Ni siquiera entró la primera en el piso, tal era el temor de la mujer. Soto se apartó unos centímetros en cuanto alcanzaron la puerta y dejó el paso franco a la asustadiza. Después de abrir fue esta quien se hizo a un lado, repitiendo el amago de danza que iban representando, y le cedió el paso con la ceremonia artificial que provoca el terror más profundo.
Soto dejó la maleta en la entrada y recorrió el piso en solitario. No prestó mucha atención a nada en especial. Ni siquiera comprobó el funcionamiento de las luces ni la corriente del agua. Se conformó con el silencio y el anonimato; de los que creyó erróneamente poder disfrutar mucho tiempo. Luego de la leve inspección, le pidió las llaves a la rata miope que le esperaba todavía agazapada en la puerta, preparada para huir en caso de necesidad, de hacer más agua el encuentro, y la despidió con un portazo seco y firme, contundente, que no deseaba respuesta ni comprensión.
No tuvo tiempo ni de deprimirse un poquito en aquel lugar inhóspito, en aquel piso todavía desconocido y repleto de rincones. Aguardó unos minutos a que la mujer desapareciera, volviera a su casa y las cosas a la normalidad. Deshizo entonces la maleta, colocó sus pertenencias en el armario y los cajones de la habitación principal, exceptuando el arma reglamentaria, que palpó en la sobaquera, bajo la fina tela de su americana, y se dispuso a ir a comer.
Aunque quizá ya se había hecho un poco tarde para comer fuera, bares y restaurantes todavía quedaban abiertos, y el teniente no tardó mucho en encontrar el que andaba buscando. Era este un sitio pequeño, sin pretensiones, dedicado a la comida casera y a los clientes habituales, con tan solo una única mujer atendiendo las mesas y la barra. Probablemente había una persona más, que no le interesaba a Soto, en la grasienta cocina. Porque a él solamente le interesaba comer y ver de primeras a aquella mujer. Sin ninguna ceremonia, dirigiéndose con decisión hasta la mesa mejor situada del local, la que tenía la puerta enfrente y una visión amplia de los alrededores, el hombre entró en la tasca con la familiaridad del que frecuenta esas casas de comidas guisadas en aceites refritos y bañadas en sospechosas, insalubres salsas parduscas. No había ningún cliente más. La máquina tragaperras llamaba inútilmente la atención a base de soniquetes chirriantes y destellos epilépticos. La dueña le miró sin fingir sorpresa; pues esta fue real: a esa hora, con el calor que ya hacía, que entrara un desconocido a comer, o simplemente a tomarse un café rápido, era algo desconcertante. Se acercó a la mesa con su mantel de hule a cuadros rojiblancos y dejó que el hombre posara su mirada en ella mientras le recitaba de memoria la carta con el menú del día, omitiendo los platos, ya agotados, de los que el resto de comensales, más tempraneros, habían dado buena cuenta. El interés con que Soto miraba le pareció a la mujer desproporcionado y extraño, ya que no era lascivo ni curioso. Solo insistente, nada más; y eso no podía entenderlo. Parecía estar midiéndola, comparándola con alguno de los personajes de sus sueños temibles o sus recuerdos más remotos. Sin embargo, si se hubieran visto antes, ella se acordaría de esos ojos cínicos y escrutadores de policía. Porque de eso no cabía duda. Intentó no ruborizarse ni gritar. Era más que probable que aquel hombre volviera algún que otro día y no quería perder la mano ante él tan pronto. Aguantó el tipo. Apuntó el primero, el segundo y la bebida. Ordenó el pedido de paella mixta y filete de cerdo a la plancha a través del hueco que conectaba la barra con el interior de la cocina y ahora, después de hacerlo, fue la mujer quién se entretuvo en observar al hombre que mataba la espera fumando, ya olvidado de ella por completo.
Soto comió en silencio, sin hacer muecas ni gestos bruscos, manejando con cuidado los cubiertos para no producir ruido alguno. Pidió café, que se tomó acompañado de un segundo cigarrillo. Y no volvió a mirar a la mujer. No fue necesario: tenía su rostro en la cabeza, había memorizado sus gestos y sus andares; reconocería incluso su olor y su ropa. Era como se había imaginado a través del fiable informe policial de Capital.
—¿No nos hemos visto antes? —preguntó Soto con cautela y timidez fingidas, como queriendo establecer un contacto precipitado y torpe, una especie de acercamiento prematuro de rotura de hielo que de todas formas ninguno de los dos necesitaba ni habría solicitado jamás del otro en vidas distintas, las que podrían haber vivido desde entonces hacia delante si nada de esto hubiese ocurrido realmente y todo hubiera consistido en el trance amargo de una pesadilla de la que uno despierta empapado en sudor, temblando, pero aliviado al mismo tiempo, sin importar ya la incongruencia ni el absurdo.
—No lo creo, señor —contestó la mujer, esquiva y seca. Y puntualizó—: Creo que me acordaría de ello.
Quiso de ese modo cerrar la conversación y abortar nuevas preguntas incómodas. Sin embargo, un estremecimiento recorrió el cuerpo de la mujer y esta quiso reconocer a Soto, recordar al hombre, extraer su presencia y rescatar su influencia de algún sueño porque no podría haber sido de otro modo: la visión repentina de aquel ángel exterminador vengativo tenía que ser falsa, fruto único y exclusivo del vientre de las ganas de justicia.
Antes de marcharse, el teniente Soto exageró la propina y la cortesía, alabando francamente lo exquisito de esa comida de rancho. Luego pronunció un hasta mañana con el que quería dar a entender su regreso al día siguiente. Que le quedase claro que él no estaba de paso, como habían estado otros. Que él se encargaría de su problema. Del de todos.
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