Fernando Schwartz
El príncipe de los oasis
© 2009
Para mis compañeros de viaje por el
Gran Mar de Arena, José Ortega y
Ana Torán, Chantal Jourdain, Concha
Domínguez de Posada y A. S.
Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que los europeos y los americanos venían al soleado y glamuroso Cairo para huir de sus aburridas ciudades del norte (…) Un tiempo de ultramarinos griegos, mecánicos italianos, pasteleros austríacos, farmacias inglesas, hoteleros suizos y grandes almacenes judíos. Los ricos del mundo acudían a este Cairo excitante a bailar en las fiestas que se celebraban en villas espectaculares y a apostar en carreras de caballos que se corrían en hipódromos exclusivos.
Cynthia Myntti, Varis Along the Nile.
Durante mi primer viaje por el desierto líbico me hice una promesa.
Nos habíamos perdido (…). El oasis que buscábamos no aparecía. Tampoco encontrábamos pozo alguno de agua. El desierto se me antojaba despiadado y cruel. Me juré que si jamás salía con vida de aquel lugar, no volvería.
Dos años después estaba de regreso.
Hassanein Bey, The Lost Oases.
El día en que Ya'kub cumplió quince años, le pidió a su padre que lo llevara al desierto, insh'allah, si Dios quiere.
Los sirvientes no hacían más que hablarle a todas horas de la extensión inmensa del desierto, de las dunas, los wadis y las rocas, de la luz cegadora del mediodía y las tormentas de arena, de la sed y los peligros, de la crueldad de los temibles senussi. Un muchacho como Ya'kub, afirmaban, no se haría hombre hasta que no hubiera arriesgado la vida en aquellos desolados parajes de silencio y sufrimiento. Claro, que le decían esas cosas porque se rumoreaba que su padre, el Bey, preparaba a escondidas de toda su familia y de la corte una expedición hasta el fondo del Gran Mar de Arena, donde, era cosa sabida, había varios oasis perdidos llenos de agua, dátiles, camellos y fabulosos tesoros. Querían ver si provocaban en el chico alguna confidencia de algo que hubiera visto u oído en las habitaciones nobles del palacio, de algo que le hubiera susurrado el Bey. Nada hay más cotilla en el mundo entero que un cairota.
El más truculento de todos los servidores de la casa de su padre era el viejo Mahmud, un tipo enorme cuyas ropas estaban tan manchadas de lamparones y restos de comida que resultaba difícil aventurar su color originario. Mahmud, que había nacido en el barrio antiguo de El Cairo, casi a tiro de piedra del nilómetro, llevaba en la casa más años que el propio Bey. Para hacerle sus confidencias a Ya'kub se sentaba frente a él en un taburete con las piernas abiertas y así acomodaba su desproporcionada barriga entre los pliegues de su galabía; casi le llegaba al suelo. Abría mucho sus ojos saltones, se recolocaba el pequeño solideo de algodón blanco sobre la coronilla y acercaba su cara a la del muchacho, asaltándole la nariz con un aliento ácido y fétido a comida rancia. Entonces, bajando la voz, le espetaba:
– Ah, los senussi, Ya'kub, que no sea un senussi el que te encuentre a solas y acabe con tu vida… Morir de un disparo de fusil es malo, pero perder todos los atributos por el tajo de un viejo cuchillo del desierto -levantaba dramáticamente las cejas-, todos los atributos de tu hombría, eh, antes de perder la vida es aún peor. Peor que enfrentarte a un mameluco borracho en la Ciudadela. -Y sacudía la cabezota con solemnidad de arriba abajo mientras se rascaba con energía la barba de tres o cuatro días con el mismo ruido rasposo que si hubiera estado pasando un serrucho por alambre de espino.
Ya'kub, poco acostumbrado a la fantasía egipcia, lo miraba lleno de asombro e inquietud y quería que no parara de contarle todas aquellas cosas. Apenas si conseguía disimular su excitación. Se imaginaba corriendo aventuras sin cuento, perdido en el desierto, luchando contra crueles enemigos, arrastrándose sediento por los cauces resecos de los wadis, pero acabando por salvar a la princesa a la que había ido a librar del cautiverio en un oasis escondido y misterioso. Poco imaginaba lo que habría de ser aquella expedición.
– Pero ¿tú los has visto?
– A quién.
– Pues a los senussi.
Mahmud dudaba un momento.
– No, claro -añadía después sin inmutarse-, no estaría aquí vivo hablándote de estas cosas, alhamdulillah.
Y así, el día de su cumpleaños, Ya'kub pidió a su padre, el Bey, que lo llevara al desierto. No se hubiera atrevido de no ser porque, cuando almorzaban los dos solos, sentados a la larga mesa del comedor de gala (una excepción debida a la trascendencia del momento), el Bey le preguntó qué era lo que más le apetecía hacer en esa fecha tan importante, la primera que celebraba con él.
Tampoco se habría atrevido a pedirlo si no hubiera mediado la calurosa sonrisa con la que lo miró su padre. Bajó la vista al plato que tenía delante y con el tenedor jugó a disimular, empujando el tahiné cubierto de aromático sinibar, o, lo que es lo mismo, una vinagreta cuyo ingrediente principal es el ajo derramado en grandes cantidades por encima de la pasta de sésamo y garbanzos.
En la cocina de la casa trabajaban seis o siete cocineros. Al principio, los platos que luego llegaban a la mesa servidos por tres nubios altísimos se le habían hecho a Ya'kub raros y hasta poco apetitosos por lo exóticos y por las especias con las que habían sido cocinados. Pero como, de todos modos, no se habría atrevido a protestar, pronto se acostumbró a ellos y a aquellos sabores tan diferentes de los de su Inglaterra natal. En efecto, ¿cómo comparar el cordero de los domingos en Woodstock y sus patatas asadas y las salsas de menta y de jalea de grosella con el del desierto, asado a la leña y comido con pan ácimo y labneh? (En realidad, en la casa de El Cairo comían platos de cocina francesa con más frecuencia que de gastronomía libanesa o egipcia. Pero, bueno, de algo se tenía que quejar, pensaba, eso sí, para sus adentros).
El Bey levantó una ceja inquisitiva.
– ¿No te gusta el tahiné, Ya'kub?
– ¡Oh, sí, padre! Claro que me gusta. Es sólo que…
Sonrió de nuevo.
– Entonces debe de ser que no acabas de decidirte por un regalo de cumpleaños u otro. Eso es algo en lo que no puedo ayudarte. Tienes que decirme cuál te apetece más.
– ¿Puedo pedirte lo que quiera?
– Lo que quieras -asintió.
Su padre era un hombre muy alto y enjuto. Tenía la tez oscura, la nariz, aguileña y los ojos implacables. Pero cuando sonreía, se le transformaba el rostro y parecía alguien completamente distinto, encantador, socarrón, amable y hasta lleno de bondad, que, sospechaba Ya'kub, era la más rara y deliciosa de sus virtudes. Tendría por entonces treinta y cinco o treinta y seis años.
– Querría que me llevaras al desierto, insh'allah.
– ¿Al desierto? ¿A qué desierto?
– No sé, padre. Dicen los sirvientes que preparas una expedición.
– Lo dirá Mahmud, que es un cotilla lenguaraz y fantasioso. Voy a mandar que les corten la lengua a todos.
– ¡Oh, no! No quisiera que por mi culpa…
– De modo que quieres ir al desierto.
– Dicen que es… bueno, otra cosa, no sé… maravilloso…
– Y duro. La arena se parece bien poco a las praderas de tu Oxfordshire, Ya'kub. No es amable ni misericordiosa ni ondula como un mar de hierba entre viejos olmos, castaños y riachuelos. Es un pedregal en un mar de arena… -Se interrumpió un instante buscando las palabras que expresaran mejor su pensamiento-: Y en eso mismo reside su belleza: en que no hay nada que se interponga entre su alma y la del que se aventura por él. Si tu alma es fuerte, el desierto responderá con fortaleza; si eres débil, el desierto te destruirá. -Lo miró con seriedad-. ¿Comprendes lo que quiero decir?
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