Fernando García Pañeda - Agonía y esperanza

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Frédéric Heywood y Anna Wellesley son dos jóvenes alegres, ingeniosos y con ganas de comerse el mundo. Reconociéndose como hechos el uno para el otro, vivieron su amor incondicional durante unos meses de felicidad sin límite. Pero los condicionantes sociales de ella, perteneciente a una familia acaudalada y aristocrática, la llevaron a romper su relación con un simple aspirante a escritor de clase media.
Varios años después, las circunstancias han cambiado. Frédéric se ha convertido en un escritor de éxito. Por su parte, los Wellesley, cuyas empresas han quebrado por efecto de la crisis financiera, se encuentran arruinados y viviendo más de su nombre que de sus escasos ingresos.
Al reencontrarse ambos a las puertas de Venecia, donde ambos van a residir durante algún tiempo, Frédéric se debate entre el resentimiento que ha sentido durante esos años de separación y un sentimiento que remueve su interior y no sabe interpretar.
Agonía y esperanza es una historia romántica de elegancia emocional, de madurez anímica y segundas oportunidades relacionado de manera implícita con la íntima y conmovedora Persuasión; por eso el autor mantiene su mismo tono melancólico y un estilo cuidado y elegante, como homenaje y respeto a la obra de Jane Austen.

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La relación de Paola con Anna fue bien distinta. Con una elegancia emocional y un espíritu abierto, la adolescente taciturna fue poco a poco abriéndose al mundo como una joven admirable por dentro y por fuera. La hija mediana era a quien menos se atendía y cuyas palabras apenas pesaban para el resto de la familia; pero si poco significaba Anna en la vida de su padre y sus hermanas, para Paola era la criatura más excelente, más estimada; aunque bien quería a todas las hermanas, Anna era su favorita, porque sólo en ella veía el vivo retrato y el carácter firme y tierno de su madre. De ese modo, con el tiempo dejó de ser la signora Falier para convertirse en su amiga y su referente vital, la persona que modeló su elegancia, influyó en sus estudios y aquilató —no siempre para bien— sus amistades.

Dada su posición económica, la familia Wellesley no había padecido mayores angustias que lidiar anualmente con el cambio de fondo de armario, o que reconocer la dificultad de Lesa —que estaba alcanzando los treinta y cinco años— para encontrar una pareja sentimental estable, esto es, que compartiera su estatus y encajara con su mediocridad. Pero nada hay que dure para siempre. Fiel a su naturaleza muelle y despreocupada, el vizconde empezó a ceder cada vez más facultades de disposición y decisión a directivos y asesores en la empresa familiar. Estos nuevos dueños en la sombra hicieron crecer los beneficios a ritmo exponencial en pocos años, lo que a sir Wilson le pareció una bendición, quedándose con el cargo meramente nominal de presidente, aunque sin intervenir prácticamente en ninguna de las cuantiosas operaciones de inversión que se llevaban a cabo. Pero la crisis financiera desatada en el otoño de 2008 destaparía grandes fallos en la gestión de patrimonios por parte de WI. Tras la quiebra de varios bancos y compañías hipotecarias, numerosos clientes, cuyas inversiones o patrimonios gestionaban, vieron cómo sus caudales quedaban mermados en gran medida, si no volatilizados por completo. La huída de los clientes con menos pérdidas, las demandas judiciales y los bloqueos de fondos destruyeron en pocos meses una empresa que varios decenios había costado levantar. Tras la quiebra de WI se abrieron causas penales por prácticas fraudulentas atribuidas al presidente y a varios directivos de la empresa; y sólo gracias a los buenos oficios de un reputado bufete de abogados y a las facultades de firma de las que se había desprendido por despreocupación, sir Wilson se vio libre de condena penal por falta de pruebas tangibles, aunque no así de asumir indemnizaciones cuantiosas.

Como consecuencia del escándalo, los innúmeros amigos que antes salían al paso por doquier ya no aparecían; las invitaciones a eventos de toda clase dejaron de llegar; las menciones en la prensa y otros medios cambiaron de tono y modo. Por ese motivo, los Wellesley decidieron abandonar el país e instalarse en su palacio veneciano de forma permanente, lejos del epicentro del affaire. Ahora bien, el patrimonio familiar había quedado arruinado porque todas sus inversiones también pasaban por las manos de la empresa quebrada. Para hacer frente a los gastos de defensa y las indemnizaciones tuvieron que desprenderse de casi todos los inmuebles y objetos de valor por precios de miseria. Sólo mantuvieron la casa solariega de Shropshire, que hubo de alquilarse ya que no les aceptaron hipoteca alguna, y el palazzo donde habían fijado su residencia. Pero el tren de vida que querían seguir manteniendo no se sostenía con los mermados ingresos familiares, así que todavía no habían tocado fondo en el descenso al purgatorio social, como más tarde se vería.

Antes de la catástrofe, Anna había completado sus estudios de Historia del Arte en el Courtauld Institute. Después de pasar por varias becas, y gracias a influencias familiares, había conseguido un trabajo de redactora en la Royal Academy of Arts Magazine. Entonces entró en una época melancólica y dulce; un tiempo en el que disfrutó de gran libertad, trabajó duro, viajó a más no poder, conoció mucho y se conoció por completo. Pero no pudo colmar un vacío que le dolía de profundis desde que vivió, aunque ella misma dejó morir, el espejismo de un afecto incondicional, demasiado intenso para ser olvidado desde la superficie insubstancial en que vivía.

Tampoco fue larga esa temporada afable. La crisis se llevó por delante su empleo indefinido, que no fijo, en la Magazine; una píldora nada fácil de digerir, porque suponía la pérdida no sólo de un trabajo estimulante y enriquecedor, sino también de su independencia vital, la emancipación de una familia en la que nunca había sido valorada, querida. Y esa pérdida tampoco vino sola. El derrumbe económico de la familia obligó a poner en venta con urgencia el apartamento de Grosvenor Square, que ella disfrutaba casi en exclusiva desde que Maria contrajera matrimonio y su padre y su hermana Lesa abandonaran el país. No faltaron compradores, pero sí tiempo para mudarse a otra vivienda adecuada; tendría que ir también a vivir en el palazzo, con su familia. Lo primero no le importaba en absoluto; lo segundo, sí.

No era el mejor de sus días aquél en que tuvo que entregar las llaves y marcharse definitivamente de una casa donde había crecido, marcharse de su hogar. El mismo día en que tomó un vuelo con escala rumbo a Venecia, en cuyo aeropuerto, siete años y ocho meses después, se encontró de nuevo cara a cara con Frédéric Heywood.

***

Siete años y ocho meses antes, en un lluvioso día de abril, Frédéric y Anna recorrían por separado los kilométricos pasillos de la estación de metro de Earl’s Court hasta llegar al andén de la pequeña vía que conduce a Kensington-Olympia. Él llegó con tiempo de sobra, pero ella lo hizo justo antes de que sonara la señal de cierre de los vagones y entró por la puerta más cercana de forma atropellada. Con la inercia de su entrada impetuosa y el arranque del metro se abalanzó sobre Frédéric, quien con dificultad pudo agarrarse para no caer en medio del pasillo. Folios desparramados y torrentes de excusas en una y otra dirección.

Entre algunos papeles que se cayeron de la carpeta de él figuraba su acreditación de asistente a la London Book Fair.

—Ah, ¿tú también vas a la feria? —preguntó Anna de forma retórica, tratando de congraciarse con el agredido.

—Esa es mi intención. Si es que llego con vida, claro.

—Oh, lo siento mucho, de veras. Autor —leyó ella en el anverso de la tarjeta de acreditación—. ¿Eres escritor?

—Lo intento.

—¿Qué clase de respuesta es esa?

—Me falta un editor o un agente que publiquen lo que escribo para que llegue a alguien que lo quiera leer.

—O sea, un escritor pobrete.

La espontaneidad de Anna se alarmó ante el ademán inescrutable de Frédéric. Pero sólo por unos instantes. El tiempo que tardó éste en contestar sonriendo.

—Es una forma de decirlo. Poco benévola, eso sí.

Ella contuvo la risa a duras penas, ocultándose levemente en su melena suelta, momento que él aprovechó para reaccionar.

—Y tú tienes pinta de ir a algún evento VIP, de esos tan selectos.

—Puede que me toque ir a alguno, pero de machaca. Estoy trabajando con una beca en una editorial universitaria y tendré que estar tres días en un stand explicando las bondades de una colección de libros con efectos somníferos fulminantes.

—Es cierto que siempre hay alguien que está peor que uno.

—A veces tengo la impresión de que ese alguien soy yo y ese siempre es el mío.

La megafonía anunció “Kensington”, y el tren se detuvo poco después.

Se hicieron compañía hasta el recinto del Olympia. Después se despidieron, dirigiéndose cada uno a un pabellón distinto, no sin antes presentarse formalmente, aunque en su fuero interno compartieran la desgraciada creencia de que no se volverían a ver en la vida.

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