Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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Kielpsz sostenía su cruz con tejadito, y la clavaba con fuerza, rodeándola de tierra y apisonando la tumba rectangular. Aquí, el cronista detiene la pluma y trata de imaginar a las personas que visitarán aquel lugar un día, muchos años después. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen? Su automóvil reluce allá abajo, junto al puentecillo: suben hasta allí paseando. «¡Qué vieja cruz tan curiosa!» «Valdría la pena cortar esos árboles, aquí no sirven para nada.» Sin duda no les gusta la muerte, recordarla rebaja su dignidad, golpean la tierra con el pie y dicen: «Vivimos». Sin embargo, en su pecho también late un corazón, a menudo enloquecido de terror, y el sentimiento de superioridad ante los que ya han pasado no les protege de nada. Unos líquenes azulados cuelgan del tejadito de Kielpsz, y ha desaparecido toda huella de nombre. Las nubes forman panzudas figuras, como entonces, el día del entierro.

53

Este sonido no recuerda en absoluto las voces que suelen salir de una garganta humana, pero, aun así, Tomás aprendió a imitarlo. Al principio, le costó mucho, pero, tras entrenarse con ahínco, hasta él mismo se extrañó de poder hablar con ellos. En el bosque, al lado de Borkuny, hay una depresión del terreno cubierta de alisos, que, en verano, se transforma en un laguito, y allí es donde aquello tenía lugar. El sol ya se había puesto, las puntas de los alisos se recortaban, oscuras, sobre el fondo color limón del cielo, y se acercaba el momento. Tenía ante sí un muro compacto de árboles jóvenes, permanecía de pie en el cenagal, del que emanaba un olor a hojas podridas, y, furioso, pero con prudencia, evitando movimientos bruscos, aplastaba los mosquitos que se abalanzaban en bandadas sobre su rostro y su cuello. Se llenaban de sangre hasta el punto de que, en la palma de la mano, una vez aplastados, dejaban manchas rojas. Levantó suavemente el seguro de la escopeta a punto de disparar. La escopeta, que habían quitado a Víctor el verano anterior, ya se la había quedado él. «¿Para qué la quieres tú?», decía Romualdo a su hermano, «No tienes tiempo. Además, ¿cuándo sales tú con ella? Se queda colgada en la pared, mientras que Tomás podrá ir de caza algún día.» Y Víctor había accedido.

Unos gavilanes habían hecho su nido en el espesor del bosque, allí donde el acceso era difícil, porque la tierra estaba demasiado mojada. Habían ya criado sus polluelos, que, durante todo el día, iban dando vueltas en el aire, muy alto, como sus padres; pero, al atardecer, toda la familia se reunía allí para pasar la noche. Anteayer, Tomás había probado su reclamo, y le habían contestado desde tres o cuatro puntos diferentes. El secreto consistía quizás en escoger el momento en el que aún no están todos en casa y se llaman unos a otros. Se oía su chillido siempre más cerca; de pronto, Tomás vio entre las hojas las alas grises abiertas y, poco después, un aleteo en el momento en que el gavilán se posaba sobre la punta fina del árbol. Él no podía ver a Tomás, que estaba abajo, en la penumbra, de modo que llamaba y esperaba respuesta. Fue entonces cuando Tomás levantó muy despacio la escopeta hasta el ojo y apretó el gatillo. ¡Ya cae! Estuvo mucho rato buscando, y ya temía no encontrarlo hasta quizás por la mañana, cuando, de pronto, topó con él: aquella mancha gris, ajena a aquella ciénaga llena de tallos oscuros, parecía casi chillona. Sus largas alas se abrieron al levantarlo, y, al querer estirar las garras convulsivamente apretadas, Tomás se hirió en un dedo: sólo uno era poco tras haber adquirido aquella superioridad sobre ellos. Esperó un día y volvió a probar.

«¡Pii-ii!» Este grito penetrante sale tan sólo si se contrae la garganta, y precisamente en esto estriba su dificultad, porque, después de repetirlo unas cuantas veces, la garganta se irrita. Tomás oyó a los gavilanes en algún lugar lejano del bosque. ¿Vendrán, o no vendrán hoy? A su alrededor, se oía tan sólo el zumbido de los mosquitos que bailaban su baile ascendente y descendente en un haz de luz, formando una columna. «Pii-ii», repitió. No sabía qué indicaba esta señal en su lenguaje. Lo único seguro es que era un grito de nostalgia, una llamada. Más cerca. Sí, seguro. Volvió a emitir su reclamo, que fue alejándose en el silencio, en el que otros pájaros habían encontrado ya sus ramas para pasar la noche y ahuecaban las plumas. Y, de pronto, desde varias direcciones, un lamento insistente. Allí estaban, pues.

Saboreaba su triunfo, aunque procuraba no exagerar.

Los gavilanes, al ser tan jóvenes, no habían aprendido aún a distinguir una entonación falsa. Además, allí no había arrendajos que, con su graznido, denuncian la presencia del hombre. Llamó sólo una vez más, porque, de cerca, a lo mejor adivinarían que no era exactamente su llamada.

Por encima de los árboles, una silueta y luego otra. No, el hecho de que estuvieran volando allá arriba no probaba nada aún. Pero, atención, una sombra pasó entre el cepillo de los jóvenes alisos y se posó. ¿Dónde? Los mosquitos en las manos y la frente de Tomás podían disfrutar a gusto, él no se movía. El gavilán emitía su grito desde la punta de un árbol cercano, pero entre las hojas no se distinguía nada. Si Tomás avanzaba unos pasos, el otro se daría cuenta y seguramente desaparecería con aquel peculiar vuelo suyo, que suele adoptar cuando se enfrenta al hombre: un vuelo misterioso.

El único sistema era arriesgarse y volver a lanzar otro reclamo. Olvidando quién era, trató de adoptar el alma de un gavilán, para que le saliera lo mejor posible. «Pii-ii». El otro, excitado, respondió. Agitó las alas, y esto bastó para que Tomás lo descubriera. Apuntó casi a ciegas; más que ver, adivinó en la oscuridad la mancha color ratón. Después del disparo, el pájaro levantó el vuelo, se curvó y empezó a caer, golpeándose contra las ramas, mientras trataba de detenerse. Tomás saltó hacia él, las varas de los juncos le golpeaban el rostro. Era el segundo, ya había matado dos: algo cantaba en su interior. Lo encontró caído de espaldas, vivo aún, las garras erguidas en actitud de defensa. En vez de los compañeros o de la madre, cuya llamada iba tan claramente dirigida a él, un ser enorme se inclinaba sobre su cuerpo, vencido e impotente. Tomás trataba de justificar su acto pensando que aquella ave rapaz se alimentaba con la carne y la sangre de los palomos y pollos que destrozaba. Lo golpeó con la culata en la cabeza, y los ojos dorados quedaron tapados, de abajo arriba, por los párpados. Tras sacarle la piel, su carne sería para Lutnia; la piel, disecada, conservará durante un tiempo el aspecto de éste y no de otro ser, mientras no la destruya la polilla.

Si Tomás sentía a veces escrúpulos (solía ocurrirle), se decía a sí mismo que la criatura que se mata igualmente tiene que morir, de modo que da lo mismo que sea un poco antes o un poco después. El hecho de que los animales deseen vivir no le parecía una razón suficiente, puesto que él tenía un objetivo -matar y disecar- y este objetivo le parecía lo más importante. El cielo adquiría una tonalidad azul oscura cuando salió del bosque y atravesó la pasarela sobre el riachuelo. Las ventanas de la casa brillaban entre los arbustos. Barbarka estaba haciendo la cena. ¿Qué dirá al ver el segundo gavilán?

Pero, a la tercera vez, fue un fracaso, los tiros los habían ahuyentado. En varias ocasiones, volvió a hacer gala de su facultad de lanzar el reclamo, hasta que, cierta mañana (durante otro verano), quiso comprobar si podía aún hacerlo y sólo consiguió quedarse totalmente ronco. Estaba cambiando de voz, que se había vuelto grave, y ya nunca más pudo emitir aquella señal aguda, entre el maullido de un gato y el silbido de una bala.

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