Fernando García Maroto - Los apartados

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Narrada en clave de la novela negra más clásica, pero con ciertas e importantes reminiscencias onettianas,
Los apartados supone un nuevo descenso al «infierno que son los otros» (Sartre), y una incursión irreversible en el oscuro túnel de la traición, tema este íntimamente relacionado con otros tan emblemáticos de la novela existencialista como han sido la indiferencia, la desesperación, la náusea, el exilio y la angustia. La vida de Soto, jefe de policía en Capital, se precipita en un pozo de rencores y sufrimientos cuando es señalado por todos como sospechoso en casos de soborno y se ve arrancado de su trabajo actual y de su mujer para recalar temporalmente en Villa. Ahí van siempre a parar «los que no interesan, aquellos de los que no se puede sacar ningún provecho: los apartados.» Pero en lugar de adaptarse sin más a esta existencia mezquina y en suspensión, el teniente Soto tratará por todos los medios de revolver las peores miserias y sacar a la luz secretos inconfesables de los habitantes de este lugar maldito, donde nada es lo que parece y la convivencia se sustenta sobre los sólidos pilares de la mentira, el fracaso y el miedo cotidianos.

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Muy señores míos:

En vista del excelente trabajo y de la labor encomiable que el teniente Soto ha llevado a cabo en nuestra ciudad, los habitantes de Villa, y yo como alcalde en su nombre, solicitamos que el interfecto sea reincorporado con honores en su puesto anterior y propuesto para el ascenso a comisario que tenía pendiente en Capital.

Ofendido en una primera lectura ante tal sarta de mentiras en tan poco espacio, el teniente Soto tuvo el arrebato de dinamitar Villa entera, con todos nosotros dentro. Después de una segunda lectura, la indignación fue perdiendo fuelle por lo que tenía de fingida, ya que regresar a Capital, con su mujer, era precisamente lo que ese hombre deseaba: todo aquello que había urdido y hecho escondía el objetivo último de huir de esta aldea viciada. A partir de la tercera lectura y sucesivas, surgieron lentamente una insana y secreta veneración por sus adversarios, un convencimiento responsable de que aquella solución era la más satisfactoria para todas las partes y ese asco prolongado por sí mismo, ya que una vez más había elegido lo que le ofrecían, como en Capital, rechazando con cobardía cualquier enfrentamiento directo y apocalíptico.

A estas alturas, incluso le encontraba la gracia a esa epístola envenenada y su boca se torcía en una mueca de sonrisa al llegar a la palabra interfecto, por su posible significado oculto. Todavía no las tenía todas consigo.

De ahí el antagonismo de ambos objetos y el rechazo de uno de ellos en detrimento del otro. El revólver implicaba lucha y la misiva, aceptación. Lo más curioso era que Soto precisamente abominaba de lo que había elegido libremente: una muestra más de su inconformismo rebelde y su angustia existencial inherente y vocacional, destructiva. El odio por sí mismo y los demás solo era otro síntoma. Cargaría con todo eso durante su vida, tanto en los ascensos como en los descensos. Aquí residía el sentido de su tragedia y el origen de sus males.

La taza de café que estaba todavía tomándose descansaba en la mesa baja del salón, al lado de un cenicero repleto de filtros blancos aplastados y diminutos cilindros de ceniza porosa agrupados de tres en tres por cada cigarrillo.

—Una característica típicamente maniaca, esa obsesión enfermiza y compulsiva por el orden y el control de las cosas —comentaban sin inquietud, incluso con un punto de sorna, los que le veían fumar, al menos cuando había un cenicero cerca; sorprendidos y admirados ante ese pulso temible y la precisión matemática necesarias para ir descomponiendo cada cigarrillo en un amasijo impecable formado por tres bloques grises y un algodón retorcido. Siempre llevaba a cabo tal metamorfosis en silencio; y nunca nadie le preguntó nada: Soto resultó poco accesible para la mayoría de los habitantes de Villa.

Exceptuando esa mesita baja, el resto del escaso mobiliario aparecía cubierto con sábanas blancas, algunas tirando a sepia de puro viejas, y una cantidad incierta de cajas de cartón embaladas y numeradas escrupulosamente, llenas de libros y de los pocos objetos personales que el teniente trajo consigo, ocupaban el espacio libre. Se hacía difícil maniobrar por el salón. Así que el hombre fumaba y bebía café de pie; o bien se sentaba con cuidado, intentando no apoyar del todo su cuerpo entumecido, en alguna de las cajas.

A las seis en punto sonó el timbre.

Casi a trompicones, esquivando muebles tapados como si jugaran al escondite y regateando cajas selladas sin cadera, el teniente Soto fue a abrir la puerta de entrada no sin antes pasar por el despacho y armarse de seguridad con el revólver de seis balas. Su contacto frío, espeluznante, y el peso conocido le hicieron sonreír.

Abrió la puerta tal cual estaba; sin ceremonias, sin camisa, con la mano izquierda y con precaución, asomando ligeramente la cabeza por la estrecha rendija que dejó adrede y sujetando el revólver reglamentario con la derecha, a la altura del ombligo para que no se viera demasiado el trasto, ese armatoste al que había estado velando toda la pesada noche. Una silueta conocida y a media luz permanecía inmóvil al otro lado. Fue ese conocimiento lo que hizo que la puerta se abriera más, de par en par, dejando que el propietario de la silueta enmarcada pudiese pasar. A la silueta no le extrañó que le recibieran pistola en mano.

—Parece que no me esperaba. Ya sabía usted que iba a venir —comentó con voz lúgubre el otro hombre mientras entraba en el piso.

Antes de contestar, Soto quiso aclarar ciertas cosas.

—¿Cómo entró en el portal?

El otro sonrió: durante un segundo tuvo un secreto que el teniente no podía averiguar.

—Estaba abierto. Alguien lo dejó así.

Soto no insistió. No tenía sentido hacerlo porque en Villa la mentira y la conspiración eran el pan nuestro de cada día, la vida según la norma. Tenía que desconfiar para poder seguir tranquilo. Allí la paradoja había alcanzado la categoría de axioma y necesidad.

Ironizó el otro hombre por juego, por estirar un poco más esa pírrica victoria que no conducía a nada.

—No tiene porqué temer. No he visto a nadie merodeando por la calle. ¿O creyó quizá que vendría con don Rafael?

—Tampoco me habría extrañado. La lealtad tiene sus límites y sus condiciones; y en este lugar todos tienen la memoria muy corta para recordar. Podrían haber venido los dos. Incluso seis: tengo hasta ahí en un solo cargador —respondió con maldad el teniente Soto, envalentonado, mientras se enfundaba el revólver en el borde del pantalón, sujetándolo con el cinturón de piel.

A pesar de que esa había sido su intención, Soto agregó:

—No se ofenda, profesor.

Y no por hacerle caso, sino porque no estaba en su carácter, el profesor Vargas no se ofendió. Quizá también se había acostumbrado, durante esos meses que el teniente anduvo deambulando, merodeando por el pueblo y metiendo sus dedos salados en las peores llagas, a la maldad, a veces inocente, a veces purgante, siempre dolorosa, del jefe de policía; que pasaría a ser ex en dos horas escasas.

—No se preocupe, teniente, que no me ofendo. Como dijo usted una vez, y parafraseando al ingeniero Kirillov, gentilhombre y ciudadano del mundo, le diré que todos, y usted también, somos unos canallas; y no hombres honrados.

—Porque hombre honrado no hubo nunca —terminó Soto; no sin antes decorar con una guinda esa frase con la que el profesor Vargas estaba muy de acuerdo—: Y en Villa, menos.

Ambos sonrieron a medias, como si hubieran jugado a eso mismo durante toda la vida.

—Solo puedo ofrecerle un café y un cigarrillo —dijo el teniente al profesor, señalándole el paquete que había al lado del cenicero y que estaba a punto de acabarse, al igual que su estancia allí. El otro sacó su armatoste de madera y solo así Soto recordó—: Se me había olvidado que fumaba usted en pipa. Para parecer mayor.

Corría ponzoña por las venas de aquel hombre. Cualquier conversación, cualquier parlamento debía cerrarlo con comentarios hirientes, que realmente escondían indefensión y temor. Era la trampa de los tímidos. Aunque el profesor Vargas tuvo que reconocer, una vez más, que la herida provenía por la dosis de verdad que encerraban todas aquellas frases, semejantes a diagnósticos, que le había oído a Soto en infinidad de ocasiones, y que revelaban una perspicacia de demonio, terrorífica; perspicacia o penetración psicológica que él, Vargas, había aceptado y muchas veces había aplaudido e incluso celebrado, llegando así a convertirse en uno de los pocos amigos o, si no eso, al menos compañero y confesor del policía. En cambio, otros nunca le habían perdonado esos humos y habían jurado rebajárselos.

Sin embargo, era cierto: el profesor Vargas tendría unos diez años menos que el teniente, y se sentía aún más pequeño a su lado, menguado ante el carácter y el empuje, la soberbia de ese hombre aparentemente indiferente y asqueado. La pipa y la sotabarba, junto con las ojeras casi negras y profundas, abismales, y alguna que otra cana aislada y prematura le ayudaban a aparentar más edad. Comprendía que Soto intentara burlarse de él. Comparado con todo lo demás, aquello carecía de relevancia.

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