Fernando García Maroto
© Fernando García Maroto, 2012
© de esta edición para:
Literaturas Com Libros 2022
Erres Proyectos Digitales, S.L.U.
Avenida de Menéndez Pelayo 85
28007 Madrid
Diseño de la colección: Benjamín Escalonilla
ISBN: 978-84-124540-5-5
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Para Lorena y Marcos García
Una vida sin semejanza y de hombres aparte.
Fiodor M. Dostoyevski
El hombre estuvo durante toda la noche paseándose inquieto por el piso. La tarde anterior, y por vez primera desde que estaba en aquel lugar infecto, un malestar vago e insistente se había apoderado de él. Rechazó el nombre de miedo por orgullo y, de la misma manera, tampoco quiso definirlo como remordimiento, en esta ocasión por falta de fe. Sin embargo, ahí estaba, instalado tenaz dentro de él, subiéndole en oleadas ácidas, biliosas desde el estómago hasta la boca y repitiendo ese ciclo intestinal con la puntualidad de la muerte.
Antes de que su cerebro enfermizo hubiera pensado en un posible significado, su cuerpo ya había tomado la delantera y la determinación de no dormir. Mantenerse despierto había sido la consigna desde un principio y aún seguía vigente. De este modo, con las luces encendidas, atiborrado hasta las cejas de café, siempre bien cargado y del que ya se había bebido en total dos cafeteras, fumando cigarrillos negros hasta el filtro esponjoso y acercándose a las ventanas de cuando en cuando, con la intención de ser visto pero sin tentar demasiado a la suerte, el hombre había estado dando vueltas por todas las habitaciones del piso sin seguir un orden concreto.
En la estrecha cocina, suficiente para uno, restos fríos y malolientes de cena se pudrían lentamente, mientras una grasa seca y pringosa se solidificaba con repugnancia en las puntas melladas de los cubiertos inoxidables. El aroma del café y el humo denso del tabaco disimulaban con esfuerzo ese tufo hediondo a descomposición.
De aquella angostura en penumbra, porque el hombre había decidido, sin verse obligado a consultarlo con nadie, que no era necesario encender la luz de la cocina pues la ventana de esta, acorde con sus dimensiones ridículas, no era más que una rendija abierta a un patio de luces abandonado, la silueta oscura se introdujo en el pasillo nada alargado por el que se accedía al salón, el despacho y el dormitorio con cuarto de baño. Aquí ya brillaban todas las luces.
Su idea, su intención, consistía en que la gente supiera que él estaba alerta. Ahí le tenían por si querían ir a verle; y, sin embargo, el hombre deseaba que todos se mantuvieran a raya, al margen, alejados como siempre lo habían estado, que nadie tuviese el valor, al comprobar que estaba despierto, de venir y ajustarle las cuentas pendientes por venganza, por odio o por maldad; o, mejor aún, por una mezcla explosiva y loca, suicida de esas tres furias. De hacerlo, ya les iba conociendo a todos en aquel pueblucho de mala muerte, lo intentarían por la espalda, sin dar opciones ni explicaciones: las primeras sobraban si se quería ganar y las segundas porque sí, porque allí todo se sabía, aunque a muchos les costara reconocerlo.
Cada vez que se adentraba en la encrucijada del pasillo, el hombre tenía que decidir entre el vértigo de tres puertas abiertas, ya que siempre venía, por lógica espacial y por ubicuidad inexistente, de una cuarta. A lo largo de la noche era seguro que ya habría repetido en más de una ocasión alguno de los recorridos posibles, si no todos. Acechando ruidos y husmeando olores, la esperpéntica figura del hombre entraba con cuidado en cada cuarto; queriendo así percibir cualquier mínimo cambio en el orden en que él había dispuesto las cosas.
Encima de la cama del dormitorio, abierta, casi destripada, como si alguien se hubiera ensañado violentamente con sus entrañas, una maleta a medio hacer ocupaba la práctica totalidad del somier. Faltaban por meter algunas chaquetas y el mismo número de camisas; siempre lo último que debía meterse en la maleta, para que se arrugaran menos, como le había enseñado con paciencia didáctica su mujer. Al mirar el bulto despanzurrado, cosa extraña, sintió verdadera nostalgia. Y también ganas de marcharse cuanto antes de Villa. Había aguantado vivo, y ya quedaba menos. Empezó a sudar de repente.
—No sé qué demonios me pasa. A qué tanto nervio —se dijo en voz alta, mintiéndose a sabiendas.
Porque sabía lo que le pasaba, porque sabía la razón del sudor y del temblor en las manos. Porque por mucho que se dijera, con bastante entereza y convicción, bien sabido su papel, que el sudor era consecuencia directa de ese clima húmedo y caluroso, sofocante hasta la extenuación, y el nerviosismo tembloroso producto de la cafeína y la nicotina ingeridas en exceso, por mucho que tratara de esconder la realidad actual a la que se había visto abocada su existencia, el hombre sabía. Sabía del porqué de no dormir y conocía el significado de la claridad de las luces. Incluso los niños pequeños conjuran el temor de idéntica forma. El instinto espanta con lo primero que encuentra a mano, con lo más primario. Así que podía engañarse tanto como quisiera, como se habían engañado todos en Villa: el hombre sabía. Supo desde el principio y eso había sido su perdición. Aunque todavía estaba a tiempo: si cogía el autobús de las ocho de la mañana hasta Ciudad Costera, y desde allí el tren hasta Capital, entonces podría darlo todo por bien empleado. Entonces, solo entonces, su breve estancia en Villa podría compararse, en causas, daños y efectos, al hecho de haber prendido fuego a la boca de un hormiguero.
En el cuarto de baño del dormitorio se lavó la cara y se refrescó el torso desnudo. No llevaba camisa para evitar empaparla con su transpiración rancia. Además, no quiso ducharse porque en esos escasos minutos bajo el agua filamentosa se vería forzado a bajar la guardia. Por ese motivo, sumaban ya más de diez las veces que el hombre había entrado en el lavabo para humedecerse con agua fría el rostro y el pecho. Se enfrentó al espejo y unas ojeras sin disimular enmarcaron su mirada tenebrosa de crueldad. Era como si en aquel lugar su cara hubiese envejecido el doble que su cuerpo. Pocas cosas iba a echar de menos de ese sitio agobiante y asqueroso, nauseabundo en donde se había enfrentado a casi todo el mundo que había conocido.
—Hatajo de memos —escupió con asco al espejo, como si aquellas personas habitaran en la dimensión simétrica que ahora mismo ocupaba su propio reflejo y no en el pueblo al que había sido forzosamente destinado como castigo por sus pecados. Les culpaba de todo, a los otros; al igual que estos últimos le señalaban a él con rabia. Alimentaron durante meses, viéndola crecer sin inmutarse, una repulsión mutua.
La visión del revólver sobre la mesa del despacho le tranquilizó a medias.
Lo había limpiado con mimo, acunándolo, y cargado con precisión al comienzo de esa larga noche. Luego, tantas veces como paseos había dado en círculo por aquella estancia pretenciosa, lo había tomado en sus manos con dulzura y firmeza, demostrándole así su confianza. Su tacto habría notado la variación más insignificante de temperatura o peso en ese preciado objeto domesticado y obediente por el uso.
A su lado, obscena y sobada de tanto leída y releída, doblada en una perfecta trinidad, sobrevivía, a pesar de las ganas que le habían entrado de romperla en pedazos irregulares y anárquicos, la carta falsificada por don Rafael y firmada por el alcalde de Villa. Su cinismo descarado y su hipocresía manifiesta le habían dado ganas de vomitar. Sentía asco de todo y de todos; también de él mismo. Se veía incapaz de librarse de esa sensación. Además, su cuota de participación en la farsa de la existencia era amplia. Llevaba casi cuarenta años viviendo sin sentido, llenando los espacios vacíos con absurdos. Iba tirando hacia delante porque no tenía el valor suficiente para desertar del mundo, y, mientras tanto, arrastraba a los demás en su caída; pero no por rencor sino por pura indiferencia, ya que, a pesar de todo aquello que tenía, no se sentía unido a nadie ni a gusto con nada. También odiaba esa carta malintencionada por una ironía topográfica: quizá inconscientemente, aunque no es seguro, la había situado junto al arma, y el contraste entre ambos objetos agrandaba el sentido de cada cual y le añadía trascendencia a su elección.
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