Fernando Schwartz - El príncipe de los oasis

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Un joven mitad árabe, mitad occidental, criado y educado en Europa, regresa a Alejandría para reencontrarse con sus raíces islámicas. Junto a su padre, un aristócrata de la corte egipcia, emprenderá un peligroso viaje a los oasis de Libia. Diplomático, escritor y excelente comunicador, Fernando Schwartz (Madrid, 1937) decidió dedicarse por completo a la literatura desde 2004. Autor de más de una docena de novelas y ensayos, ha recibido, entre otros galardones, el Premio Planeta 1996 por El desencuentro y el Premio Primavera 2006 por Vichy, 1940. Su última novela, El cuenco de laca, alcanzó un notable éxito. Reside la mayor parte del año en Mallorca.

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– Sí -contestó tragando saliva. Y luego preguntó-: ¿Es verdad que los senussi son una tribu despiadada que mata a quienes se atreven a adentrarse por el desierto que ellos consideran suyo?

– ¿Quién te ha dicho esa tontería? -preguntó entonces con tono irritado. Levantó una mano-. No contestes, que ya imagino de dónde sale ese invento. Son unos ignorantes. No, Ya'kub. Los senussi son gente del desierto, desde luego. Llevan en él tres o cuatro siglos, mandando en la tierra que han hecho suya alrededor del oasis de Siwa… Pero, en realidad, son sólo los miembros de una secta religiosa dedicada a vivir y predicar las enseñanzas del Corán -lo pronunció kur'an mientras se llevaba la mano derecha al costado del corazón-. Son beduinos, ¿sabes?, como yo. Sólo que yo soy un beduino de la ciudad y ellos lo son del desierto. Su jefe ahora es Sayed Idris al Senussi. Nos conocemos bien. Somos buenos amigos. Si decido adentrarme en las tierras líbicas y en la Cirenaica, él será siempre mi protector y valedor.

– Pero yo creía… creía que son guerreros y que… bueno, que si vas al desierto, te arriesgas a que te maten -confuso, sacudió la cabeza.

– En realidad… sí son guerreros, sí. -Sonrió-. Verás, hijo, en el desierto hay muchos peligros, desde luego, pero para nosotros, para ti y para mí, los senussi no son uno de ellos. Es verdad que durante la guerra ocuparon los dos lados de la frontera con Libia y se dedicaron a combatir contra el inglés con armas que les habían dado los alemanes y los turcos. Pero no se les puede acusar de nada: sólo defendían su territorio. -Levantó las cejas-. Fueron necesarios nada menos que treinta y cinco mil soldados británicos para derrotarlos. -Lo dijo con un tono que denotaba la admiración que sentía por ellos.

– O sea, que sí son guerreros.

– Bueno, son gente dura que tiene que defender lo que ha sido su casa durante siglos. Y al final de la guerra, en 1917, tuve la suerte de poder intervenir en la pacificación de aquel trozo de desierto… No fue fácil, porque los senussi son muy orgullosos, pero acabaron haciéndome caso y eligieron como nuevo jefe a Sayed Idris. -Se encogió de hombros-. Fue una casualidad afortunada.

– ¿Entonces vamos a ir al desierto, padre?

El Bey lo miró de nuevo con aire grave. Luego asintió.

– Iremos al desierto, Ya'kub. Insh'allah, si Dios quiere.

Los Hassanein vivían en un gran palacio construido a orillas del Ni lo, en la avenida que bordea el río, enseguida bautizada por la corte del jedive Ismail como Corniche al-Nil. Amr Ma'alouf («Amr Ma'alouf será tu amigo e instructor; obedécele y sigue sus consejos») explicó a Ya'kub que jedive quiere decir 'virrey' y eso eran los príncipes egipcios respecto del sultán de Constantinopla, soberano del imperio otomano. También le dijo que el sucesor de Ismail, Fuad, era amigo personal de su padre.

El Cairo no era muy grande entonces, ni siquiera llegaba al millón de habitantes. Las familias poderosas bien podrían haberse quedado a vivir en la Ciudadela, donde estaban: de todos modos controlaban la ciudad desde allí arriba. No tenían por qué moverse de sus casas y palacios tradicionales. Pero el abuelo de Ya'kub, el jeque Mohammed Hassanein el Boulaki, gran maestro en la milenaria mezquita de Al-Azhar, siguiendo la moda europea imperante a finales del siglo XIX, decidió trasladarse de su vieja villa en la Ciudadela al palacete que había mandado construir sobre el Nilo, casi enfrente del Museo Egipcio, en la orilla este del río. También mandó a su hijo a estudiar a Inglaterra. Era lo que se hacía entonces, explicaba Amr Ma'alouf: construir en el nuevo barrio de Ismailía, lo más cerca posible del río, y mandar a los primogénitos a estudiar a Francia o a Inglaterra. Luego, añadía con sonrisa picara, algunos de esos primogénitos se metían en líos de faldas con las midinettes de París o con las estudiantes de Londres y regresaban a El Cairo deslumbrados y casados con un desastre de mujer.

En fin, en el último tercio del siglo XIX, los egipcios ricos y la corte se fueron marchando de la Ciudadela hacia el río, a los nuevos barrios, a Ismailía (por lo que contaba Amr, en el barrio europeo de El Cairo, que él llamaba Paris-sur-Nil, todo era Ismailía esto, Ismailía aquello, en honor del viejo jedive, muerto en el 1879). Muy deprisa, los cairotas opulentos se trasladaron a las nuevas calles y plazas que quedaban al oeste del Qasr Abdin. El palacio real, el qasr, de Abdin era enorme, ¡quinientas habitaciones, Ya'kub!, un verdadero horror, y había sido construido a toda prisa por el jedive para hacer coincidir su inauguración con la del canal de Suez e impresionar a los monarcas y dignatarios europeos que iban a asistir a ésta. Ni que decir tiene que no coincidieron para nada: el canal se inauguró en 1869 y el palacio sólo estuvo listo cinco años más tarde.

Lo mismo pasó con el Teatro de la Ópera: Fuad quería una obra triunfal de Verdi, pero ni siquiera lo habían convencido aún para que la escribiera y tuvieron que programar un Rigoletto de emergencia. Eso sí, a la premiére asistió la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III, de la que, según Amr Ma'alouf, el jedive estaba enamorado; hasta le había mandado construir en la isla de Zamalek un palacete que ella ocuparía los pocos días que pasara en El Cairo.

– Y esto no te lo debería contar, Ya'kub, pero la obsesión de Ismail con la emperatriz era tal que en el dormitorio del palacio, al pie de la cama, puso un orinal de marfil y porcelana en cuyo fondo estaba dibujado un gran ojo de iris verde, el color de los del jedive. -Dejó escapar una gran carcajada-. Hace falta estar caliente, ¿o no?

Ya'kub, muerto de vergüenza, quiso aparentar complicidad con lo que él imaginaba era una sonrisa experta, pero el efecto mundano del gesto quedó desmentido por el violento sonrojo de sus mejillas. Amr hizo como que no lo veía.

– ¿Quién no pensaría, viendo estas cosas, que no somos unos salvajes? -Dejó de hablar y torció el gesto-. A lo mejor con razón… Porque, encima, para que la cosa resultara más típica, en el primer piso del teatro, sobre el proscenio, las mujeres del harén se escondían en tres palcos cubiertos por rejas y muselinas. -Hizo un gesto displicente con la mano, como si quisiera confirmar que los egipcios se tenían merecido el apelativo y que costumbres como la de los harenes y los eunucos no hacían más que subrayar esa fama de incivilidad.

Tonterías que contaba Amr con expresión seria y sonrisa irónica. A Ya'kub le encantaba oírle hablar con su afectada voz de bajo, aunque prefiriera la forma parsimoniosa de explicar las cosas que tenía su padre.

La ciudad seguía siendo pequeña cuando llegó a vivir en ella en otoño de 1921. Aún había, entremezcladas con las calles y plazas, grandes manchas de desierto, que más parecían gigantescos solares que otra cosa, y, aunque el calor era a menudo insoportable, el escaso tráfico y los numerosos jardines umbríos hacían que resultara agradable y hasta refrescante un paseo al atardecer. Desde la ventana de su habitación, en la planta superior del palacio, Ya'kub podía divisar, allá a lo lejos, al otro lado del río, las pirámides de Gizeh, solas, sin más compañía que las piedras del desierto, el sol de mediodía y la vigilante mirada de la Esfinge.

– ¿Por qué preparas en secreto tu viaje al desierto, padre? -preguntó.

– ¿En secreto? -se sorprendió. Hizo una mueca y por fin contestó con una sonrisa-. Digamos que lo preparo con discreción… Hijo, el mundo cairota es muy complicado. Hay más conspiraciones en esta ciudad que piedras tiene Luxor. Soy un hombre público. Me conoce mucha gente y eso quiere decir que tengo muchos enemigos. -Alargó su mano y le tocó levemente la muñeca-. Aquí nunca se sabe quién es un confidente honrado, quién te traicionará, quién querrá desposeerte de todo y quién te será leal. Claro que soy buen amigo del jedive Fuad y de la princesa Nazli, claro que los ingleses me respetan y que muchos cairotas preeminentes me temen. Pero nada de eso basta. Cada paso debe ser medido con cuidado, cada movimiento debe ser preparado con extrema prudencia. Que esta sea tu primera lección en cultura egipcia, Ya'kub: en Egipto no debes fiarte de nadie. Nunca. ¿Me entiendes?

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