Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– ¡Ah, sí, sí! Hablamos de su recital de la noche del jueves.

– Se mostró usted muy amable conmigo, y me dijo que tal vez podría dedicarme unos minutos de su tiempo. Para escuchar mi interpretación de La Roche. Probablemente será del todo imposible, lo comprendo, pero…, en fin…, pensé que no se molestaría si se lo decía… El caso es que esta noche tenía previsto practicar un poco más en cuanto regresara al hotel. Y me preguntaba si, una vez que hubiera acabado usted con esos periodistas… Sin duda será una molestia para usted, pero si pudiera venir a escucharme unos minutos y darme su opinión… -Dejó la frase inacabada, y la prolongó con una risita.

Era evidente que el joven concedía a aquello una gran importancia, y me sentí inclinado a satisfacer su petición. Pero, tras pensarlo un instante, objeté:

– Lo siento muchísimo, pero esta noche estoy muy cansado. Es ineludible que me vaya a dormir cuanto antes. Pero no se preocupe; seguramente surgirá otra oportunidad muy pronto. Mire…, ¿por qué no dejamos el asunto así? No sé muy bien cuándo volveré a tener unos minutos libres; pero, en cuanto los tenga, telefonearé a recepción y pediré que le localicen. Si no está usted en el hotel en ese momento, volveré a intentarlo la próxima vez que esté libre…, y las que sean necesarias. Así acabaremos encontrando un momento que nos venga bien a los dos. Pero esta noche, la verdad… Dispénseme, se lo ruego… Necesito una buena noche de sueño.

– Por supuesto, señor Ryder… Me hago cargo. Hagamos lo que usted propone, por supuesto. Es muy amable de su parte. Aguardaré a recibir su aviso.

Las palabras de Stephan eran corteses, pero, al interpretar quizá mi respuesta como una negativa sutil, parecía excesivamente decepcionado. Era evidente que se hallaba en tal tensión nerviosa por su próxima actuación, que cualquier revés, por pequeño que fuera, tenía la virtud de desencadenar en él una oleada de pánico. Sentí cierta simpatía por él, y volví a decir para tranquilizarlo:

– No se preocupe. Seguro que pronto se nos presentará la ocasión.

La lluvia arreciaba mientras recorríamos las calles nocturnas. El joven llevaba un buen rato sin decir palabra, y temí que se hubiera enojado conmigo. Pero en un momento dado vislumbré su perfil a la luz cambiante y me di cuenta de que estaba rumiando un incidente que le había ocurrido años atrás. Era un episodio que había evocado muchas veces antes -a menudo en momentos de insomnio por la noche, o cuando conducía solo-, y que ahora volvía a su mente ante el temor de que yo fuera incapaz de ayudarle.

Ocurrió con ocasión del cumpleaños de su madre. Tras estacionar aquella noche su automóvil en el camino de entrada de la casa -el hecho se remontaba a sus primeros años de universidad, cuando estudiaba en Alemania-, se había armado de valor para pasar un par de horas ingratas. Pero su padre le había abierto la puerta y le había susurrado con entusiasmo:

– ¡Hoy está de buen humor! ¡De muy buen humor! -Luego había girado sobre sus talones para gritar al interior de la casa-: ¡Stephan ha llegado, cariño! Un poco tarde, pero ya está aquí. -Y de nuevo en voz baja-: De excelente humor. Del mejor en muchísimo tiempo.

El muchacho había pasado a la salita donde estaba su madre reclinada en un sofá, con un vaso de cóctel en la mano. Llevaba un vestido nuevo, y Stephan volvió a sentirse gratamente sorprendido por la femenina elegancia de su madre. No se levantó a saludarlo, lo que obligó a Stephan a agacharse para besarla en la mejilla, pero su cálido recibimiento y la forma de invitarle a tomar asiento en el sillón de enfrente le dejaron estupefacto. Detrás de él, su padre, complacido por aquel comienzo de la velada, había ahogado una risita, y luego, señalando el delantal que llevaba puesto, había salido apresuradamente hacia la cocina.

A solas con su madre, el primer sentimiento de Stephan había sido de absoluto terror: miedo a hacer o decir algo que arruinara aquella buena disposición, y que diera al traste con horas, o incluso días, de arduo esfuerzo por parte de su padre. Había comenzado, pues, a responder de manera concisa y tensa a las preguntas de su madre sobre su vida en la universidad; pero, al ver que la actitud de ella denotaba un interés genuino, sus explicaciones fueron haciéndose más y más extensas. En un momento dado se había referido a uno de sus profesores como «una versión mentalmente equilibrada de nuestro ministro de Asuntos Exteriores», frase de la que se sentía particularmente orgulloso y que ya había utilizado muchas veces con gran éxito ante sus condiscípulos, pero que jamás se hubiera arriesgado a pronunciar delante de su madre si la conversación no hubiera ido tan bien hasta entonces. Se había atrevido, pues, y el corazón le había dado un brinco al ver que el semblante de su madre se iluminaba con una chispeante mirada. Aun así tuvo una sensación de alivio cuando su padre entró anunciando que la cena estaba lista.

Habían pasado al comedor, donde el director del hotel había servido ya el primer plato. Comieron en silencio al principio, pero luego su padre -tal vez de forma un tanto brusca, en opinión de Stephan- se había puesto a contar una divertida anécdota de un grupo de huéspedes italianos alojados en el hotel. Cuando hubo terminado, animó a Stephan a contar alguna anécdota suya, y como Stephan comenzara a hacerlo con cierta inseguridad, su padre le apoyó riendo exageradamente. Y así había discurrido la cena: Stephan y su padre turnándose para narrar historias divertidas y apoyándose el uno al otro con cordiales plácemes. La táctica parecía funcionar de maravilla, porque -Stephan casi no podía dar crédito a sus ojos- su madre había empezado a tener largos accesos de risa. La cena, además, había sido preparada con el fanático cuidado del detalle tan característico del director del hotel, y constituía una extraordinaria muestra del arte culinario. También el vino era muy especial, y para cuando los comensales daban cuenta del plato fuerte -una exquisita combinación de ganso y bayas silvestres- la atmósfera de la velada era genuinamente festiva. Llegado un punto, el director del hotel, con el rostro congestionado por el vino y la risa, había inclinado el cuerpo sobre la mesa para decir:

– Habíanos otra vez de aquel albergue de juventud en que te alojaste, Stephan. Ya sabes…, el de los bosques de Borgoña.

Durante un segundo Stephan se había sentido horrorizado. ¿Cómo podía incurrir su padre en un desliz tan obvio, habiéndolo dirigido hasta entonces todo de manera tan impecable? La anécdota en cuestión incluía amplias referencias a la disposición de los cuartos de baño del hostal, y era claramente inadecuada para ser contada delante de su madre. Y, como él se mostrara renuente, su padre le hizo un guiño como diciéndole: «Sí, sí, confía en mí… Funcionará. Le encantará esa historia, será un éxito.» A pesar de sus serias dudas, la fe de Stephan en su padre era tal que se decidió a embarcarse en el relato. No llegó muy lejos, empero, sin que le asaltara el pensamiento de que la que hasta entonces había sido una velada milagrosamente perfecta, estaba a punto de venirse abajo hecha añicos. Sin embargo, incitado por las carcajadas de su padre, había proseguido y escuchado luego con asombro la franca risa materna. Al mirarla a través de la mesa pudo ver que no podía reprimirla, y que sus accesos iban acompañados de gestos de divertido asentimiento. Después, hacia el final de su relato, Stephan captó una mirada de ternura de ella dirigida a su padre. Fue breve, pero inconfundible. Y al director del hotel, a pesar de las lágrimas que la risa hacía saltar de sus ojos, no le había pasado inadvertida: volviéndose a su hijo, le dirigió otro guiño, esta vez con aire triunfal. En aquel instante el joven había sentido en su pecho una oleada de algo muy poderoso. Aún no había tenido tiempo de identificarlo con claridad cuando oyó que su padre le decía:

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