Fernando García Pañeda - Agonía y esperanza

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Frédéric Heywood y Anna Wellesley son dos jóvenes alegres, ingeniosos y con ganas de comerse el mundo. Reconociéndose como hechos el uno para el otro, vivieron su amor incondicional durante unos meses de felicidad sin límite. Pero los condicionantes sociales de ella, perteneciente a una familia acaudalada y aristocrática, la llevaron a romper su relación con un simple aspirante a escritor de clase media.
Varios años después, las circunstancias han cambiado. Frédéric se ha convertido en un escritor de éxito. Por su parte, los Wellesley, cuyas empresas han quebrado por efecto de la crisis financiera, se encuentran arruinados y viviendo más de su nombre que de sus escasos ingresos.
Al reencontrarse ambos a las puertas de Venecia, donde ambos van a residir durante algún tiempo, Frédéric se debate entre el resentimiento que ha sentido durante esos años de separación y un sentimiento que remueve su interior y no sabe interpretar.
Agonía y esperanza es una historia romántica de elegancia emocional, de madurez anímica y segundas oportunidades relacionado de manera implícita con la íntima y conmovedora Persuasión; por eso el autor mantiene su mismo tono melancólico y un estilo cuidado y elegante, como homenaje y respeto a la obra de Jane Austen.

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Durante los dos días siguientes Frédéric consumió las citas que había podido concertar, sin obtener el menor resultado. Se confirmaron así sus sospechas: aquella ocurrencia de presentarse en la feria a pelo no había servido más que para señalarse como un advenedizo sin papeles atascado en el engranaje de la monstruosa industria literaria. Así que al tercer día se encontró sin más perspectiva que vagabundear entre las zonas accesibles con la carpeta de manuscritos bajo el brazo, a la espera de algún paranormal encuentro con algún editor dotado de poderes extrasensoriales suficientes para detectar las bondades de alguno de sus mamotretos.

Para ser exactos, lo único que consiguió, hacia la mitad de ese tercer día, fue la promesa de amistad eterna por parte de un italiano llamado Guido Gauli que parecía aún más desamparado que él. Le condujo hasta un stand que buscaba infructuosamente, más que nada porque estaba situado en la otra punta del centro de convenciones. Pero no le acompañó por mera piedad o solidaridad entre escritores pobretes. Ese día estaba con Fanny, su hermana, que había venido con la bondadosa y vana intención de apoyarle. Nada más acompañar ambos al italiano hasta la zona que buscaba, Frédéric dejó a su nuevo gran amigo en manos de su hermana, quien aceptó el encargo de buen grado ya que, escritor pobrete o no, el tal Gauli tenía muy buena planta y modales aún mejores. Él, por su parte, tenía otros planes.

En ese mismo pabellón del Olympia había localizado el nombre de la editorial en cuyo stand le dijo Anna que estaría trabajando. Se acercó hasta el lugar en cuestión, encontrándose con una sola persona y el vacío más silencioso a su alrededor. Era ella, con un atuendo formal casual —un blazer oscuro y unos jeans— que sin duda le favorecía. Estaba sentada tras un pequeño mostrador absorta en la lectura de un libro que no pertenecía precisamente a los anunciados en los carteles que la rodeaban. La reconoció a pesar de llevar puestas unas gafas de hipermétrope y el cabello recogido en una coleta. La cautela con que se acercó y se presentó fue respondida, contra su pronóstico, con expresivo agrado.

Compartieron sus desventuras con buen humor y se hicieron compañía durante el resto de la jornada de feria. Sus sentidos estético y del humor encajaron hasta el punto de fugarse —casi literalmente— de aquel pandemónium juntos y alegres. Estaban hambrientos, y no sólo de fortuna y gloria. Ninguno de los dos había tenido ocasión de llevarse nada sustancioso a la boca desde el desayuno, así que cenaron temprano en Hung’s de Chinatown, a sugerencia de él. Y después ahogaron los últimos resquicios de malaventura en varios pubs del Soho entre pintas de cerveza, música e ideas compartidas hasta la medianoche. Para entonces no sólo conectaban sus sentidos más elevados, sino también sus espíritus, que no les impidieron recorrer con parsimonia Brook Street hasta el portal de un edificio de enormes apartamentos dúplex en Grosvenor Square, donde los Wellesley hacían mansión durante los meses no estivales. Esa vez la despedida fue muy distinta a la del día anterior: dos besos y una promesa de verse de nuevo, pronto, sellada con números de teléfono móvil.

La sensación de fracaso que Frédéric había sentido esa mañana desapareció por completo en el trayecto hasta su apartamento recién alquilado en Holly Walk de Hampstead.

Los días siguientes dieron paso a las citas; las citas motivaron el conocimiento mutuo; y el conocimiento mutuo desató un enamoramiento tan natural como profundo. Formaban un conjunto tan elegante, ingenioso y con buen carácter que se diría estaban emplazados por el destino a unir sus almas y mentes de forma irremisible. Así lo intuyeron, dejándose llevar hacia un período de felicidad ensimismada que no habían conocido sino a través de ficciones con forma de celuloide o papel. Compartieron sus corazones tan abiertos el uno al otro, sus preferencias tan conformes y una suprema conexión de sentimientos. Dos jóvenes valientes, decididos, lúcidos, con el mundo dispuesto para ellos para ser devorado sin límites ni reservas. Y sí, se unieron de tal modo que ni un suspiro cabía entre sus abrazos. Ni la más dulce nota podría superar sus silencios, ni la más leve pluma sería capaz de describir la tierna pasión de sus caricias y el amor más sincero se adaptaba a la coreografía de sus besos. Crearon un oasis de vida en el que el desierto sólo era un espejismo.

Las tardes y fines de semana del verano volaron sobre ellos entre las sombras de jardines en Victoria Embankment, al sol verdeado de la extensión del Heath o jugando alrededor de la isleta del lago en el parque St. James. Él jugaba a enlabiarla con su verbo dulcemente agudo. Y a ella le encantaba tomarle el pelo; por eso, cuando le invitó a pasar unos días en un palacio veneciano, Frédéric pensó en otro de los divertimentos que ella disfrutaba a conciencia.

—Que sí, que no es broma —insistía Anna—. Mi abuelo compró y restauró un palacio al borde mismo del Canal Grande. Es una maravilla, es mágico. Me escapo cada vez que puedo sólo por asomarme a los balcones del piano nobile2 o para refugiarme cuando el mundo se pone especialmente difícil.

Y era fehacientemente cierto. Allí fue invitado por la contessa Cappi, una aristócrata veneciana casada con lord Thorneycroft, a comprobar in situ el lamentable estado de muchos edificios y las actuaciones que habían emprendido, con el fin de recabar una donación por parte del vizconde. En efecto, sir Clarence quedó admirado por la labor a la que se enfrentaba la fundación, pero la propia ciudad le cautivó por completo. Así, además de la generosa donación que realizó a favor de V.i.p., decidió hacerse cargo en exclusiva de la restauración del Palazzo Memmo Sorzi, un palacio renacentista con orígenes bizantinos deliciosamente emplazado en el barrio de San Marcoy con fachada al Canal Grande, que por entonces amenazaba ruina. Para no desesperarse con la burocracia y el tempo veneciano, adquirió la propiedad del inmueble por una cantidad irrisoria —en términos relativos— e invirtió grandes cantidades de dinero y tiempo en restaurarlo con mimo hasta convertirlo en un hogar placentero. El día de su septuagésimo aniversario, que celebró con toda la familia, fijó su residencia en el palacio rebautizado como Palazzo Wellesley. «No, no, en todo caso Palazzo Memmo Sorzi Wellesley», insistía sir Clarence ante sus nuevos vecinos con modestia mitad falsa, mitad verdadera.

No había un ápice de exageración en los epítetos con que Anna había ensalzado el inmueble. Frédéric lo comprobó de primera mano durante las primeras semanas del otoño, época que acostumbraba ya a reservar para sus vacaciones anuales. Le alojaron en una de las habitaciones para invitados de la planta superior, un secundario piano nobile, cuyo lujo multisecular le inspiraba un respeto casi reverencial, a tono con el espíritu de la ciudad.

Pero aquellos días venecianos, que empezaron con una dulzura fascinante, acabaron en el más árido sinsabor. Anna ya había previsto la indiferencia e incluso el sutil desprecio que su padre y su hermana Lesa mostrarían hacia Frédéric.

—Ah, un... ¿bibliotecario has dicho? —dijo su padre con tonillo después de las presentaciones— Curioso. ¿Y sus padres? Son cocineros o...

—Son empresarios. Dirigen una empresa muy importante de catering.

—Sí, claro, claro. Empresarios, dicen. En fin, espero que recuerdes bien tu apellido y tu posición. Eres una Wellesley. Nuestras empresas figuran entre las más importantes de todo el mundo. Pero, además, estamos entre los pares del reino, tenemos un asiento entre los Lores.

—Y, para colmo, papista —terció Lesa—. ¿Seguro que no te ha intentado convertir todavía?

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