Federico Andahazi - El Príncipe

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El Príncipe: краткое содержание, описание и аннотация

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De lectura ágil, atractiva, hipnótica, original y terriblemente actual, " El Príncipe" contiene todos los elementos que un lector exigente puede reclamarle a una gran novela.
Es la historia del Hijo de Wari, el diablo, un líder nacido en el corazón de la montaña que conquista la voluntad de su pueblo con promesas incompludias, y lo gobierna con la ilusión de una prosperidad inexistente. Cuando se "retira" -junto con sus ministros-apóstoles, aguardando un momento más propicio para gozar de los frutos de la cosecha en el poder-, el pueblo queda clamando por su segunda venida. Detrás de la escena, un consejero inmaterial, maquiavélico, ilumina los pasos del Mesías. Pero dónde se oculta el Hijo de Wari?, qué trama para su regreso?.

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Salido de su sarcófago de piedra, despojado de su vestidura de hombre, Xavier Huáscar Molina Viracocha ofrecía su propia vida a la serpiente. Su oficio era el de consejero y, después de años de obligado reposo, tenía frente a sí un Príncipe a quien aconsejar.

La serpiente aceptó los términos de la apuesta.

9

El pequeño fue bautizado como El Hijo de Wari. El consejero había establecido para el niño un severo régimen de crianza. Cuatro veces por día debía ser amamantado con el fórmico veneno. Comía con tal voracidad que costaba separarlo del negro espolón maternal de la hormiga reina. Con uñas y encías se resistía a desprenderse del agudo pezón del que brotaba la ponzoñosa leche ámbar. Desde muy temprano el pequeño había aprendido el difícil arte de la simulación: cuando lloraba no lo hacía con la franca e inconsolable angustia de los lactantes, sino con una pena histriónica y conmovedora. El consejero había notado con satisfacción que el Hijo de Wari no se desgañitaba en vanos y ensordecedores berrinches, sino que buscaba suscitar la compasión de su eventual auditorio para conseguir lo que se propusiera. Así lograba que la hormiga, exhausta y exprimida como un limón bajo la presión de las voraces encías del pequeño, le diera en cada amamantamiento hasta la última gota de su veneno y, por cierto, de sus fuerzas. El capitanejo Xavier Huáscar Molina Viracocha también había observado el notable hecho de que el pequeño se conducía hacia cada uno de los miembros de su nueva familia de un modo distinto y de la manera en que cada uno de ellos esperaba que él procediera. Así como frente a la hormiga reina se mostraba compungido y contrito para procurarse la mayor parte de alimento que le fuera posible, al sapo bufón le prodigaba tiernas sonrisas e imitaba sus payasescas morisquetas para que lo alzara en brazos. A la serpiente le lanzaba furtivas miradas de rencor y malicia, le clavaba los ojos en el centro vertical de los suyos, sosteniéndole la mirada hasta exasperarla; buscaba desafiarla y cuanto más profundo era el odio que en ella provocaba, tanto mayor parecía ser su regocijo. Con las bestias menores procedía como si no existiesen; no porque le fueran indiferentes, al contrario; disimuladamente, parecía poner la mayor atención en la multitud de reptiles e insectos, anónimos e idénticos entre sí, que transitaban por la Salamandra de aquí para allá. Con el rabillo del ojo, el pequeño los examinaba escrupulosamente; escrutaba sus dientes afilados, sus espolones agudos, los aguijones, garras, aletas cortantes y colmillos venenosos. Y cuanto más los consideraba, menos se explicaba por qué razón se sometían ciega y mansamente a los dictados de una hormiga, un sapo ridículo e inofensivo y una serpiente solitaria. El niño comprobaba que, cuanto mayor era su desprecio hacia las bestias menores, tanto más grande era la veneración que le prodigaban cuando, esporádicamente, les dedicaba una breve sonrisa o, cuanto menos,una mirada de benevolencia. Pero lo que mayor sorpresa le causaba al consejero era que, aunque tomara la forma más inverosímil, aunque pasara inadvertido para todos, el niño siempre lo reconocía. Así se mimetizara en la forma de una piedra, en la figura de una lagartija mezclada entre otras cien, así se hiciera a la imagen de una rama o de una mosca, el pequeño, invariablemente, advertía la secreta presencia de su oscuro preceptor señalándolo con su diminuta mano.

El Hijo de Wari tenía la piel cobriza de los descendientes de Atahualpa; sin embargo, detrás de los párpados rasgados destellaban unos ojos hechos con el azul turquesa del Mediterráneo traído en la madera de los barcos del conquistador. Y cada día que pasaba, el consejero se convencía con mayor firmeza de que aquel que, después de haber aniquilado a los suyos, dormía con la parsimonia de los vencedores no podía ser otro que el Príncipe.

10

El consejero hizo correr la voz de que había llegado el enviado, el que habría de despertar a los amawtas. Dado que podía tomar la forma de aquello que quisiera, salvo la de los hombres, se encarnó en la materia del confesionario de una iglesia y, durante la ausencia del párroco, les decía a los descendientes de Atahualpa que iban a confesarse que el ansiado día del pachacuti estaba próximo, que Atahualpa por fin había renacido, que solamente había que tener un poco de paciencia hasta que tuviera la edad suficiente. La noticia fue extendiéndose, silenciosa y lentamente, a través de los valles y de las quebradas, a lo largo de los territorios de los antiguos imperios, de boca en boca y en el idioma que los hijos del conquistador no podían entender. El Hijo de Wari, el enviado de la destrucción, tenía que ser presentado como el emisario de Inti, como el mismísimo Atahualpa, el redentor. Ocultas a los ojos de los hombres, las bestias de las profundidades, en el interior de la Salamandra, pacientemente hacían su obra.

Como merecía un príncipe, todos los días recibía de todas y de cada una de las bestias de las profundidades las correspondientes pleitesías y el trato, aunque el niño todavía no comprendiera, de "Su Excelencia".

Todos los días el consejero evaluaba la evolución del niño. Y, ciertamente, a medida que el pequeño iba creciendo en estatura y volumen, el capitanejo Xavier Huáscar Molina Viracocha podía comprobar con satisfacción los saludables resultados del estricto régimen de crianza.

11

El Hijo de Wari se alimentó únicamente de la maternal ponzoña de la hormiga reina hasta los tres años. El mismo día en que abandonó el primoroso pezón, comió su primer alimento sólido. Viendo que podía prescindir por completo de su nodriza y que, en consecuencia, ya no le resultaba en absoluto útil, un día como todos, sin que mediara otro motivo que la necesidad de probar el filo de sus dientes, la mató y luego la devoró. Lo hizo frente a los espantados ojos del sapo. El inesperado acto no tuvo en absoluto el valor de una ceremonia ritual ni el dramatismo de las tragedias pasionales; sencillamente, tomó de la cintura del sapo la espada oxidada y la clavó en el vientre de la hormiga reina. Con sus propias manos desprendió el maternal aguijón y, con el ánimo investigativo de los niños, examinó el saco excretor donde se almacenaba el ponzoñoso calostro. Frente a los aterrados ojos del sapo, que no podía articular palabra, el pequeño arrancaba los tibios y pegajosos órganos, todavía palpitantes, y los deglutía con voracidad. Comió hasta la saciedad, soltó un eructo medieval, volvió a hundir la espada del sapo en el tajo abierto del vientre y así la dejó, clavada y vertical como una cruz. El sapo, sin creer lo que veía, se arrodilló junto a la hormiga, que se revolvía en convulsiones mecánicas. En ese momento el niño se incorporó, caminó tranquilamente hacia el exterior de la Salamandra y entonces prorrumpió en un llanto desconsolado y ruidoso, señalando hacia el interior de la caverna. Todas las bestias de las profundidades acudieron alarmadas. Cuando entraron, pudieron ver al sapo junto al cadáver de la hormiga reina despedazada con el filo romo de la espada del bufón. La indignación fue inmediata y espontánea. El pequeño, entre sollozos, relató de qué manera el sapo había asesinado a su nodriza por sorpresa y sin piedad. El odio brillaba en los centenares de ojos de todos los habitantes de las profundidades. El sapo escuchaba en silencio. Nada dijo en su defensa; conocía la naturaleza del pequeño príncipe y -se dijo-debió haber sabido que, más tarde o más temprano, habría de suceder. La serpiente asistía a la iracundia general de las bestias menores no sin cierta íntima euforia. Ahora sí, finalmente, habría de ocupar el lugar de la reina de la caverna.

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