Tres días después de la visita del sacerdote, Antonina lo llamó desde el porche, con voz irritada: ¡«Tomás!». Se levantó de un salto del césped. No le gustó que lo hubiera encontrado allí, como si estuviera esperando. En la penumbra, encontró a la abuela Misia luchando con la tapa del cofre del que tan a menudo la abuela Dilbin había sacado sus regalitos. Encima, había dejado un cirio: «Cuando muera recordad que está ahí».
La mirada de la enferma, vacilante y relajada, recordaba el chirrido de su voz en los últimos tiempos. Antonina se arrodilló y se puso a leer letanías en lituano. El morrito de la abuela Surkont, parecido al de una rata grande, se inclinaba sobre la cabecera de la cama; caminaba de un lado para otro a pasos menudos, sosteniendo un cirio en la mano.
Tomás, cerca de la ventana, frotaba sus pies desnudos uno contra otro en los cálidos rayos de sol que bañaban las tablas del suelo, pintadas de marrón. Se sentía a sí mismo con inusitada precisión. Su corazón latía y su mirada captaba todos los detalles; le habría apetecido estirarse, levantar los brazos y aspirar profundamente el aire. Aquel hundimiento de la abuela le producía una sensación de triunfo, que le pareció monstruosa y que quedó de pronto truncada por un breve sollozo. El pecho de la abuela luchaba por respirar una vez más; la vio pequeña, indefensa frente a aquel horror indiferente que la aplastaba, y Tomás se lanzó hacia la cama, gritando: «¡Abuelita! ¡Abuelita!», arrepentido de sus culpas hacia ella.
Pero ella, aparentemente consciente, no se percataba de la presencia de nadie. De modo que Tomás se levantó y, tragándose las lágrimas, trató de retener para siempre cada uno de sus movimientos, cada estremecimiento. Sus dedos se abrían y se cerraban sobre el edredón. De sus labios salía un sonido ronco. Luchaba contra la huida de las palabras.
– Kon -stan -ty.
Se oyó el chasquido de una cerilla y, en el pabilo de la vela, apareció una tenue llamita. Comenzaba la agonía.
– Jesús! -dijo todavía claramente.
Y añadió muy bajito, aunque Tomás pudo oír perfectamente aquel susurro que se desvanecía:
– Ayú-da-me.
Si el padre Monkiewicz hubiera estado allí en aquel momento, habría podido comprobar que los Seres Invisibles habían sido derrotados. Pues a la ley según la cual todo lo que muere se convierte en polvo y desaparece para todos los siglos de los siglos, ella contraponía la única esperanza: la esperanza en aquél que puede romper la ley. Sin pedir pruebas, a pesar de las razones que demostraban lo contrario, creía.
El blanco de los ojos inmóvil, el silencio, la mecha del cirio chisporroteaba. Pero no, su pecho aún se movía. Una inspiración profunda, y los segundos volvían a correr, y de pronto, la respiración de aquel cuerpo que parecía muerto, desconocido, sorprendía con aquellos estertores a intervalos irregulares. Tomás sentía un escalofrío de horror ante aquella lenta deshumanización. Aquello ya no era la abuela Dilbin, sino la muerte en general. Ya no contaban para nada la forma de su cabeza, ni el tono de su piel. Habían desaparecido el miedo que la habitaba, aquel miedo tan sólo suyo, y sus «ay de mí». Tras largos minutos, quizá media hora (aunque, según otra medida, era tanto como toda una vida), la boca quedó inmóvil a media inspiración, abierta.
– Que la luz eterna resplandezca sobre ella, amén -murmuró la abuela y, con el dedo, bajó delicadamente los párpados de la muerta. El abuelo se persignó lenta, solemnemente. Luego, empezaron a deliberar acerca de dónde la trasladarían. La cama había quedado tan hundida que el cuerpo se enfriaría en aquella posición, casi sentado. Decidieron entrar una mesa grande, y Tomás ayudó a pasarla por la puerta y a cubrirla con una manta oscura.
Ayudó también a trasladar a la abuela Dilbin de la cama a la mesa. Cuando alargó el brazo para levantarla, el camisón se subió y Tomás giró rápidamente la cabeza. En la sábana, cuando ya la sostenía en alto y Antonina la cogía por los brazos, advirtió una tira de excrementos, aplastados en el espasmo de la agonía.
Volvió cuando yacía, lavada ya y vestida. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, los pies tocándose por los talones y separados en la punta, y la mandíbula sostenida por un pañuelo atado a la cabeza. Por la ventana, ahora abierta, entraban los rumores del anochecer, los graznidos de los patos, el lento chirrido del carro, el relincho de un caballo. Todo aquello era tan distinto, tan alegre, que incluso dudaba de que realmente allí hubiera ocurrido aquello de lo que acababa de ser testigo.
Lo mandaron a casa del carretero, y su pena se disipó. El carretero vivía en la kumietynta (trabajaba a la vez para la casa grande y para la gente del pueblo). Tomás volvió con él y miró cómo tomaba las medidas. Por la noche, tardó mucho en dormirse, porque, detrás de la puerta, yacía un cadáver, mientras ella, penetrando en sus pensamientos desde otra esfera, extraterrestre, conocía ya su indignidad. Había encontrado placer en presenciar su muerte. Un placer áspero como el del gusto de esas bayas que queman la lengua, pero que incitan a seguir comiendo. Unas velas, en dos altos candelabros, se consumían ahora junto al catafalco; oía las oraciones, mientras ella vagaba sola en la noche oscura.
Al día siguiente por la mañana (en la arandela de cristal de uno de los candelabros, en la cera fundida, se habían hundido las alas de una mariposa nocturna: entre los párpados de la abuela brillaba una línea blanca), Tomás fue a casa del carpintero para ver cómo construía la caja. En el patio frente a la carpintería, apoyadas unas a otras, había ruedas sin llantas y tablones apilados. Conocía aquel banco con su superficie rugosa, llena de entalladuras y grietas, con las manijas de los tornillos a un lado, bailando sueltas en los orificios, y aquel olor a viruta bajo los pies. Podía pasar largo tiempo inmóvil, sentado en un tronco, fascinado por el movimiento del cepillo. Ahora también. «El pino no sirve, pondremos roble», decía el carpintero. (Kielpsz, por su nariz y los bultos de su cara, se parecía un poco a la abuela Misia.) Las venas surcaban sus manos, formando montes y valles. De la rendija del cepillo salía una cinta blanca, y daba gusto verle dominar la madera; si es posible pulir así una tabla, bien podría pulirse también todo lo que existe. ¿De modo que aquellos dibujos que diseñaban las vetas del tronco en el roble estarían ya para siempre junto a las mejillas de la abuela Dilbin? Otra vez le invadía aquel sueño sobre Magdalena. ¿Pueden los gusanos entrar en la caja a través de las grietas? Una calavera blanca, con profundas cavernas en los ojos, mientras las tablas seguirían perdurando. Era de suponer que la abuela había muerto de verdad. Ella le había contado terribles historias sobre casos de letargo, en los que, después de cerrar la caja, se oían golpes desde el interior; a veces incluso se oían ruidos una vez enterrado el cuerpo: en este caso quitaban la tierra, levantaban la tapa del ataúd y encontraban a una persona asfixiada, retorcida por el esfuerzo. Despertarse así y comprender -aunque sólo fuera por un cortísimo instante- que había sido enterrada viva era lo que ella más temía. Siempre repetía que lo mejor era lo que había mandado hacer alguien de su familia: romper a martillazos la cabeza del muerto para asegurarse de que no quedara en letargo.
La cruz también sería de roble. El carpintero sacó del bolsillo un lápiz grueso, lo ensalivó y dibujó sobre una plancha la forma que iba a tener. Le enseñó el dibujo, pidiéndole su opinión. Tomás volvió a sentir el privilegio de ser el nieto. Una especie de tejadito unía los brazos de la cruz. «¿Para qué sirve?», preguntó. «Así es cómo debe ser. Coger dos tablas y clavarlas no queda bonito. Además, la lluvia baja por aquí y entonces no se estropea.»
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