—Pero no creas que me has convencido. Mi intuición me dice que ahí pasa algo raro. Y me gustaría que me ayudaras a averiguarlo.
—Si lo dice tu intuición, no hay más que hablar.
—Otra vez te estás burlando de mí.
—En absoluto. No lo he hecho en ningún momento. Ni se me ocurriría siquiera. —Los motivos, eso era cosa mía.
—¿Entonces le vas a dar una oportunidad a mi intuición?
—Una no. Una centena.
—¡Qué raro eres! Te has ganado un almuerzo de chuparte los dedos.
¿Ha venido a contarme su paranoia vecinal o a invitarme a almorzar? Qué más te da. Tienes una suerte que no te mereces, así que sin tonterías.
—Ya sabes que no tengo vino, al menos hasta que tenga la oportunidad de comprar algo. ¿Llevo yo la ensalada, entonces? —lancé la caña para ver si captaba mi humor absurdo.
Después de una mirada estupefacta se echó a reír. Bien. Nos vamos entendiendo.
* * *
Las conversaciones se encadenaban y prolongaban a placer, saltando de un tema a otro, con una franca sencillez que se autoalimentaba a medida que pasaba el tiempo.
(…)
Creo que no somos conscientes del alcance, las consecuencias, los cambios que esta situación va a producir. La incertidumbre es lo peor de la crisis que se avecina.
Tienen razón los que dicen que ya nada volverá a ser lo mismo. La gente está deseando regresar a su vida normal, a sus rutinas, a sus pequeños placeres, pero ¿serán lo que eran? Creo que puede producirse una frustración en masa tremenda.
¿Pero no es, quizá, una oportunidad para disfrutar como nunca de esas cosas tan sencillas a las que no dábamos tanta importancia? Pasear, tomar un café con las amigas, ir de tiendas, hojear en las librerías… qué sé yo.
Lo que nos parecía normal dejará de ser normal. Para mal y para bien.
Eso si es que salimos de ésta.
¿Cómo que si salimos de esta? Claro que vamos a salir. Por mis… narices que sí. Más vivos y con más fuerza que nunca.
Ojalá.
¿Tendrás problemas para volver al trabajo?
Ninguno. Fíjate si soy imprescindible que tengo que estar conectado varias horas al día, y localizable de forma permanente. ¿Y tú? Ya sé que te lo pregunté, pero…
Espero que sí, pero nunca se sabe. Depende de cómo lo encajen y de la consideración que me tengan.
¿Influye el que seas, ya me entiendes, de fuera? No tendría por qué, pero
Hay sectores en los que eso tiene su peso. Por demagogia y por estupideces políticas. Pero en mi caso no tiene especial importancia.
¿Tú, en concreto, cómo lo llevas?
Yo no he tenido problemas. Por suerte, somos una familia acomodada y mi madre y yo tenemos incluso doble nacionalidad. Mis padres salieron de Portugal cuando yo tenía unos pocos meses de vida, y aunque estuvimos unos cuantos años en Francia, una oportunidad de negocio nos trajo a España justo en el primer año del siglo.
No hace falta que lo jures. Aunque mantienes ese ligerísimo acento tan suave, hablas castellano mucho mejor que cualquiera, que yo mismo.
Imposible. No hay quien supere esa labia que tienes.
No, tú hablas con naturalidad, y a mí se me nota que soy demasiado melindre y esnob. Pero es lo que hay. Pero no estábamos hablando de mí. ¿Os quedasteis aquí porque os gustaba o porque no había otra opción?
Yo me siento a gusto en cualquier lugar donde me acojan sin mirar el pasaporte o el lugar de nacimiento. Aunque, la verdad, al final no somos ni de un sitio ni de otro; aquí somos las extranjeras y allí somos las evadidas. Pero no debo quejarme, porque hay mucha gente que lo ha pasado mal de verdad.
Lo peor es la mala fama.
Justificada y no. Me hace mucha gracia que la gente común, tan aficionada a los tópicos y refranes, sabe que en todas partes cuecen habas. Pero a la hora de la verdad parece que sólo en las de los demás, no en la mía.
Precisamente esta pandemia debería ayudar a comprendernos más. Está claro que hoy en día no se puede vivir a espaldas de los vecinos, de los demás países. Estamos tan interrelacionados que todo nos afecta a todos, puede que en mayor o menor medida según de que se trate, pero nos afecta.
Con sinceridad, ¿tú me miras de mejor o de peor manera?
Ni mejor ni peor. Te intento mirar tal como eres. Y, lo mejor de todo, es que nos podemos mirar, cosa que de otro modo no sé si hubiera sido posible.
¿Crees que nunca hubiéramos coincidido?
No sé, pero llevamos varios años con una simple pared de por medio y no sabíamos nada el uno del otro.
Ah, ah… no sigas, que hay alguno sí que sabía unas cuantas cosas de la otra.
(…)
Además, me sentía tan a gusto en su casa como en la mía. Los muebles, la decoración, las cosas en general estaban dispuestas de distintas maneras pero, de algún modo, complementarias.
Yo mantenía una especie de desorden organizado que se ajustaba a mi forma de ser y trabajar, con libros desparramados, cojines por todas partes, cuadros colgados o sin colgar, cuidadoso al descuido. Ella tenía todo dispuesto primorosamente, al detalle, como en su sitio exacto; pero no daba la sensación de método obsesivo, de maníaca de la pulcritud, porque su orden era de los apacibles. No tenías que estar sin moverte para no desencajar una micra la disposición de los retratos del aparador ni ensuciar con alguna mota de lo-que-sea el respaldo del sofá (como ocurría en casa de mis tías). Su orden estaba pensado para el bienestar y la placidez, invitaba a la relajación.
Creo que, por esa razón, con el paso de los días ella se acostumbró a revolver entre mis cosas y yo anhelaba reposar las palabras en la calidez de sus habitaciones.
Desde esos primeros días yo me enganché al hábito de escuchar su saludo, siempre original, y a encontrar algo distinto desde ese momento y hasta el final del día. Por eso esperaba, deseaba que un día se sucediera a otro sin pensar en un término.
No temía al contagio, a la enfermedad, sino a que ella se hiciera inmune a mi presencia.
Día 7
Aunque no me sentía perezosa, me apetecía solazarme un rato entre las sábanas y apurar un placer que rara vez podía disfrutar de ordinario.
Pero, para mi desgracia, no estoy hecha para la holgazanería. Me aburrí pronto y empecé a idear algo nuevo para entretenerme. Y, como es habitual, las ideas se amontonaron hasta el punto de tener que poner orden y priorizar.
Aferré el móvil y marqué el número de mi compañero de confinamiento
—¿Qué planes tienes para el finde? —le pregunté adoptando mi pose algo afectada.
—Uf, espera un poco, que consulto la agenda y te digo.
Por qué me hace reír el muy tonto…
—No te hace falta consultar nada. Ya te digo yo que tienes un hueco para esta noche. Estoy organizando una cena de gala y he decidido invitarte.
—¿De gala?
—Sí, sí, de gala. Por todo lo alto y con un menú que ni en sueños imaginarías que pueda existir.
—Suena más que genial. Así que de gala. Eh… ¿Dress code?
—Black tie.
—No te andas por las ramas, ¿eh?
—Nunca.
Madre mía, empiezo a hablar igual que él. Este tío es como un virus.
—Sólo me falta saber la hora.
—Estoy rogando a los invitados que vengan a partir de las siete y media. A las ocho en punto se cierran las puertas y se sale a aplaudir.
—No puede ser más perfecto.
—No cuando yo lo organizo. Que no te quepa duda.
—Esto… ¿Te puedo echar una mano a preparar la comida o lo que sea? Soy un pinche excelente.
—Ni se te ocurra.
—Es que parezco un gorrón profesional, siempre voy a mesa puesta.
—Vaya, ¡por fin te das cuenta! —Volví a reírme antes de proseguir—. No, lo hago con gusto y gana, me encanta enmarañarme y trastear en la cocina. No te preocupes, que en otras ocasiones ya te pillaré como mano de obra esclava. No sabes dónde te has metido al ofrecerte de pinche. Soy una tirana sin escrúpulos cuando estoy en modo organizadora.
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