Federico Andahazi - El Príncipe

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De lectura ágil, atractiva, hipnótica, original y terriblemente actual, " El Príncipe" contiene todos los elementos que un lector exigente puede reclamarle a una gran novela.
Es la historia del Hijo de Wari, el diablo, un líder nacido en el corazón de la montaña que conquista la voluntad de su pueblo con promesas incompludias, y lo gobierna con la ilusión de una prosperidad inexistente. Cuando se "retira" -junto con sus ministros-apóstoles, aguardando un momento más propicio para gozar de los frutos de la cosecha en el poder-, el pueblo queda clamando por su segunda venida. Detrás de la escena, un consejero inmaterial, maquiavélico, ilumina los pasos del Mesías. Pero dónde se oculta el Hijo de Wari?, qué trama para su regreso?.

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Las bestias menores, lagartos, lagartijas, culebras e insectos, se acercaban lenta y temerosamente al improvisado moisés de hierbas junto al fuego, con respetuosa curiosidad, se elevaban tímidamente en sus cuartos traseros, agitaban las aletas nasales o bien estiraban las lengüecillas atisbando el aire.

La Hormiga Reina, adivinando que el súbito berrinche no era más que hambre, lo alzó entre sus cuatro brazos, se desabrochó el escote dejando al descubierto su pequeño aguijón ponzoñoso y, con maternal cuidado, posó la boca del niño en el espolón que le brotaba del pecho como un agudo pezón. El pequeño bebía de aquel dulce veneno con un hambre voraz, como si aquella primera comida fuese a ser la última. Y a medida que comía, iba recobrando una vitalidad que se revelaba en el creciente rubor de las mejillas. Se hubiera dicho que de ese mismo venenoso calostro estaba compuesta la materia de su incipiente espíritu.

Aquella negra Natividad junto al fuego habría de verse interrumpida por una nueva llegada.

6

Desde las profundidades de la cueva, arrastrándose con pereza, asomó la punta de su cabeza triangular la tercera lugarteniente de las plagas enviadas por Wari: la serpiente. Todavía un poco anquilosada por los siglos de obligado letargo, miraba no sin cierta sorna aquella patética escena. Con unos ojos colmados de malicia y escéptica fatuidad, oculta en su propio sigilo, desde el anonimato de la penumbra, se complacía viendo sin ser vista. Antes de que la delatara una incontenible carcajada, con la voz en falsete dijo:

– Pero qué ternura, todavía no terminó la cacharpaya y ya empezaron los festejos de Navidad.

La serpiente se arrastró hasta los pies de la hormiga, se enroscó formando una base circular con su cola e, irguiéndose sobre su eje, le dijo acercándole la lengua bífida al oído:

– Qué pesebre viviente tan hermoso. Miren a la Virgencita -decía y enroscaba su cuello alrededor de los cuernos del bacinete de la hormiga que protegía al niño con sus cuatro brazos de la lengua filosa de la víbora.

– ¿Y este poquiscolla anda siendo el José? -susurró formando un tirabuzón alrededor del cetro destartalado del sapo.

De pronto, en un latigazo más rápido que losomnividentes ojos de la hormiga reina, la serpiente le arrebató al niño de entre los brazos y, haciendo un anélido moisés con la cola, lo acunó al borde del abismo.

– ¿Y diande han sacao a este Jesusito? -preguntó balanceándolo al filo del precipicio.

La serpiente miró al niño que dormía plácidamente en la concavidad de la cuna escamada, acercó sus narices y lo examinó con las puntas de su lengua dividida. Hizo un gesto de repulsión y sentenció:

– Esta basura que hiede a mierda no puede ser el Hijo de Wari.

Entonces transformó el canasto de su cuerpo en un cadalso y, con el extremo de la cola convertido en una soga patibularia, se enroscó en torno del cuello del pequeño y, sin otro motivo que el dictado de su viperina naturaleza, lo condenó a muerte.

Ante los espantados e impotentes ojos de la hormiga, el sapo y las bestias menores, la serpiente empezó a apretar el lazo vermiforme alrededor la garganta del pequeño.

7

Sin hacer caso a súplicas, ruegos desesperados, votos a Wari, ni a invocaciones a todos los soberanos de las profundidades, la serpiente se complacía dando su cáustico espectáculo frente al aterrado auditorio. Pero el niño era dueño de una calma que se diría ajena a la infantil carencia del sentido del peligro; al contrario, parecía afrontar el trance con el aplomo y la resignación de un anciano que ya hubiera vivido lo suficiente. Y cuanto más indiferencia mostraba el pequeño, tanto más parecía perder su tranquilidad la serpiente. Ella hubiera deseado una ceremonia más escandalosa, adornada de llantos y alaridos, de apremiantes sofocones y grandilocuentes convulsiones como las que suelen preceder a la muerte por ahorcamiento. Pero el niño, colgado por el cuello, bostezaba mirando de reojo a su victimaría como instándola a terminar de una vez con aquel aburrido espectáculo. La serpiente, fuera de sí y habiendo perdido el sarcasmo que la caracterizaba, se dispuso a dar el apretón final. Pero ante la pertinaz y desafiante apatía de su víctima ya no podía disimular sus propias dudas. ¿Y si realmente fuese el enviado de Wari? ¿Acaso podía esperarse tanta indiferente malicia frente a la inminencia de la muerte? ¿Y si en verdad volviera a transformarse en piedra? Sin embargo, aquello se había convertido para la serpiente en una cuestión de principios. Y parecía estar dispuesta a correr el riesgo. Finalmente, se dijo, dar un paso atrás era condenarse al descrédito frente a todas las bestias de la Salamandra.

El sapo adivinó de inmediato las íntimas cavilaciones del reptil. Supo entonces que en el resquicio del dilema estaba la oportunidad. Conocía el orgullo de la serpiente y la sabía incapaz de revocar una decisión. De modo que, se dijo, la única posibilidad era, paradójicamente, la de reemplazar aquella resolución por otra más tentadora. En el mismo momento en que el niño empezaba a pasar del blanco lívido al morado cianótico, el sapo, intentando simular calma, se acomodó el viejo yelmo, pitó largamente la pipa y envuelto en una nube de humo espeso, habló:

– Apostemos -dijo escueto y enigmático.

La serpiente tenía fundados motivos para dudar de la autenticidad del oscuro Mesías. ¿Acaso no habían confiado también en las promesas del conquistador? ¿Qué podía disuadirla del recuerdo de la traición? También en esa oportunidad se habían dejado convencer de que aquellos que habían sembrado la destrucción eran los verdaderos enviados de Wari. Había creído ver en los asesinos de Atahualpa la auténtica e indudable encarnación del gigante Wari. Y sin embargo fue el Arcángel Miguel, traído por el conquistador, el que habría de condenarla a ella y al resto de las plagas al sepulcro de la piedra.

El sapo insistía en que no podía haber dudas de que aquella criatura que acababa de liberarlos era el príncipe, el enviado de Wari; una vez más le señaló los recientes vestigios de la destrucción que el pequeño había provocado. En el preciso momento en que el sapo iba a formular los términos de la apuesta una voz de trueno irrumpió desde la boca inconmensurable de la caverna.

8

Todos reconocieron de inmediato aquel vozarrón atronador que parecía ser la mismísima voz de la Salamandra, como si de pronto la cueva se hubiese puesto a hablar.

– Sea o no el enviado de Wari, yo me comprometo a hacer de él un Príncipe. Voy a convertir a ese pequeño despojo de mierda, quienquiera que sea, en el Redentor de todos nosotros. Si no fuera el enviado de Wari o si fracasara en mi intento, entonces, al cabo de medio siglo, nos matarás a los dos. A él y a mí -dijo la voz que, de tan grave, hizo cimbrar a las piedras.

No había dudas: el que acababa de hablar no podía ser otro que el viejo consejero, el capitanejo Huáscar Molina Viracocha. Nadie se molestó en buscar su figura entre las sombras por la sencilla razón de que el consejero no tenía fisonomía alguna o, para mejor decir, podía ser dueño de cualquier semblante. Salvo el humano. Nadie conocía su verdadero rostro. Podía presentar la apariencia de un lagarto o la de un remanso de agua, la de una vicuña o la de un cactus. Aparecía bajo el aspecto de una imperceptible mosca o bien como un árbol gigantesco. Podía ser una pura voz o hablar, como lo acababa de hacer, a través de la boca de una cueva. Pero había sido condenado a perder su humana condición.

Cuando era hombre, Huáscar Viracocha había sido el consejero, político y militar, de Huayna Cápac y, a su muerte, de su hijo Atahualpa. Lo aconsejó sabiamente hasta el día en que previo su caída inevitable a manos del Adelantado. Entonces, viendo que su propia vida peligraba decidió, igual que lo hiciera Malinche, susurrar hacia otros oídos. Jamás supo Atahualpa que fue su propio consejero quien lo entregó a las huestes de Pizarro. Convertido en lenguaraz primero y en capitanejo después, fue rebautizado con el nombre de Xavier y el apellido de Molina. Xavier Huáscar Molina Viracocha era, ante todo, consejero. No importaba de quién. La furia de Inti Huara no se hizo esperar: como condena a semejante traición, primero lo despojó de su forma humana y luego lo confinó al sepulcro de la montaña como pura nada petrificada junto a las tres plagas.

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