CON FIN A DOS
Fernando García Pañeda
© Fernando García Pañeda
© Con fin a dos
Julio, 2020
ISBN papel: 978-84-685-4853-1
ISBN epub: 978-84-685-4854-8
Depósito legal: M-20369-2020
Editado por Bubok Publishing S.L.
equipo@bubok.com
Tel: 912904490
C/Vizcaya, 6
28045 Madrid
Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Libre de toda ansiedad, de todo presentimiento negativo, sintiéndome a salvo de cualquier peligro, excepto el de no tener suficiente tiempo para amarle, disfrutaba de una felicidad desconocida.
Le miraba, le escuchaba con ojos fulgurantes, haciéndose irresistible al encontrarle irresistible.
Índice
Día 1
Día 2
Día 3
Día 4
Día 5
Día 6
Día 7
Día 8
Día 9
Día 10
Día 11
Día 12
Día 13
Día 14
Día 15
Día 16
Día 17
Día 18
Día 19
Día 20
Día 21
Día 22
Día 23
Día 26
Día 28
Día 29
Día 30
Día 31
Día 32
Día 33
Día 34
Día 35
Día 36
Día 37
Día 38
Día 39
Día 40 Sine die
Día 1
Así que ahí estaba. No, no se la había llevado la pandemia, como empezaba a temer después de varios días sin verla. Más bien parecía que, como al común de las gentes, también estaría obligada a soportarla entre paredes.
Peleaba contra el espacio-tiempo del ascensor para colocar las bolsas repletas de frutas, verduras, leche, pescado y algunas conservas traídas del supermercado cercano.
Dudé. Seguro que me mandaba a la mierda, me diría «ni te acerques, imbécil», tal y como estaban las cosas. Pero no podía verla así, con ese aire agotado y arrastrando lo que parecía el doble de su peso. Parecía una reina destronada que no se da por vencida.
Vamos a ver qué pasa.
—¿Me permites? ¿Puedo ayudarte? —dije acercándome más de lo que recomendaban las autoridades sanitarias.
—Pensaba que no lo ibas a decir nunca.
Me encantaba ese ligero acento tan peculiar, sobre todo al pronunciar las erres. Y aún más la expresión cansada aunque desafiante y la sonrisa burlona. Me hicieron así, no lo puedo evitar.
—Es que, bueno, con lo del contagio, la prevención y todo eso quizá no querrías…
—¿Cómo no iba a querer? Total, vamos a morir todos.
Ingeniosa, algo de esperar; amable, más de lo que imaginaba. Claro, quién lo iba a imaginar, después de haber recibido un par de holas y un desganado gracias (después de media hora sosteniendo la puerta del portal) a lo largo de tantos meses.
Pulsé el botón del segundo, su piso. Iba a seguir tentando a la suerte.
—Si te parece bien, te ayudo a dejar las bolsas en la puerta.
—Ya puestos, mejor en la cocina. ¿Te vas a quedar a medias haciendo un favor?
Huy, cero bromas, chaval. Se te ha ido la mano.
Pero, para nueva sorpresa, se adelantó llaves en mano y abrió de par en par la puerta de su piso y volvió la vista con una nueva sonrisa giocondiana. Así todas las bolsas, excepto la menos pesada que agarró ella, y me guio hasta una amplia y luminosa cocina.
—Si fuera nutricionista te recomendaría consumir alimentos con menos plomo.
—Vaya. Pensaba que era poca cosa para un chicarrón.
—Estoy acostumbrado a pesas de hasta ochenta kilos, pero no a esto.
—Puaj, carne de gimnasio.
La escuché reír por primera vez. Parecía una risa embalsada que rompía su presa de contención hasta desbordarse.
—En fin, no te contagio más. Ya te he dejado una buena ración de virus —me despedí contagiado de su risa.
Estaba bien tentar a la suerte, pero no en demasía. Soy una de esas personas aburridas que fijan la virtud en el término medio. Hasta que me excedo, claro.
Me dirigí a la salida sin que ella dijera nada. No sabía interpretar su silencio, aunque la sonrisa seguía anclada a su boca.
—Eh… Si necesitas algo, lo que sea, ya sabes, vivo arriba —dejé caer, por si acaso.
—O sea que eres tú el pesado que hace tanto ruido. Ya te vale.
Puede que no sea tan silencioso como un ratón, pero me consta que estaba lejos de tan ominosa semblanza. Además, estaba equivocada.
—Procuraré ir descalzo a partir de hoy. Pero conste que soy de la otra mano. Bueno, lo dicho —quise insistir.
Nos separamos con sonrisas semejantes, prometedoras de nada.
En fin, otra ocasión única perdida. Llevaba en la memoria más muescas de ocasiones perdidas que el Barón Rojo de aviones derribados en el fuselaje de su aeroplano.
¡Pero qué te has creído! No le vas a volver a ver el pelo, está claro.
Mi sentido del humor, del que me sentía orgulloso aunque no presumiera de ello, había fallado estrepitosamente. Las bromas a granel no casan con la elegancia.
Si había alguien en el mundo que mereciera un encierro, ese era yo. Pero no por precaución alguna. Por tonto.
Día 2
Nunca me he sentido asustada o agobiada, ni siquiera molestada, por la soledad. Al contrario, he sido una entusiasta de la soledad voluntaria. Pero aquella situación era algo completamente diferente de todo lo vivido, de cualquier otra experiencia. Ya sé que no sólo para mí, pero soy una individualista de pura raza y vivo en un mundo de una sola habitante; siempre tiendo a considerar las cosas desde mi punto de vista, nunca desde uno colectivo. Y no había terminado el segundo día de encierro solitario cuando me asaltaron, de forma inopinada, la inquietud y la contrariedad.
La lectura acumulada en los días previos me resultó decepcionante; la música no terminaba de atraer mi calma, como de costumbre, quizá por demasiado conocida; en una película de Tarkovski me dormí, y perdí el hilo en otra de Kieslowsky, y eso que me encantaban; y el pensar en cocinar me produjo pereza por primera vez en mi vida. Los mensajes y memes se acumulaban por docenas en el grupo de mis amigas (menos mal que éramos pocas); hasta mi familia había empezado a bombardear mi cuenta con preocupaciones y melodramas; y en Instagram no iba mejor la cosa, todo el mundo hablando de lo mismo. Eso sí que era una verdadera pandemia.
Confieso que empecé a asustarme. Y la simple percepción del miedo me irritó sobremanera. Puedo soportar numerosos defectos, tantos cuantos poseo y muchos más, pero nunca, nunca el ser miedosa. Además, llovía. Llovía a mares entre un aire frío. Y oscuro, porque ya había caído la tarde.
Fue entonces cuando incursionó en mi pensamiento, por tercera vez en unas pocas horas, el vecino solícito del piso de arriba.
No hubiera imaginado tamaño impacto de un sujeto con el que únicamente había cruzado algún saludo al coincidir en el portal o en el garaje. Su aire tan circunspecto, su cortesía rápidamente atajada por mi parte, su aspecto intachable, pelo corto y siempre afeitado, con sus chaquetas con o sin corbata, todo parecía especialmente diseñado para mi desdén. Sin embargo, su actitud del día anterior me llevó a reconsiderar mi estima.
Читать дальше