Fernando Schwartz
El Peor Hombre Del Mundo
© Fernando Schwartz, 1999
Esta novela está basada en el relato «El viajero ocasional», escrito por el autor y publicado en Barcelona en 1989.
Ésta es para Fernando hijo
Woensdrecht, Holanda, 19 de mayo, 16.07
Subido a la incómoda escalera de acero inoxidable, el sargento Wright, del cuerpo de señales del Ejército de los Estados Unidos (aunque destinado de forma temporal en la sección de material de la base de Woensdrecht, al este de los Países Bajos), comprobó de nuevo con exagerada paciencia los datos de existencias consignados en la hoja 123 del grueso cuaderno de inventario que había colocado en la estantería contigua. El sargento era persona en extremo meticulosa y pulcra. Era cierto que, como le repetía continuamente la señora Wright (una holandesa grande y muy rubia), estaba demasiado gordo y le acabaría estallando el pantalón del uniforme, pero nadie podría acusarle de no realizar su trabajo con absoluta dedicación y exactitud.
Salvo por la falta de dos pistolas Browning del calibre 38 y dos cajas de la munición correspondiente, pero eso ya se sabía desde hacía algunos días, todo había ido bien hasta ese momento, sin más sobresaltos que los proporcionados por las condiciones de incomodidad extrema en que el sargento se veía obligado a desarrollar su labor.
El sargento empezó a puntear columna por columna los datos de la hoja 123, murmurando para sí a medida que los leía. «Número de serie 05 guión 881 guión 208344 guión im, descripción: antenas Namquo para transemit Zenith de campaña; cantidad, diez, alta de inventario, 04 guión 24 guión 98.» Levantó la vista hacia la estantería que tenía ante sí, alargó las manos y contó los cilindros de cartón que contenían las antenas, abriéndolos uno a uno. Satisfecho con la coincidencia de inventario y comprobación personal, se reajustó las gafas sobre la ancha nariz, masculló «bien», se inclinó sobre el cuaderno, y siguiendo la línea con el dedo índice de la mano derecha, frunció el ceño y leyó: «número de serie 05 guión 881 guión 208345 guión b; bien; descripción, PAL 90, autoliberación de campaña para personal de infantería; cantidad, 200; alta de inventario, 04, 12, 79. Válgame el cielo, doscientos globitos vietnamitas. ¡Si yo creí que los habían destruido todos! Y hay que contarlos, sí señor». Miró hacia su izquierda. Unos metros más allá, a su misma altura, un soldado subido a una escalera similar a la que soportaba al sargento Wright resoplaba con mal disimulada indignación mientras rearreglaba las cajas que acababa de examinar el sargento. Tenía grandes manchas de sudor debajo de los brazos.
– Jack -dijo el sargento-, ven aquí, anda, que tenemos que contar estos chismes y cada uno pesa un quintal.
– ¿Qué son, sargento? -preguntó el soldado bajándose de su escalera.
Llegado al suelo, la desplazó hasta donde estaba Wright, se aseguró que estaba bien abierta y sujeta al raíl y subió cinco peldaños.
– Te vas a reír. Son globos autohinchables que deberían haber utilizado nuestros chicos en Vietnam para salir de situaciones de lío. Incluso llegó a haber en la selva patrullas que llevaban estos cacharros. Cuando veías que el enemigo te iba a achicharrar, se suponía que te atabas el globo a la cintura, tirabas de la anilla y, puf, salías volando.
El soldado lo miró con incredulidad.
– Venga ya, sargento. Se está quedando conmigo.
– Te juro que no.
– ¿Y luego qué pasaba? -Hizo un gesto con los brazos como si se dispusiera a volar.
– De veras. Luego venían avioncitos de hélice que en el morro llevaban una especie de tijeras. Con ellas cortaban la cuerda, el globo se iba y el glorioso soldada era izado al avión. De veras… Se le ocurrió a uno de los fabricantes de armas de California. Durante años hicieron de todo para sacarle dinero a la Administración. Fuei uno de esos contratos que Washington pagaba sin siquiera saber para qué servía. Martillos a 500 dólares, clavos a 10, bombillas a 32… PAL 90. Fabricaron miles. Luego se les ocurrió probarlos y se les mataron todos acribillados desde el suelo o fileteados por las hélices… Gran sigilo: hubo que acallar el escándalo. Ya ves, creí que los habían hecho desaparecer. Pero no. -Sacudió la cabeza sonriendo-. Hace tiempo que no veía uno de estos chismes. Personnel Air-Lift 90, PAL 90, sí, señor. Y aún los tenemos en inventario. Venga, vamos a contarlos.
Los cartones de embalaje del vigesimotercero al trigésimo PAL 90 estaban vacíos.
– ¡Eh, teniente! -gritó Wright-. Parece que nuestro desertor se llevó más cosas además de las pistolas.
«¿Para qué diablos querría ocho PAL 90?», se preguntó en voz baja.
Amsterdam, 20 de mayo, 4.00
El BMW de la policía estaba detenido sobre uno de los puentes que hace ángulo en el Brouwers Gracht, en el sector oeste de la ciudad. La luz azul de su techo giraba lanzando destellos cegadores. La ausencia de ruido confería a la escena un cierto aire de amenaza fantasmagórica. Sólo la lancha de la policía chapoteaba con suavidad debajo del puente. Los hombres rana, de pie sobre el fondo del canal y con el agua llegándoles casi hasta las clavículas, rebuscaban despacio.
– ¡Ya lo tengo! -exclamó por fin uno de ellos.
Sus compañeros se acercaron a él.
Tardaron diez minutos en soltar las ataduras que retenían al cadáver contra los pilotes de madera.
– No lleva mucho tiempo ahí abajo -dijo uno de los buceadores.
Cuando lo izaron a la calzada, el muerto, hinchado por las horas que había pasado sumergido, era una visión grotesca. Le faltaban la frente y parte del puente de la nariz. Lo que quedaba de las facciones se había transformado en un repulsivo globo pardo.
– Varón, de raza negra -dijo con escasa simpatía el inspector al que había despertado su jefe poco antes-. Lleva ropa militar. -Luego añadió con indiferencia-: Uniforme del Ejército de los Estados Unidos…
– Le pegaron un tiro en el occipital. A juzgar por el destrozo, le dispararon con balas de punta blanda… Inspector, éste debe de ser el desertor que andan buscando los de la base de Woensdrecht, ¿no?
El inspector dio un gruñido.
AMSTERDAM
JUEVES 21 DE MAYO
17.00
Como todos los días, exactamente a la misma hora, Kees van de Wijn se disponía a abandonar su edificio de oficinas. Como todos los jueves, recorrería andando la distancia que le separaba de la pequeña casa de Kerkstraat, en la que pasaría las dos horas siguientes consumiendo su turno semanal de lujuria. Dos años antes había instalado en ella a su nueva amante. Hombre eminentemente sensato, Van de Wijn no se hacía ilusiones sobre la fidelidad extraconyugal de su joven compañera; comprendía que un sólido ciudadano que se aproximaba con rapidez a los sesenta años tenía bastante con exigir que una joven espléndida de treinta como Anneke le esperara los jueves a las cinco de la tarde y estuviera dispuesta a satisfacer sus discretas fantasías eróticas durante dos horas. A cambio de ello, Van de Wijn financiaba con generosidad las lujosas apetencias de Anneke y las necesidades de la casa, un maravilloso y diminuto edificio de tres plantas con acceso directo al canal desde la cocina posterior. La verdad es que se lo podía permitir.
Hacía treinta años que Kees van de Wijn había heredado el próspero negocio de pinturas industriales creado por su padre. El mundo sin Wijnacrilic es como una foto en blanco y negro. El lema publicitario siempre le había parecido una estupidez, pero a fuerza de no cambiarlo se había convertido en una de las frases más familiares del argot holandés. Y si el estilo de la empresa era tradicional, su forma de operar, sus finanzas y su política comercial no tenían nada del conservadurismo romántico de una pequeña sociedad familiar. El respeto a las antiguas prácticas había sido mantenido para esconder un estilo empresarial agresivo y ágil. En treinta años, la compañía se había convertido en un gigante industrial y financiero, añadiendo a las pinturas divisiones de construcción, construcción naval, transportes y supermercados. Kees van de Wijn era un hombre rico y, con él, sus cinco hijos y sus dos hermanos menores, todos varones.
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