El Hijo de Wari no había pasado inadvertido. Como si se tratase de un número más de todos aquellos que ofrecían sus habilidades a cambio de unas monedas, la gente se paraba a mirarlo. Era un extraño espectáculo verlo comer, sentado junto al fogón, rodeado de lagartijas de todos los tamaños y colores trepándose sobre sus hombros, de serpientes que se le enredaban alrededor de los tobillos y de las muñecas, de hormigas que formaban un círculo en torno a su famélica persona, de sapos, ranas y escuerzos que le saltaban de aquí para allá por sobre las rodillas. Antes de que hubiera terminado de comer, el Hijo de Wari levantó la vista del plato y notó que se había formado un nutrido grupo de curiosos queesperaban que aquel anónimo forastero hiciera su número.
Y no habría de hacerse rogar.
El Hijo de Wari se limpió la boca con el reverso del extremo del poncho y, con el ánimo recobrado después de haber comido hasta la saciedad, se detuvo a contemplar los rostros expectantes que se reunían en torno a él. Luego miró por sobre las cabezas y vio la cruz que remataba el campanario sin campana de la iglesia recortada contra la montaña. Consideró otra vez a los embaucadores que cambiaban una quimera por dos monedas, a los que vendían dos promesas diminutas al precio de cuatro certezas de cobre circular, a los que adivinaban la suerte en las tripas de los fetos de llama. Entonces pudo ver en los ojos de todos aquellos que se apiñaban a su alrededor el brillo candoroso de aquel que, en su desesperación, está dispuesto a cegarse para ver lo que anhela ver. El Hijo de Wari recordó las palabras de su tutor:
Nada suscita en el vulgo más ciega e incondicional lealtad que la mágica materialización de lo imposible. No existió profeta ni Mesías que no apelara al recurso del milagro para multiplicar la fuerza de su prédica. De todas las artes que debe conocer el príncipe, la magia es la más simple, la menos onerosa y la más deslumbrante arma de persuasión. Un príncipe puede ser respetado como estratega, venerado por su magnanimidad, puede ser reverenciado y obedecido por el temor o imponerse por la fuerza de las armas, pero todos caerán rendidos a los pies de aquel que abre las aguas de los mares, del que levanta los muertos de las tumbas, del que multiplica peces y panes, del que convierte en piedra al enemigo o, simplemente, del que hace aparecer baratijas entre sus manos para arrojarlas a la multitud. En fin, un príncipe no puede ser menos que un mago de poca monta.
El Hijo de Wari se incorporó ante la mirada expectante de la concurrencia que se había reunido espontáneamente. Todos retrocedieron un paso cuando los reptiles se descolgaron de la humanidad del joven desconocido desparramándose tumultuosamente. No tenía una gran estatura ni una estampa fornida; sin embargo, pese a su juventud, infundía un respeto cercano al temor. Su piel cobriza y su aspecto general no lo diferenciaban de los lugareños. Pero había algo indescifrable en sus ojos rasgados por la estirpe del Oriente que, teñidos con el color del Mediterráneo, le conferían una mirada insondable. Algo había en sus labios, inflamados con la sangre tórrida de los moros, que contrastaba con la frialdad de su expresión. Seguido por sus bestezuelas y, a una distancia cautelosa, por la pequeña multitud de curiosos, traspuso el perímetro de la plaza y caminó hasta llegar a la falda del cerro. Se sentó sobre una piedra y extendió los brazos para que se treparan las serpientes y las lagartijas. Cuando el público terminó de completar un semicírculo a su alrededor, tomó una culebra y empezó a apretarla en forma longitudinal desde la cola hacia la cabeza. Frente a los ojos absortos de la concurrencia, cuando apretó la garganta de la víbora obligándola a abrir la boca de par en par, extrajo de su interior un anillo que tenía el resplandor del oro con una piedra engarzada del tamaño de un garbanzo. Puso el anillo en la pata de un sapo y ante los ojos atónitos de todos, el sapo miró a cada uno de los asistentes, decidió y, serenamente, saltó hasta los pies de una mujer. Dejó el anillo delante de sus zapatos y volvió al lado del Hijo de Wari. La mujer se agachó, levantó el anillo del suelo y, sin saber qué hacer, miró desconcertada al joven mago. Sin emitir palabra, el amo de las bestias sonrió, asintió y así le hizo entender a la mujer -que parecía no poder cerrar la boca- que la joya le pertenecía. Antes de que el auditorio pudiera sobreponerse, hizo aparecer de la boca de la serpiente docenas de aros, collares, alianzas y hasta zapatos para los asistentes que, en su mayoría, estaban descalzos o llevaban unas sandalias miserables. Pero, salvo los anillos y los collares, el Hijo de Wari hacía aparecer sólo un objeto del par. Repartió decenas de zapatos derechos, de aros dispares, de gemelos únicos y de alianzas solamente para uno de los cónyuges. Cuando hubo terminado su número, dos ranas tomaron un sombrero por el ala y, saltando entre la multitud de piernas, recogieron las monedas que la gente sacaba de sus bolsillos. Era un silencioso enigma para qué habrían de servirle al joven nigromante aquellas miserables monedas, mucho menos valiosas que la más pobre de las alhajas que acababa de materializar. Cuando terminó de recolectar su menesteroso cobro, les dijo que guardaran cuidadosamente los objetos hasta su próxima vuelta al pueblo. Sin hacer caso a súplicas ni ruegos en contrario, el Hijo de Wari se dispuso a partir. Antes, sin embargo, volvió a la plaza, caminó hasta el puesto de la vieja cocinera y le compró la estatua de su madre, Gregoria Galimatías Salsipuedes, al doble de lo que valía el plato de comida por el cual se la había vendido.
Y así, vendiendo a su madre cuando era necesario y volviéndola a comprar: haciendo aparecer de las fauces de los reptiles las promesas impares que algún día habría de completar, caminando de pueblo en pueblo, durmiendo al sereno rodeado por sus bestias, poco a poco el Hijo de Wari logró que su nombre fuera viajando de boca en boca. Esperaban su regreso los que ya habían visto su número y, en los pueblos donde todavía no había estado, anhelaban el día de su llegada. Lo recibían como a una eminencia y lo despedían con interminables saludos. Los alcaldes e intendentes buscaban hacerse ver a su lado. Nadie sabía dónde había nacido, pero todos se diputaban el origen de su cuna. Las mujeres más viejas decían haberlo asistido en el parto, las más jóvenes insinuaban con evasivos silencios algún romance furtivo o una nocturna y misteriosa incursión de alcoba. Los hombres aseguraban guardar el secreto de su magia en una confesión de chicha amarga. Habían quienes presentaban las baratijas heredadas de su abuela como materializaciones del Hijo de Wari. Los cuatreros afirmaban que el ganado cuyo origen no podían confesar, había sido una dádiva del joven mago. Y todos aquellos que realmente conservaban un objeto impar gestado en las fauces de la serpiente, lo guardaban como la mitad de un pequeño tesoro que habría de consumarse el día de su prometido regreso.
Y así, caminando durante el día y durmiendo al sereno durante la noche con el único abrigo de sus reptiles, a medida que avanzaba por la cordillera y llegaba a nuevos pueblos, en la misma proporción,iba creciendo su acervo. Las monedas, poco a poco, fueron convirtiéndose en atados de billetes cada vez más voluminosos.
Su joven rostro empezó a verse en las tallas de los paganos relicarios de yeso que se vendían en las ferias y en las miniaturas de las Alesitas; invocaban su nombre en las oraciones para pedir el favor de los ángeles o desatar la ira de los demonios. Su fugitiva estampa aparecía en las aguafuertes, junto a las de los santos, entre las velas de las Misas Blancas oficiadas por los yatiris y en las Misas Negras celebradas por los brujos. Si llovía sobre los secos cultivos, era por obra y gracia de las invocaciones al Hijo de Wari. Si en cambio la sequía ajaba la tierra hasta estrangular los sembradíos, era porque no habían sido lo suficientemente gratos con el Hijo de Wari en sus oraciones.
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