La corrección y la gravedad se mantenían; pero, adornadas con ironía y espontaneidad, adquirían otro sentido. Parecía alguien con quien se podía mantener una conversación con un nivel de inteligencia tolerable. Quién sabe si notable, incluso. Me llevó a pensar en ello el hecho de que encajara mis dardos con humor y paciencia; muy pocas veces había encontrado quien respondiera de tal manera. Había superado esa prueba para espantar ligones y desactivar flirteos.
Tomé la decisión: preparé un juego de café para dos y subí las escaleras. En ese tiempo no había duda en localizar a la gente en sus casas.
El careto de sorpresa fue tal que me movió a risa.
—Me gusta la sensación de repartir alegría por el mundo con mi sola presencia —dijo sin recuperar el pasmo por completo.
La respuesta incrementó mi ataque de risa. La escena, vista desde fuera, tenía que parecer propia de una obra de Ionescu: una mujer muerta de risa afrontada a un hombre estupefacto; y así durante un buen rato. Conseguí sobreponerme durante unos instantes para dejar de hacer el ridículo.
—No venía a reírme de ti, aunque no lo parezca —empecé conteniéndome a duras penas—. Como seguramente ayer te contagiaste a conciencia y no puedes ir a peor, en realidad venía a invitarte a un café, o un té si eres de los finos.
—¿Qué?
—Como agradecimiento por el detalle que tuviste al ayudarme. —Soy rápida en inventar pretextos y evasivas.
—No tenías por qué. Creo que era lo mínimo que podía hacer.
—Ah, en tal caso olvida la…
—Espera, espera. Bajo ahora mismo.
Chico listo, con buenos reflejos mentales.
—No tardes —rematé.
* * *
No me había equivocado al calibrarle. No suelo hacerlo. Ese café compartido allanó una tarde que se me había parecido un precipicio. Bueno, ese café en mi caso, pero cafetera llena para él, que debía de ser inmune a la cafeína o no pegó ojo en cien horas seguidas.
Sin vergüenza alguna tuve que empezar por conocer su nombre. Llevaba más de tres años viviendo allí pero apenas conocía un par de nombres de entre los nueve vecinos que éramos en total.
—¿Jorge? ¿Pero quién c… se llama Jorge hoy en día? —Había llegado el momento pinchazos, decidí, para ocultar que me resultaba un poco difícil pronunciarlo.
—Yo, ahí es nada —respondió divertido—. Pero si te molesta, me lo cambio.
—No, por mí no lo hagas. Además, te veo un poco grosero.
—¿Por querer cambiarme el nombre a tu gusto?
—No, porque no has tenido el detalle de preguntar por el mío.
—Ah, es que no es necesario. Lo sé.
—Y además, cotilla. ¿Cómo demonios lo sabes si no aparece en ninguna parte?
—Aparece en las actas de la comunidad de propietarios.
—Lo dicho, un cotilla. ¿Y qué es lo que aparece? —Me encantaba verle caer como un pajarillo en la jaula.
—Elizama. ¿No es así?
—No. Eli es mi hermana mayor. El piso está a su nombre.
Cuando se casó con el hombre imaginario perfecto (médico, culto y guapo) se marcharon a Londres; en principio sólo por un año, pero se acercaba ya al quinquenio. Así que me cedió ese pedazo de piso, que me sobraba por todas partes.
—Metida de pata. Rectifico y empiezo por el principio. ¿Cómo te llamas?
—Christiana. Ahora di que es bonito, muy original y todo eso si quieres que saque unas pastas con el café.
—No sé si es muy original, pero es muy bonito.
—Qué mal te lo montas. Es original, es bonito y además eufónico, es lo que esperaba oír.
—Pero, sobre todo, es tuyo. Eso es lo mejor de todo.
Ahí no tuve respuesta. El muy canalla me había ganado por la mano. No me gusta sonrojarme ante nadie, así que tenía que pensar algo rápidamente.
—Bien, voy a por las pastas —concluí mientras me levantaba.
Al regresar le encontré huroneando entre los cientos de libros mal amontonados en la biblioteca y alguno de los que estaba leyendo, que siempre dejaba sobre la mesa centro.
Resultó ser un buen lector, aunque le asombraba que casi todo estuviera en inglés o francés, salvo las novelas escritas originalmente en castellano.
—Llevo viviendo aquí más de doce años —le informé—. Pero mi formación ha sido un tanto variopinta. Padre portugués, madre inglesa, un colegio infantil en Oporto y dos liceos, uno en Francia y otro aquí.
—De ahí ese acento tan peculiar que conservas —aventuró.
—Lo mantengo a propósito, es una de mis señas de identidad —y proseguí borrando todo rastro de acento—. Pero, si te molesta, hablo de esta forma tan vulgar. Y sin galicismos cuando me enfado.
Sonrió y no dijo nada. O, más bien, dijo muchas cosas con su sonrisa. Así que desvié la conversación de nuevo hacia la lectura, que se prolongó en diversas direcciones durante un buen rato.
—Me parece que podríamos seguir durante horas y horas —me sinceré—. Cuando me pongo a hablar sobre libros o música no tengo freno.
—Lo entiendo, me ocurre lo mismo. Pero lo mejor de todo es que nos han puesto muchas horas por delante para ello.
—No es un regalo —rebatí queriendo tensar la cuerda; aquello se estaba poniendo demasiado acaramelado—. Para mucha gente es una condena y una angustia.
—Lo sé. No quería frivolizar, pero cada cual lo vivimos según nos ha tocado en suerte. Por cierto, ¿cómo te va a afectar en el trabajo?
¿Por qué pregunta eso? ¿Qué sabe éste de mi trabajo? Esto no es normal. No lo ha sido desde un principio, pero cada vez es más extraño. Me parece que voy a tener que poner distancia para que corra el aire. Porque a éste le gusto; más de lo que me apetece y más de lo que él se cree capaz de aspirar.
No fue así del todo. No sé la cara que puse, pero sirvió para que cantara de plano, desde lo que era obvio hasta lo que había averiguado. Y también para que fuera él quien considerase que ya había forzado las máquinas al máximo para que ese primer momento no fuese el último.
Me molestan las sorpresas de toda índole. Siempre las he desactivado, gracias a mi capacidad de discernir y a mi impulsiva necesidad de ir por delante de los acontecimientos. Hasta ese día, en que un vecino translúcido neutralizó mi mecanismo antisorpresas.
Ahora bien, fuera por la insólita forma de comportarse o fuera por lo que yo misma no quería reconocer, me gustó que por primera vez en demasiado tiempo alguien trastocara mi rutinaria intuición.
Día 3
Si es que parecía boba. ¿Por qué tenía que pasarme el día sin ser capaz de concentrarme en nada? No había podido hacer nada durante más de cinco minutos sin aburrirme.
Salí a la terraza para hacer las tablas de ejercicio; cociné por lo menos para una semana, dado lo poco con que me contento y se llena mi estómago; chateé durante no sé cuánto tiempo sin que me arrancaran una sonrisa («qué mal está la gente, por Dios») y recorrí varias veces las ocurrencias de seguidos en Instagram sin encontrar un sólo lugar que no fuese común. Me pasé el día mirando el reloj, deseando… ¿Deseando qué?
Bien, resumiendo, sin trampas ni autoengaños: el tal Jorge no aparecía. Qué se habría creído. Ya me parecía que tanta corrección, tanto saber y tanto agrado no fuesen naturales. Vamos a ver, un par de ocasiones en que habíamos cruzado palabra no podían ser suficientes para tenerme pendiente de… qué se yo, una visita, un gesto, una llamada. ¿Llamada? Si ni siquiera habíamos intercambiado números.
No, no parecía. Era boba. Boba del todo. Tanto parar los pies, tanto que corra el aire, y entonces qué. Para una vez que me encontraba alguien capaz de entablar algo parecido (o quién sabe si igual) a una amistad, así, con todas las letras, alguien con quien discutir, razonar y compartir gustos y manías, lo único que se me había ocurrido era mantener las distancias y hacer alarde de mi tan falsa como conocida frialdad.
Читать дальше