– Muy bien. Espérame aquí.
Parecía correcto mandarle la carreta, aunque estuvieran a dos pasos. La expresión del rostro de la abuela Misia, que hablaba entre susurros, sus conciliábulos con el abuelo y Helena y el cambio radical en su comportamiento ante la proximidad de Aquello llenaron a Tomás de orgullo por participar, él también, en lo que de más serio puede ocurrir. Puesto que todos estaban muy ocupados -era la época de la siega del centeno-, le encargaron a él ir a buscar al cura. En principio, sabía enganchar un caballo, pero siempre se le enredaban las correas, por lo que el abuelo le ayudó. Para ir a la parroquia pasando por la Muralla Sueca no hay carretera; hay que pasar por abajo, junto a la cruz, tirando las riendas con todas las fuerzas, apoyando los pies contra la parte delantera de la carreta y bajar así, despacito, tanto más cuanto que, al llegar abajo, en seguida hay una curva. No se pueden aflojar las riendas hasta después de la cruz, en parte porque no hay otra manera de retener al caballo y en parte por seguir el reglamento que lo permite.
La abuela Dilbin, que yacía inmóvil en la penumbra, como disminuida, obligaba a Tomás a andar de puntillas; en cuanto a sus sentimientos, el hecho de desempeñar un papel en el drama -y un papel de protagonista: de nieto y de hombre de la casa, exento ya del consabido «¿qué sabrás tú de eso?»- le absorbía totalmente. Se imaginaba el tintineo de la campanita, los rostros que asomaban por detrás de los cercados, las cabezas devotamente inclinadas y a él mismo montado en el pescante.
Hasta aquel momento, todo estaba ocurriendo tal como se lo había imaginado. El párroco mandó llamar a un niño a la casa más cercana, quien se encaramó a la banqueta delantera, junto a Tomás, y se puso a tocar la campanita. Conduciendo con precaución (pensaba en su responsabilidad), echaba de soslayo miradas a los lados, para ver si los miraban. Desgraciadamente, las casas estaban vacías en su mayoría, todos habían ido al campo; sólo de vez en cuando aparecía, en algún corral, una viejita, o un abuelo, quienes se persignaban y, con los codos apoyados en la cancela, acompañaban con la mirada a aquel quien para ellos era -¿dentro de un mes, o un año?- el pasajero más importante.
El sol de la tarde calentaba a placer, y, en la calva del párroco, aparecieron unas gotitas de sudor. En realidad, ni el sol, ni la luna, ni la aurora pueden igualar al padre Monkiewicz. Él es un Hombre y, por si a alguien no le pareciera suficiente, lo que sostiene en sus manos hará inclinar el platillo de la balanza: las estrellas y los planetas no pesarán más que la arena del camino. Su camisa de tela de algodón grueso, con manchas húmedas en las axilas, despedía un olor animal, pero gracias a él se cumplirá la promesa: «Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta en cuerpo espiritual».
– ¿Una carta?
Es como un chirrido apenas perceptible en la penumbra, en la que brilla la rendija de la contraventana.
– No, abuelita, no hay cartas.
Mentía, porque la carta estaba en la mesilla de noche de la abuela Surkont. Hacía ya cierto tiempo que le censuraban la correspondencia y, como quedó demostrado, no sin razón. Tomás escuchaba las conversaciones que había provocado aquella última carta, que llevaba un sello alemán y que no había llegado por Letonia, sino por Koenigsberg. ¡Dios nos libre de enseñársela! De la manera más suave posible, iban transmitiéndole lo que ya la madre de Tomás había escrito, en otra carta, a sus padres. Konstanty no había sabido presentar las cuentas claras de ciertos fondos militares y había pasado un tiempo en la cárcel hasta que le expulsaron del ejército; ahora, trataba de incorporarse a la policía. Teodoro, al parecer, no tomaba muy en serio la noticia de la enfermedad de la abuela Dilbin, ya que no ocultaba el último percance de su hermano.
Así pues, esto quedará encubierto para siempre. Ocurrió y no ocurrió, porque sólo llegó a conocimiento de los indiferentes, quienes, alzándose de hombros, archivaron el suceso, como uno más en la larga lista de las transgresiones de Konstanty. Como si una bala capaz de atravesar el corazón se hubiera clavado en el tronco de un árbol.
– Me estoy muriendo. El sacerdote.
¡Cuántas veces durante su enfermedad no había repetido que se moría, exagerando sus males, como la princesa del cuento cuando se quejaba de que un guisante, colocado encima de siete edredones, la lastimaba! Posiblemente, el consabido suspiro hipocondríaco le brindaba cierto alivio, porque era algo ya muy suyo, que entraba en la esfera de lo normal. Mientras podemos dar testimonio de que dominamos el hecho de nuestra propia aniquilación hablando de ella, nos parece que nunca ocurrirá.
– Querida señora, aún nos enterrará a todos -se apresuró a asegurar la abuela Misia-. Pero un sacerdote tampoco hará daño, es evidente. Por el contrario, ha ayudado a curar a muchos. Hubiéramos tenido que llamarle hace tiempo, y ahora estaría usted paseando por el jardín.
Tranquilizar. Pues a los enfermos, aunque lo sepan, les cuesta creerlo y agradecen el sonido y el tono de las palabras que excluyen la posibilidad de atravesar esa frontera, tras la cual ya no hay palabras. A Tomás le sorprendió desagradablemente la inflexión, llena de dulzura, de la voz de la abuela Misia. ¿Para qué exagerar tanto?
Aquel mismo día, el párroco subió los peldaños entre la viña virgen que recubría las dos columnas. No hay que olvidar que los cuarenta o cincuenta años que lo separaban ya de su infancia no habían producido en él cambios tan notables como para haber dejado de ser del todo el niño de pueblo que llevaba a apacentar el ganado. Aquellos pies, que ahora llevaban zapatos, en otros tiempos habían quedado rojos y amoratados por las escarchas del otoño. Se apoyaba en su cayado y, con la curiosidad que despierta la contemplación de animales extraños, observaba a los señores que pasaban por la carretera, a caballo, o en relucientes carruajes conducidos por cocheros de librea. No entraba ahora en aquellas habitaciones de techos bajos únicamente como representante de Cristo, sino que arrastraba tras él, cogido de la mano, a aquel mismo niño de antaño que franqueaba tímidamente los umbrales de la casa del amo. La deferencia que le demostraban ahora no le libraba del temor a las humillaciones.
Se protegía, pues, detrás de la sobrepelliz y de la estola; ellas le sostenían e infundían dignidad a sus movimientos (corno si se le permitiera a una figurita rechoncha y paticorta sentirse digna).
Luego, se cerró la puerta a sus espaldas, y la abuela Dilbin quedó a solas con él. Pese a las falsas palabras tranquilizadoras de la abuela Misia, nadie se hace demasiadas ilusiones cuando ve cómo, desde arriba, allí donde se mueven las sombras de las caras, cae sobre uno un susurro y oscila algo blanco y un destello violeta. Aquello que suele anunciar el fin a tantos seres humanos y que perdura entre las cosas exteriores, se apodera también de nosotros; no resulta fácil, de hecho es casi imposible, aceptar que, tratándose de nosotros, no se disponga de una zona propia, reservada exclusivamente para nosotros, y que haya que rendirse a lo inevitable: una simple cifra que la imaginación es incapaz de abarcar. «¿Tienes fuerzas para confesarte, hija mía?» Hija mía, llamaba a Broncia Ritter, de Riga, la ciudad hanseática, un pequeño pastor lituano.
– En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, amén. No te canses, hija mía, arrepiéntete de tus pecados, esto le bastará al Señor.
Pero Broncia Ritter avanzaba entre la niebla, tratando de romperla con sus manos, dirigiéndose hacia algún inaccesible punto de claridad.
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