que no se hablaban. No sé cómo me había pasado por alto hasta entonces, pero era así, y ahora lo veía con una claridad meridiana. Me asaltaron en tropel los recuerdos… Las numerosas ocasiones recientes en las que papá y mamá se habrían dicho algo normalmente, y en las que sin embargo habían callado. No quiero decir que mantuvieran un silencio absoluto… Pero, ya me entiende…, entre los dos se había levantado un muro de frialdad que yo no había advertido hasta aquel instante. Le aseguro, señor Ryder, que aquel descubrimiento me produjo una sensación sumamente extraña. Máxime cuando, casi al mismo tiempo, me vino a la cabeza una sospecha horrible: que el cambio que advertía se remontaba muy probablemente a la fecha en que perdí a la señora Tilkowski. No podía estar seguro a causa del mucho tiempo que había pasado desde entonces; pero cuanto más pensaba en ello mayor era mi certeza de que fue entonces cuando empezó todo aquello. No recuerdo si papá salió o no al jardín ese día. En todo caso, yo no dije nada y fingí seguir leyendo mi revista. Pero al cabo de un rato subí a mi habitación, me tumbé en la cama y reflexioné detenidamente sobre el asunto. Fue a raíz de entonces cuando volví a aplicarme a mis ejercicios de piano. Empecé a practicarlos con suma diligencia y debí de hacer muchos progresos porque, a los pocos meses, mamá fue a ver a la señora Tilkowski para rogarle que considerara la posibilidad de readmitirme como discípulo. Ahora veo que debió de suponer una gran humillación para mamá, después de haberle gritado en aquella entrevista anterior, y que sin duda tuvo que costarle mucho trabajo convencer a la señora Tilkowski… Pero el resultado fue que la señora Tilkowski aceptó darme clases de nuevo, y que a partir de entonces me esforcé mucho, y que practicaba y practicaba sin cesar. Aunque, como comprenderá…, había perdido dos años cruciales. Usted, mejor que nadie, sabe cuán importante es esa etapa entre los diez y los doce años… Créame si le digo que hice todo lo posible por compensar de algún modo el tiempo perdido…, todo cuanto pude… Pero ya era demasiado tarde. Todavía hoy me pregunto a menudo: «¿Dónde diablos tenía yo la cabeza?» ¡Lo que daría hoy por poder recuperar aquel tiempo! Creo que ni siquiera mis padres se daban cuenta del tremendo daño que iba a significar la pérdida de aquellos dos años. Seguramente pensaban que, una vez recuperada la señora Tilkowski, el paréntesis no tendría importancia siempre que yo me esforzara de veras. Me consta que la señora Tilkowski trató de sacarlos de su error en más de una ocasión, pero creo que me querían tanto y que se sentían tan orgullosos de mí, que no quisieron ver la realidad. Porque durante algunos años más siguieron dando por sentado que yo hacía constantes progresos y que tenía excelentes dotes. Hasta que, cuando cumplí los diecisiete años, se toparon con la dura realidad. Se celebraba un concurso de piano, el Jürgen Flemming Prize, organizado por el Instituto Municipal de Bellas Artes para las jóvenes promesas de la ciudad. Tenía bastante fama, aunque ahora ha dejado de convocarse por falta de financiación. Cuando cumplí diecisiete años, como digo, a mis padres se les ocurrió que debía participar en ese concurso, y mamá, de hecho, inició los trámites preliminares para inscribirme. Y entonces, por primera vez, se dieron cuenta de lo lejos que estaba de un nivel aceptable. Escucharon con atención cómo tocaba -fue, quizá, la primera vez que lo hacían realmente- y se dieron cuenta de que mi participación en el certamen sólo serviría para avergonzarme y avergonzar a la familia. Yo deseaba, a pesar de todo, tener la oportunidad de competir, pero mis padres pensaron que podría ser un golpe demasiado duro para mí. Ya le digo que acababan de percatarse de cuán deficiente era mi forma de interpretar… Hasta entonces, las grandes esperanzas que tenían depositadas en mí, y supongo que también su cariño, les habían impedido escucharme con entera objetividad. Fue también la primera vez que apreciaron los estragos de aquellos dos años perdidos… En fin…, todo ello, como es lógico, supuso para mis padres una gran decepción. Mamá, en particular, pareció resignarse a la idea de que todo había sido en vano: sus desvelos, los anos de aprendizaje con la señora Tilkowski, su heroica decisión de ir a verla para que me readmitiera… Todo aquello le parecía ahora tremendamente inútil. Y se abandonó al desaliento: dejó de salir, de acudir a conciertos y funciones… Cierto que papá siguió acariciando aún alguna esperanza sobre mi persona. Es típico de él, en realidad: no perder la esperanza hasta el último instante. Todavía ahora, de cuando en cuando, quizá una vez al año, me pide que toque; y, cuando lo hace, puedo ver que aún confía en mí, que se dice a sí mismo: «Esta vez…, ¡esta vez será diferente!» Pero, en cuanto acabo de tocar y le miro, vuelvo a verlo alicaído. Cierto que se esfuerza por que yo no lo advierta, pero lo intuyo claramente. Y, sin embargo, el que él no haya renunciado a creer que podré lograrlo significa mucho para mí.

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