AGONÍA Y ESPERANZA
Fernando García Pañeda
© Fernando García Pañeda
© Agonía y esperanza
Abril 2021
ISBN papel: 978-84-685-5719-9
ISBN ePub: 978-84-685-5720-5
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A word, a look, will be enough…
Una mirada, una palabra será suficiente…
Jane Austen, Persuasion
Índice
Nota del autor
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
Nota del autor
¿Por qué llega uno a cometer la osadía de intertextualizar a Jane Austen en una de sus obras más conmovedoras y perfectas? ¿Por engreimiento? ¿Por ignorancia o necedad? ¿Por todo ello junto?
Ni siquiera se trata, como ocurre en otros casos, de prolongar una de sus obras después de su punto final, de darle una vida entera a alguno de sus personajes secundarios más atractivos o rehacer una de sus obras más emblemáticas, nada menos que Persuasión.
Bueno, la explicación es muy sencilla: porque no es esa la pretensión. Nada más lejos de mi intención que remedar, rehacer, fusilar, ni falsificar la obra de Austen, sino todo lo contrario: respetar, honrar y enaltecer la novela que más le ha emocionado y asombrado de todo el legado de la genio de Chawton House.
¿Y qué necesidad tenía el mundo de ver recontada de otra manera la historia de un amor capaz de atravesar el tiempo manteniéndose intacto (o incluso más fortalecido)? Ninguna. El mundo ninguna necesidad tenía de algo parecido siquiera. Pero mi alma, traspasada de por vida por el fondo y la forma de dicha historia, tenía que enredarse y unirse a ese viaje emocional y sus dos viajeros.
En realidad, empecé a escribir Agonía y esperanza por el mismo motivo y del mismo modo en que empecé a escribir. Para adentrarme en mundos que ya no existen o que tal vez nunca existieron, pero en los que querría haber vivido. Yo soy de los que piensa que nada hay nuevo bajo el sol y todo vuelve a empezar una y otra vez, desde el principio de los tiempos. Todo está escrito o contado desde hace siglos. Por eso lo único que podemos hacer los escribidores del siglo XX y posteriores es contar lo mismo, si bien desde otros puntos de vista o quizá de otras maneras. Pero es imposible escribir nada que no se haya escrito antes.
Ya los clásicos españoles, franceses o ingleses, por ejemplo, lo sabían y obraron en consecuencia. Tomaban prestadas historias escritas o contadas de boca en boca años o siglos atrás y las reescribían insuflándoles su hálito excelso para concederles vida eterna.
Los genios aportan al mundo su genialidad, y los no-genios hacen lo que pueden. Por mi parte, me incluyo en este segundo grupo: hago lo que puedo, con mayor o menor fortuna. Yo no he tomado una historia común para aportarle mi genialidad, sino más bien al revés: he partido de una historia genial para aportarle un toque personal. Más concretamente, he traído a Anne y Frederick hasta el siglo XXI. Los he adaptado a la forma de vida actual, pero he conservado sus almas: ese eterno inmaterial no se puede alterar a lo largo del tiempo y del espacio. Es por eso leemos con tanta emoción a Jane Austen dos siglos después de su fallecimiento, como la seguirán leyendo nuestros sucesores mientras consigan subsitir sobre la faz de la Tierra.
Impulsado por lo que mis lectoras dijeron de anteriores escritos, me decidí a retomar, con la mayor pulcritud y elegancia posibles, la historia de la merecida segunda oportunidad concedida a dos amores verdaderos: sólidos e incondicionales.
En un mundo inhóspito para con los valores que representan los protagonistas, aspiro a que Agonía y esperanza brille como lo haría un pequeño trocito de oro en medio de una montaña gigantesca de escoria, y que aporte algunas horas de placidez y alguna sonrisa a quien quiera buscar entre sus páginas parte de hearts, manners and spirits del mundo creado por Jane Austen.
I
Empujaba con cierta parsimonia el carrito en el que portaba su equipaje, como si pesara demasiado o fuera demasiado frágil. Pero la causa era otra: había reconocido sus ojos bajo la media melena, suelta, ondulada, de castaño anochecido, que no podía pasar desapercibida; no en la belleza verdadera, cuando se ha conocido; no para él, Frédéric Heywood, un arqueólogo de sí mismo.
La había visto de través, avanzando decidida y sin control con otro de esos carros al tiempo que extraía documentos de su bolso y procuraba no desparramar los varios bultos de su equipaje. Había visto cómo un horizonte abrazado de recuerdos le acometía incontenible en forma de carrito portaequipajes.
—Oh. Mi scusi —se disculpó ella cuando colisionaron los carros.
A él se le escapó una sonrisa tenue.
—No tiene importancia. En absoluto.
Anna: sus ojos tan abiertos, su gris profundo. La misma Anna Wellesley, el semblante menos luminoso, bastante más delgada y más pálida, pero la misma figura de inadvertida elegancia, la mirada franca y directa, la misma Anna de quien se enamoró hacía casi ocho años. Su porte, realzando hasta el vestido más discreto, sus manos gráciles, sus sempiternas perlitas en los lóbulos de sus orejas. Detalles. Los detalles que definen y perduran en la grandeza.
—Frédéric... —las palabras se le resistían—. Qué sorpresa.
Se miraron en silencio, con una calidez contenida, hasta que ella acercó vacilante la mejilla derecha y se dieron dos besos.
—Esta parece ser nuestra manera de encontrarnos, ¿verdad? —intentó él relajar el ánimo.
—Sí. No podría ser de otra manera.
La leve sonrisa iluminando sus palabras le confirmó que seguía siendo la misma Anna: la misma luz en sus ojos, que le abstraía del resto del mundo, de la actividad y el ruido que inundaba el Aeropuerto Marco Polo de Venecia. Un aeropuerto en el que lo nuevo se juntaba, aunque no se unía, con lo viejo; y lo más sublime se juntaba, pero no se unía, con lo más chabacano. Techos y paredes de vulgar frialdad con reclamos de Ca Rezzonico, de la Peggy Guggenheim o del Museo Correr; siglos mezclados con siglos, XVI con XVIII, XVIII con XXI. Como en la propia Venecia.
Para Frédéric y Anna pasado y presente se unían, sin apenas haber estado juntos.
—¿Me permites que te ayude? Yo llevo muy poca cosa.
En ese momento uno de los bultos de Anna se deslizó hasta caer al suelo, añadiendo rotundidad a la respuesta.
—Sí, por favor, me estoy volviendo loca con la documentación y todo este equipaje al mismo tiempo.
Él traspasó no sin alguna dificultad su maleta y la bolsa del portátil al carro de ella, del que se hizo cargo. Se encaminaron lentamente a la salida.
—Gracias.
—No es nada. No... no te he visto en el avión, ni en el embarque.
—Es que no creo que hayamos venido en el mismo avión —se explicó ella—. Tú vienes directo de Londres, supongo.
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