Françoise, su hermana, y Guido Gauli, cuñado y mentor literario, le recibieron en el inmenso apartamento donde residían de una forma muy distinta a como Anna había sido acogida en su propia casa. Complacencia y afecto sincero. Tras las efusiones, le condujeron a un dormitorio preparado para él.
Era una habitación cálida, luminosa, primorosamente abigarrada. Admiró un escritorio antiguo situado junto a un moderno ventanal. Palpó los drapeados y la colcha adamascada; apagó la lámpara veneciana del techo y la de cristal muranese en la mesilla de noche para dar paso al contraluz del ventanal que abrió con cuidado. Un espacio propio en el que podría escribir, meditar, dormir, entregarse a la soledad, incluso llorar. O no haría nada de eso, porque a esas alturas sabía que los días no dependen de los proyectos, ni de las probabilidades, sino de planes a los que uno no puede acceder.
Dejó perder la mirada en el lienzo rugoso y apagado del Canal Grande. ¿Se volverían a ver realmente? Era mucho tiempo. ¿Demasiado? No había sido un reencuentro lleno de entusiasmo por parte de ella, precisamente. Ni por su parte. Sólo había intentado ser amable, demostrar que no sentía rencor. (¿Seguro que no lo sentía?) Pero Anna pareció incómoda con todo gesto que le había pretendido ofrecer. Y el contacto de su mano al ayudarla a apearse de la lancha...
—¡Fred! La cena está preparada —oyó exclamar a su hermana.
Mejor palabras cálidas que pensamientos melancólicos.
1. Balizas compuestas por tres o más pilotes de madera unidos en haces que sirven para marcar los canales de navegación en la laguna veneciana.
II
Frédéric Heywood provenía de una familia modesta venida a más en todos los aspectos de la vida, graduado en Westminster School y licenciado en la Facultad de Clásicas de Oxford; un paradigma de upper middle class.
Su padre, Edward, fue en su día un inquieto joven al que la oportunidad de emprender el camino de la prosperidad que iba buscando se le presentó inopinadamente durante unas vacaciones en la costa norte de Francia. Allí conoció a una bonita y vivaracha cocinera de hotel llamada Françoise, de la que se enamoró rápida y perdidamente. No tardaron mucho en casarse, establecerse en una sobria y amplia casa del Kilburn londinense y fundar una empresa de catering. Edward y Françoise formaban un buen equipo, él manejando cuentas y clientes y ella gobernando la cocina. El negocio fue evolucionando: empezó con servicios a domicilio, pasaron a fiestas de cumpleaños infantiles, bodas o inauguraciones de negocios, y más tarde dieron el salto a vernissages y eventos especiales, cada vez más voluminosos e importantes. La empresa creció, amplió plantilla y se hizo un nombre entre las firmas más respetadas del sector. La familia, aunque se habían sumado dos niños y una niña, prosperó de manera continua y firme, aunque no abandonaron el barrio ni las costumbres distintivas de una familia sin pretensiones. La madre se hizo notar en los nombres de pila, la vertiente artística y la educación católica de los hijos; el padre insistió en la alta formación, la sobriedad y entereza en carácter y costumbres, así como en la adquisición de conocimientos a través de los viajes. Como si se tratase de un premio al buen hacer y a la constancia en el esfuerzo, los Heywood transitaban la vida sin traumas ni desgracias que torcieran su trayectoria. Con una fortuna moderada, disfrutaban de una existencia tranquila y armoniosa, sin brillantez pero sin turbulencias.
Y Frédéric era resultado natural de su familia. Era el hijo menor, el más mimado, el más travieso, pero también el más talentoso y aplicado. Si Édouard y Françoise, sus hermanos mayores, siguieron las indicaciones paternas, incluso a la hora de estudiar en la London School of Economics, él heredó el sentido estético materno. Aunque aceptó varios trabajos para valerse por sí mismo, especialmente uno muy apetecible de archivo y documentación en la Guildhall Library, que desempeñaba cuando conoció a Anna y con el que costeaba un apartamento en Hampstead, su aspiración única y máxima era ser escritor, gobernar con palabras mundos enteros creados a imagen y semejanza de su mundo interior, como un juego de vida y muerte. A ello había consagrado los últimos años, con inconsciencia, valor, con tenacidad. Y con suerte.
Con suerte. Frédéric nunca había querido creer en el azar; ni siquiera transmutado en un plan divino, como prefería llamarlo su madre. «Dios no decide todos nuestros actos, sino que nos da libertad para tomar decisiones», reponía él. Pero después de los años en que se habían sucedido tantos tropiezos como éxitos de forma inopinada e incomprensible, empezaba a creer en la necesaria suerte. Suerte que, por cierto, había venido de la mano de su hermana y su cuñado, quienes le habían invitado por entonces a pasar una temporada en la nueva residencia veneciana en que se iban a establecer.
Por su parte, los Wellesley provenían de una estirpe formada por terratenientes con extensas posesiones en varios condados de las Midlands, pero que con la revolución industrial iniciaron un declive lento y sostenido. El cabeza de familia ostentaba el título de Vizconde Wellesley, dignidad que correspondía por entonces al padre de Anna, The Right Honourable Wilson Wellesley. Durante generaciones, la rama principal de la familia subsistió a base de explotar su mucho don y con el poco din que conseguían cediendo paulatinamente patrimonio, hasta que uno de los pocos miembros instruidos que figuró en la lista del vizcondado decidió entrar en el mundo de las finanzas, prevaliéndose de su carácter emprendedor y su prosapia. Sir Clarence, el sexto vizconde y abuelo de Anna, se estableció en Londres para relacionarse mejor con instituciones nacionales y extranjeras de inversión. Se empeñó hasta las cejas en la creación de su propia empresa de gestión de patrimonios, la cual nació, floreció y exuberó durante el último tercio del siglo; las cifras de esterlinas negociadas pasaron de 6 a 10 dígitos y las siglas WI Ltd. (Wellesley Investment, Ltd.) figuraron con frecuencia en las páginas de Financial Times, Forbes y Fortune como una de las empresas más importantes del mercado financiero, incluyendo a su propietario en una discreta posición de las listas de personas más ricas del planeta.
Aunque había recibido plenos poderes en la empresa familiar, Wilson Wellesley destacaba por la carencia de las dotes emprendedoras e intuitivas que tuvo su padre para los negocios. Antes que discutir proyectos de inversión con el consejo de administración de WI en la City, prefería codearse con aristócratas en Venecia, siendo permanentemente adulado en saraos de diversa índole por sus más grandes méritos: poseer una admirable planta, estar al corriente de las últimas tendencias en moda y ser heredero de una gran fortuna. No se sabe a ciencia cierta si el gran —o quizá único— acierto de su vida, su boda con Lesa Contarini, se debió a la buena suerte o a una inspiración inopinada. Lesa Contarini fue una mujer alegre, cariñosa y refinada, una esposa muy superior a lo que sir Wilson podía esperar por sus merecimientos, a cuyo tino únicamente debía perdonarse el haberse dejado llevar por las formas y no por el fondo para convertirse en lady Wellesley y ver su plenitud rodeada de vacuidad. Aunque no llegó a tener ocupaciones de importancia o responsabilidad destacables, encontró en sus aficiones artísticas, en sus amigos y en sus hijas motivos suficientes para amar la vida y para no abandonarla con indiferencia cuando le alcanzó una prematura y repentina muerte.
La hija mayor, Lesa, apenas había alcanzado la mayoría de edad cuando falleció su madre; pero Maria, la pequeña, era una niña de doce años recién cumplidos, y Anna con sus quince vivía una adolescencia huraña aunque poco problemática. Dadas las escasas aptitudes e impropias actitudes de sir Wilson como padre responsable y educador de sus hijas, lo normal hubiera sido que éstas se echaran a perder de forma lamentable. Sin embargo, lady Wellesley había conservado una amiga íntima algo mayor en edad, llamada Paola Falier, quien asumió buena parte de los afanes inherentes a una madre. Discreta y bondadosa, Paola Falier trató de hacer valer en la familia, durante los años siguientes a la muerte de Lesa, los valores y principios que ésta hubiera trasmitido a sus hijas. Con la mayor poco podía hacer más que procurarle algunos consejos; y poco pudo hacer con Maria y su espíritu refractario a toda asunción de responsabilidades o deberes incompatibles con su egocentrismo.
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