Federico Andahazi - El Príncipe
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Es la historia del Hijo de Wari, el diablo, un líder nacido en el corazón de la montaña que conquista la voluntad de su pueblo con promesas incompludias, y lo gobierna con la ilusión de una prosperidad inexistente. Cuando se "retira" -junto con sus ministros-apóstoles, aguardando un momento más propicio para gozar de los frutos de la cosecha en el poder-, el pueblo queda clamando por su segunda venida. Detrás de la escena, un consejero inmaterial, maquiavélico, ilumina los pasos del Mesías. Pero dónde se oculta el Hijo de Wari?, qué trama para su regreso?.
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En un espontáneo, unánime y tácito juicio sumario cuyo veredicto ya estaba resuelto por anticipado, el sapo fue ejecutado a manos de la furia popular.
La serpiente, enroscada sobre sí misma, considerando el caos en que se había convertido la Salaman dra, se dijo que era aquella una buena oportunidad para desembarazarse del pequeño obstáculo que la separaba del trono. Imperceptiblemente se fue arrastrando hacia el Hijo de Wari, que asistía a la ejecuciónde su fiel bufón, aquel que le había salvado la vida y que ahora ofrecía el último número, el de su propia inmolación, para la algarabía del príncipe. El reptil se arrastraba hacia el niño calculando el lugar exacto de la mordedura. Cuando estuvo seguro de que nadie lo veía, abrió la boca de par en par -su lengua fulguró en la oscuridad- y en un movimiento tan rápido como el recorrido de un látigo, hundió los colmillos en la tierna carne del niño. El Hijo de Wari sintió un ardor en el muslo e inmediatamente vio la marca par de la serpiente. Entonces, en medio del aquelarre de bestias que se disputaban la carne desgarrada del sapo, se sentó sobre una piedra a esperar la muerte. Efectivamente, en pocos segundos, pudo ver cómo el reptil se asfixiaba mordiéndose la lengua bajo el efecto devastador de las ínfimas gotas de la sangre del niño, mucho más letal que el ofídico veneno.
Mezclado entre la multitud de bestezuelas, el consejero, encarnado en la forma de una hormiga minúscula, miraba a su protegido con orgullo paternal.
12
El pequeño príncipe reinó entre las bestias de las profundidades bajo la severa mirada de su protector. Después del pequeño Apocalipsis, la destrucción de los suyos y la de su pueblo, Inti Cuntur; después de erigirse como el único enviado de Wari exterminando a la hormiga, la serpiente y el sapo, el pequeño príncipe llevó una existencia sosegada, diríase larvada, latente, semejante a la de los gusanos que se preparan para la metamorfosis. Encerrado en su reino oculto en la profunidad de las montañas, protegido entre las oscuras paredes de la Salaman dra, el príncipe se preparaba, silenciosa y secretamente, bajo el consejo de su tutor, para el Gran Apocalipsis.
Cuando el consejero determinó que el Príncipe tenía la edad suficiente, decidió que era hora de que abandonara la Salamandra y partiera a mezclarse entre los hombres. Lo único que habría de llevarse consigo eran las modestas ropas que tenía puestas y solamente un objeto, el que él decidiera. Pero sólo uno. Tenía que ser una elección sabia, le advirtió el consejero, ya que no tenía posibilidad de arrepentirse. El Hijo de Wari no dudó un momento. Bajó a las ruinas de Inti Cuntur, caminó sobre los restos del apocalipsis que él mismo había provocado algunos años antes, se abrió paso entre las figuras petrificadas de aquel carnaval eternizado y se detuvo frente a la efigie danzante de su madre, Gregoria Galimatías Salsipuedes. Así, disfrazada de China Zupay, bañada en la liviana piedra volcánica del Wari, frente a frente, el príncipe comprobó que la había superado en estatura. En aquellos pómulos generosos y planos, en sus ojos rasgados, en sus labios gruesos, el joven Hijo de Wari pudo reconocer su propia fisonomía. La tomó por la cintura, calcárea y áspera, y la estibó sobre el hombro como quien cargara un contrabajo.
Con ese único equipaje bajó de los cerros hasta llegar al largo y tortuoso camino que habría de conducirlo al lejano pueblo que estaba al pie del valle. Caminaba seguido por una legión de reptiles e insectos que salían de la Salamandra y, a su paso, se fueron sumando toda clase de alimañas que andaban por los cerros.
Su tutor, el capitanejo Xavier Huáscar Molina Viracocha, encarnado en la forma de un cactus, lo despidió como si fuese la última vez que habrían de verse. Pero ambos sabían que no sería así.
13
El Hijo de Wari hablaba la lengua de los suyos y la del conquistador. Sin embargo, nunca había visto a un semejante. Ni siquiera en la persona de su tutor, Xavier Huáscar Molina Viracocha; lo había reconocido en las formas más diversas e inverosímiles, pero jamás lo vio encarnado en hombre. Conocía la forma humana por haberse visto a sí mismo reflejado en el agua o en el metal. Pero, desde luego, ésta no era sino una visión parcial y fragmentada. La rígida imagen de Gregoria Galimatías Salsipuedes, cargada ahora sobre su hombro, le devolvía apenas un poco de su propio aspecto. Pero de hecho ignoraba, en términos generales, cómo eran los hombres. No conocía ninguno de los humanos oficios porque, a decir de su tutor, salvo el de las estratagemas, un príncipe no debería ni siquiera verse tentado de saber ningún otro. Para eso estaban los subditos.
En su camino se cruzó con el primer congénere que habría de ver: un solitario pastor de llamas. Se miraron con simétrico asombro: el uno no podía entender qué hacía un hombre caminando por la ladera de la montaña, seguido por una legión de reptiles y llevando una estatua al hombro; otro, en cambio, no se explicaba por qué razón un hombre se dejaba someter por unos animales tan estúpidos y desagradables. Se dijo que si aquellas bestias de mirada cretina eran capaces de sojuzgar a los hombres haciéndose alimentar por ellos, si podían obligarlos a que las protegieran de los animales salvajes y les procuraran, en fin, toda clase de cuidados por el solo hecho de que resultaban útiles, a él -se dijo el Príncipe- habría de serle mucho más fácil todavía ganarse el favor de sus semejantes. De hecho, recordaba que su tutor una vez le había dicho que la utilidad no era sino un puro espejismo. ¿Tiene el príncipe alguna utilidad? Esta pregunta es vana para el príncipe, aunque crucial para el vulgo. De modo que es menester que el vulgo jamás llegue a cuestionarse tal asunto. Carece de toda importancia que la investidura del príncipe sea, en sí misma, útil o completamente inservible; lo verdaderamente importante es que el príncipe pueda convencer a los demás de la propia utilidad de su existencia, al punto de parecer absolutamente imprescindible, siempre que tal esfuerzo redunde en su propio provecho. Por ejemplo, si alguien nos resultara indispensable, lo primero que deberíamos hacer es invertir la situación y convencerlo de que, en realidad, nosotros somos imprescindibles para él.
Sintió un inmediato y profundo desprecio por los pastores y una proporcional admiración por las llamas. Su consejero le había enseñado a valorar la estupidez y, en consecuencia, a desdeñar la inteligencia:
El príncipe tiene por función establecer los dogmas, siempre irracionales pero de suma utilidad para el ejercicio del poder. Conviene dejar en manos de los "inteligentes" el fundamento racional de los dogmas. Trátese del origen del Universo o de la aplicación de un nuevo impuesto, nunca faltará un filósofo, un teólogo o un jurista que explique por la razón lo que elpríncipe promulga por la fe o, llegado el caso, por el uso de la fuerza.
El encuentro con su primer semejante persuadió al joven Hijo de Wari de que no habría de resultarle en absoluto difícil convencer a los demás de que él era, en verdad, imprescindible.
14
El joven Hijo de Wari había caminado durante una jornada completa siguiendo el sendero tortuoso que zigzagueaba por la ladera de las montañas. Estaba exhausto y hambriento. Era noche cerrada cuando, hacia el final del camino que descendía hacia una profunda hondonada cruzada por un delgado hilo de agua, vio las primeras luces del pueblo. Impulsado por la brusca pendiente, el hambre y la fatiga, el Hijo de Wari apuró el paso hasta el talud donde se iniciaba el bajo caserío que se extendía, blanco y desigual, al pie de los cerros. Las casas estaban vacías y las calles desiertas. Desde un lugar incierto aunque cercano se escuchaba la música de los erques y los bombos que resonaba contra la falda de los cerros, subía y parecía descender desde el cielo. Era la fiesta de las Alesitas. El Hijo de Wari se aventuró por una callejuela y, más allá de la iglesia que se elevaba por sobre los techos exhibiendo su único campanario huérfano de campana, en el centro de la plaza, pudo ver el enorme fogón en torno al cual la gente bebía, cantaba y bailaba. Se le hizo agua la boca cuando vio una enorme olla, de un diámetro semejante al de su hambre, donde se cocía una yantar hecha de maíz y gallina, de papa y cerdo y de cuanta cosa tuviese una consistencia comestible. Más allá, a los costados de la plaza, se levantaban los enclenques puestos de la feria de las Alesitas. Desde una de las recovas que circundaba la plaza, el Hijo de Wari veía las tiendas donde se apiñaban incontables miniaturas hechas con el barro cocido de los anhelos: casitas blancas con techo de tejas, diminutos fajos de dinero, hombrecitos vestidos de novio, camiones del tamaño del pulpejo de un meñique, botellas de vino de la circunferencia de un clavo, llamas, vicuñas y ovejas agrupadas en manadas liliputienses y centenares de enseres minúsculos que la gente pagaba con el cobre único de sus esperanzas. Envuelto en la sombra de las columnas de la recova, el Hijo de Wari veía las mesas forradas de felpa púrpura diezmada por las polillas, donde los tahúres hacían su número de prestidigitación cobrando en contante y sonante a expensas de la candidez de los apostadores. Más allá, debajo de un toldo marchito, una fila de hombres esperaban su turno para tirar al blanco con un rifle de caño deliberada y sutilmente torcido. Obnubilado por el perfume que rezumaba la olla, el Hijo de Wari volvió a levantar a Gregoria Galimatías Salsipuedes, caminó hasta al fogón y, como ella misma lo hiciera en vida tantas veces, ofreció el cuerpo de su madre, ahora convertido en estatua, a cambio de un plato de comida. Sin terminar de convencerse, la vieja cocinera llenó un plato hasta el borde, se apuró para que no hubiera tiempo para el arrepentimiento, le agregó todos los condimentos que tenía y lo puso ante de las fauces hambrientas del Hijo de Wari. La vieja se quedó contemplando la magnífica escultura de la China Supay que acababa de adquirir y se dijo que aquel había sido el mejor negocio que jamás hubiera hecho.
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