—¿Tiene el billete? —preguntó por fin el teniente. No había querido hacerlo antes para no parecer ansioso, pero desde que reconoció al otro hombre en el umbral de la puerta eso era lo único que le rondaba por la cabeza.
El profesor Vargas, después de encender su pipa con parsimonia, demorándose y disfrutando esa demora como un triunfo, uno de los pocos que le quedaban, extrajo el billete del bolsillo interior de su fina chaqueta y se lo tendió a Soto por toda respuesta. Exhaló círculos de humo como coronas de laurel en el aire. Había cumplido con su trabajo, esa instrucción que Soto le había dado, por teléfono y de madrugada, despertándole de improviso y confundiéndole al principio ante tanta precipitación, y que luego, según fue espabilándose y rumiando en soledad, no pudo por más que entender: «Billete de ida, solo de ida, hasta Ciudad Costera. A las ocho de la mañana.»
Con todas las luces encendidas, sentados en sendas cajas de cartón que amenazaban roturas irreparables, bebiendo café y fumando cada cual según sus gustos y sus complejos; en medio de ese decorado deprimente y desolador de mudanza repentina, abrasados ya por el calor que despuntaba con el alba, los dos hombres, uno vestido y otro a medio terminar, chocaron sin apenas ruido ni emoción sus tazas en un brindis patético y amargo que ponía fin a su relación. O a lo que hubiese existido entre ellos.
El que no llevaba camisa y se sentaba encorvado por la molestia metálica que abultaba entre su espalda y el cinturón dijo:
—Ahora esperaremos.
Y eso hicieron: esperaron.
Cuando le llegó a Soto la hora de partir, por aquel entonces él y su mujer ya habían alcanzado de sobra un punto de no retorno en su convivencia, la época de los reproches esporádicos y los murmullos aviesos, un tiempo en el que no necesitaban acostarse juntos y entrelazados para poder dormir. Eran días en los que cada uno se levantaba a su hora, y desayunaban por separado sin echarse de menos ni notar la ausencia; a veces, al contrario, bendiciéndola. Se conocían perfectamente y sabían cómo hacerse daño de refilón, casi sin esforzarse; permitiendo así unas reconciliaciones violentas e indiferentes, psicópatas, que acababan siempre con ellos en la cama, donde se desfogaban a empujones, como si ese furor carnal convalidara otros impulsos criminales. Echada a perder la posibilidad de tener hijos, y con ella el sentido social de su matrimonio incomprensible, ambos se concentraron tercamente en su propia individualidad, radicalizándola, y se refugiaron inútilmente en sus trabajos respectivos, en los mundos imaginarios de sus libros y en la crítica feroz de las vidas tan miserables como las suyas de los pocos amigos que todavía les quedaban; así como en el alcohol y en el tabaco, consumidos en compañía o a solas dependiendo del humor del momento.
Cuando le llegó a Soto, por aquel entonces capitán, la hora de partir definitivamente a Villa, después de una larga temporada en el limbo de la duda, atrapado en idas y venidas al juzgado, dimes y diretes entre compañeros y superiores, fue como teniente, degradado en cargo y con el sueldo reducido.
Y sin embargo, a ninguno de los dos les pilló por sorpresa la noticia.
—Debo irme. Me obligan a irme. Me desplazan de aquí, como si tuviera la peste dentro de mí. No quieren que les contamine, cuando son ellos los que ensucian todo con su aliento fétido de estercolero. Toda esa pandilla de advenedizos provincianos ahora no quiere saber nada de mí. Me niegan tres veces y lo harían otras tres mil si alguien se atreviera a escucharles. No se merecen ni siquiera el desprecio que les tengo —vomitó Soto el día que tuvo que comunicarle a su mujer la decisión tomada a expensas suyas.
Ambos eran plenamente conscientes de que alguien tendría que pagar por los sobornos recibidos, la cabeza de turco propicia, y Soto llevaba las de perder por ser lo suficientemente importante como para satisfacer las expectativas del fiscal y al mismo tiempo no tanto como para importunar a los mandamases. La única suerte consistía en que las pruebas no abundaban. Todo el departamento de policía del distrito sur había tomado parte en la trama, permitiendo locales clandestinos de prostitución, haciendo la vista gorda ante la existencia de talleres a destajo, beneficiando a los mejores pagadores, y siempre habían tenido la precaución de no dejar pistas excesivas; porque, inevitablemente, un rastro siempre queda.
Así que, como el ansia de castigo ejemplar y el hambre de linchamiento público nunca desaparecen del todo de la esencia cruel y despreciable de la plebe, de toda aquella chusma, Soto y su mujer hacía días que habían asumido el desenlace temporal de este episodio tremebundo: el capitán, ya teniente, tendría que desaparecer durante un tiempo, incalculable a priori , hasta que todo se olvidara y las aguas volvieran mansas y limpias, al menos no tan sucias, a su cauce.
Su superior inmediato, por la propia cuenta que le traía, le prometió encargarse de que nada se descubriera. Un día sugerido por este, pero en realidad decidido por los de arriba, además de temido por Soto y esperado por el total de sus compañeros, el futuro teniente tuvo que presentarse solícito, cabizbajo y clarividente en el despacho de su jefe. Desconfiado por naturaleza, este encuentro informal pero nada casual en semejante terreno, todo lo más alejado y contrario del campo abierto de la pelea noble entre iguales y el duelo de honor con padrinos, sembró en el ánimo de Soto el germen paulatino de la condena y la certeza irrevocable de la traición: nada bueno podía esperarse que saliera de allí.
Después de unos tibios preámbulos de tanteo, durante los cuales Soto, movido por el hastío y la dejadez del que se sabe vendido, dejó vagar una mirada inquisitiva y sarcástica por los diplomas rimbombantes y las fotos bien enmarcadas de su jefe estrechando la mano, esa misma mano que ahora asestaría el golpe de gracia, a distintas personalidades y autoridades de Capital, su superior le dio sin inmutarse la previsible noticia al hasta ese mismo momento capitán.
—Me temo que las cosas se han complicado, Soto. Acabo de recibir una orden incuestionable y de inmediata aplicación. Confío que usted sabrá entender mi posición, acatar su nuevo destino y esperar el tiempo justo y necesario hasta que la situación se calme. Todos debemos poner algo de nuestra parte, teniente.
Pero el teniente Soto ni supo ni quiso entender la posición de su jefe, cómoda y ambigua, a resguardo, ni tampoco cumplir de buen grado las nuevas órdenes porque esa parte de la que cada cual tendría que poner o haber puesto ya un poco, la proporción alícuota según la culpa general y la implicación particular, no estaba muy clara para él. La cruz parecía ser solo suya, y el camino cuesta arriba.
—Váyase a casa con su mujer y aproveche sus últimos días en Capital. Acépteme el consejo y deje todo en mis manos, amigo —concluyó el jefe de Soto en un último alarde de hipocresía que al teniente se le hizo bola en la garganta y tuvo que escupir literalmente al abandonar la comisaría.
Así que las últimas noches juntos Soto y su mujer se las reservaron en pareja, bebiendo y fumando en silencio, rumiando la pena por la separación cada uno a su modo.
No resulta entonces difícil imaginarles, a Soto y su mujer, uno al lado del otro la noche antes de la llegada de este a Villa, sosteniendo con una mano los cigarrillos que languidecen y con la otra las copas que amarillean a medida que el hielo se deshace, pensando ambos en lo que se les viene encima, la soledad más absoluta, algo a lo que no están acostumbrados, a pesar de lo que quieran aparentar con su mirada triste y su aspecto avejentado. No hay vergüenza en ellos; Soto sabía en lo que se metía y su mujer nunca se lo impidió. Cuando surgió el proyecto, pues así era como se conocían sus actividades en el departamento, todo eran ventajas.
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