Fernando García Pañeda - Con fin a dos

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Jorge y Cris son dos lobos solitarios que apenas se conocen de vista, a pesar de vivir ambos en pisos contiguos del mismo edificio.
Una casualidad les lleva a conocerse y entablar una conversación el mismo día en que se decreta el estado de alarma en todo el país. La soledad, pero también la coincidencia de gustos y de ingenio, les une. Día a día, después de reconocerse como iguales, comienzan a enamorarse.
Sin embargo, la aparición de un ex novio conflictivo y una hermana hiperactiva, pero sobre todo la sospecha de que tienen un vecino homicida, sembrarán su relación de dudas y dificultades. Dudan si estarán en lo cierto o simplemente se han dejado llevar por sus comunes gustos cinéfilos y su poderosa imaginación.
Las situaciones imprevistas a las que se tendrán que enfrentar «a dos» durante varias semanas de confinamiento resolverán sus dudas.

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CON FIN A DOS

Fernando García Pañeda

Fernando García Pañeda Con fin a dos Julio 2020 ISBN papel - фото 1

© Fernando García Pañeda

© Con fin a dos

Julio, 2020

ISBN papel: 978-84-685-4853-1

ISBN epub: 978-84-685-4854-8

Depósito legal: M-20369-2020

Editado por Bubok Publishing S.L.

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Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

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Libre de toda ansiedad, de todo presentimiento negativo, sintiéndome a salvo de cualquier peligro, excepto el de no tener suficiente tiempo para amarle, disfrutaba de una felicidad desconocida.

Le miraba, le escuchaba con ojos fulgurantes, haciéndose irresistible al encontrarle irresistible.

Índice

Día 1

Día 2

Día 3

Día 4

Día 5

Día 6

Día 7

Día 8

Día 9

Día 10

Día 11

Día 12

Día 13

Día 14

Día 15

Día 16

Día 17

Día 18

Día 19

Día 20

Día 21

Día 22

Día 23

Día 26

Día 28

Día 29

Día 30

Día 31

Día 32

Día 33

Día 34

Día 35

Día 36

Día 37

Día 38

Día 39

Día 40 Sine die

Día 1

Así que ahí estaba. No, no se la había llevado la pandemia, como empezaba a temer después de varios días sin verla. Más bien parecía que, como al común de las gentes, también estaría obligada a soportarla entre paredes.

Peleaba contra el espacio-tiempo del ascensor para colocar las bolsas repletas de frutas, verduras, leche, pescado y algunas conservas traídas del supermercado cercano.

Dudé. Seguro que me mandaba a la mierda, me diría «ni te acerques, imbécil», tal y como estaban las cosas. Pero no podía verla así, con ese aire agotado y arrastrando lo que parecía el doble de su peso. Parecía una reina destronada que no se da por vencida.

Vamos a ver qué pasa.

—¿Me permites? ¿Puedo ayudarte? —dije acercándome más de lo que recomendaban las autoridades sanitarias.

—Pensaba que no lo ibas a decir nunca.

Me encantaba ese ligero acento tan peculiar, sobre todo al pronunciar las erres. Y aún más la expresión cansada aunque desafiante y la sonrisa burlona. Me hicieron así, no lo puedo evitar.

—Es que, bueno, con lo del contagio, la prevención y todo eso quizá no querrías…

—¿Cómo no iba a querer? Total, vamos a morir todos.

Ingeniosa, algo de esperar; amable, más de lo que imaginaba. Claro, quién lo iba a imaginar, después de haber recibido un par de holas y un desganado gracias (después de media hora sosteniendo la puerta del portal) a lo largo de tantos meses.

Pulsé el botón del segundo, su piso. Iba a seguir tentando a la suerte.

—Si te parece bien, te ayudo a dejar las bolsas en la puerta.

—Ya puestos, mejor en la cocina. ¿Te vas a quedar a medias haciendo un favor?

Huy, cero bromas, chaval. Se te ha ido la mano.

Pero, para nueva sorpresa, se adelantó llaves en mano y abrió de par en par la puerta de su piso y volvió la vista con una nueva sonrisa giocondiana. Así todas las bolsas, excepto la menos pesada que agarró ella, y me guio hasta una amplia y luminosa cocina.

—Si fuera nutricionista te recomendaría consumir alimentos con menos plomo.

—Vaya. Pensaba que era poca cosa para un chicarrón.

—Estoy acostumbrado a pesas de hasta ochenta kilos, pero no a esto.

—Puaj, carne de gimnasio.

La escuché reír por primera vez. Parecía una risa embalsada que rompía su presa de contención hasta desbordarse.

—En fin, no te contagio más. Ya te he dejado una buena ración de virus —me despedí contagiado de su risa.

Estaba bien tentar a la suerte, pero no en demasía. Soy una de esas personas aburridas que fijan la virtud en el término medio. Hasta que me excedo, claro.

Me dirigí a la salida sin que ella dijera nada. No sabía interpretar su silencio, aunque la sonrisa seguía anclada a su boca.

—Eh… Si necesitas algo, lo que sea, ya sabes, vivo arriba —dejé caer, por si acaso.

—O sea que eres tú el pesado que hace tanto ruido. Ya te vale.

Puede que no sea tan silencioso como un ratón, pero me consta que estaba lejos de tan ominosa semblanza. Además, estaba equivocada.

—Procuraré ir descalzo a partir de hoy. Pero conste que soy de la otra mano. Bueno, lo dicho —quise insistir.

Nos separamos con sonrisas semejantes, prometedoras de nada.

En fin, otra ocasión única perdida. Llevaba en la memoria más muescas de ocasiones perdidas que el Barón Rojo de aviones derribados en el fuselaje de su aeroplano.

¡Pero qué te has creído! No le vas a volver a ver el pelo, está claro.

Mi sentido del humor, del que me sentía orgulloso aunque no presumiera de ello, había fallado estrepitosamente. Las bromas a granel no casan con la elegancia.

Si había alguien en el mundo que mereciera un encierro, ese era yo. Pero no por precaución alguna. Por tonto.

Día 2

Nunca me he sentido asustada o agobiada, ni siquiera molestada, por la soledad. Al contrario, he sido una entusiasta de la soledad voluntaria. Pero aquella situación era algo completamente diferente de todo lo vivido, de cualquier otra experiencia. Ya sé que no sólo para mí, pero soy una individualista de pura raza y vivo en un mundo de una sola habitante; siempre tiendo a considerar las cosas desde mi punto de vista, nunca desde uno colectivo. Y no había terminado el segundo día de encierro solitario cuando me asaltaron, de forma inopinada, la inquietud y la contrariedad.

La lectura acumulada en los días previos me resultó decepcionante; la música no terminaba de atraer mi calma, como de costumbre, quizá por demasiado conocida; en una película de Tarkovski me dormí, y perdí el hilo en otra de Kieslowsky, y eso que me encantaban; y el pensar en cocinar me produjo pereza por primera vez en mi vida. Los mensajes y memes se acumulaban por docenas en el grupo de mis amigas (menos mal que éramos pocas); hasta mi familia había empezado a bombardear mi cuenta con preocupaciones y melodramas; y en Instagram no iba mejor la cosa, todo el mundo hablando de lo mismo. Eso sí que era una verdadera pandemia.

Confieso que empecé a asustarme. Y la simple percepción del miedo me irritó sobremanera. Puedo soportar numerosos defectos, tantos cuantos poseo y muchos más, pero nunca, nunca el ser miedosa. Además, llovía. Llovía a mares entre un aire frío. Y oscuro, porque ya había caído la tarde.

Fue entonces cuando incursionó en mi pensamiento, por tercera vez en unas pocas horas, el vecino solícito del piso de arriba.

No hubiera imaginado tamaño impacto de un sujeto con el que únicamente había cruzado algún saludo al coincidir en el portal o en el garaje. Su aire tan circunspecto, su cortesía rápidamente atajada por mi parte, su aspecto intachable, pelo corto y siempre afeitado, con sus chaquetas con o sin corbata, todo parecía especialmente diseñado para mi desdén. Sin embargo, su actitud del día anterior me llevó a reconsiderar mi estima.

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