Almudena Grandes - Modelos De Mujer

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Como insinúa el propio título, Modelos de mujer, estos siete relatos están todos protagonizados por mujeres que, en distintas edades y circunstancias, se enfrentan todas ellas, en algún momento, a hechos extraordinarios. Todos, menos el que da título al libro, están de un modo u otro ligados a la infancia, a la capacidad de desear como motor de la voluntad, de los actos de voluntad que las protagonistas deberán asumir para impedir que la vida las avasalle. En los tres primeros cuentos -«Los ojos rotos», «Malena, una vida hervida» y «Bárbara contra la muerte»-, los personajes femeninos vencen, cada uno a su manera, a la muerte: la pequeña Miguela, la mujer mongólica que se enamora de un fantasma, Malena, que se pasa la vida haciendo régimen por amor, y Bárbara, que acompaña a su abuelo a pescar. En los cuatro últimos -«El vocabulario de los balcones», «Amor de madre», «Modelos de mujer» y «La buena hija»-, las protagonistas tuercen el destino a su favor recurriendo unas al poder de seducción y otras a la fuerza de la razón, y todas con la voluntad que les otorga el firme deseo de no tolerar que la vida se les escape de las manos.

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– ¡Eh, tú, chica española!

Me volví, y le encontré a mis espaldas, muy sonriente.

– ¿Quieres cenar conmigo esta noche?

Mi cabeza se movió de arriba abajo sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, en el preciso instante que eligió el operador para cogerle del brazo y arrastrarle a la proyección.

– ¡A las nueve en punto! -gritó-, ¡En la Steak House que hay detrás de tu hotel! -y añadió en español-: ¿Vale?

Vale, murmuré para mí, echándome a reír mientras recordaba hasta qué punto le había intrigado esa expresión que Eva y yo usábamos constantemente los primeros días, y apenas tuve tiempo de pensar en nada más, porque unos brazos frenéticos rodearon los míos desde atrás, anunciando el chillido agudo, histérico, que retumbó en mis tímpanos como las trompetas contra las murallas de Jericó.

– ¿Has visto? -Eva me miraba con una expresión que no pude descifrar al principio, una especie de alegría simple y salvaje, el rostro de un perro que babea delante de un filete-. Si ya lo sabía yo, que éste iba a caer, ya te lo dije… ¿Dónde ha dicho que quedábamos?

– ¿Qué? -pregunté, como si fuera imbécil. -Andrei, mujer… ¿No le has oído?

– Sí -no fui capaz de mejorar mi intervención anterior-. Le he oído.

– ¡Lola, por Dios, pareces imbécil!

– Sí…

– Andrei me ha invitado a cenar, ¿verdad?

– No sé. ¿Estás segura? -La miré a los ojos y no encontré en ellos ni la más leve sombra de duda.

– ¡Claro que estoy segura! Ya me lo había avisado hace un par de días, que me estoy esforzando mucho y está muy contento conmigo, y que un día de éstos teníamos que quedar, ¿no te acuerdas? -Asentí con la cabeza, aquello lo había traducido yo misma-. Y me lo acaba de decir ahora mismo… He entendido lo de cenar, dinner, ¿no?, y la hora, nine o'clock, le entiendo mucho mejor que a todos estos americanos, pero no he cogido el sitio donde hemos quedado.

– En la Steak House que hay detrás del hotel.

No quise preguntarle en qué idioma pensaba hablar durante la cena. Estaba segura de que, fuera cual fuera, lo dominaría mejor que yo.

Cuando sonó el teléfono, hacia las diez y diez, ya había bebido, fumado y llorado todo lo que tenía que beber, fumar y llorar, había maldecido todas las cosas aptas para ser malditas -mi sujetador, el aerobic, la herencia genética, Coco Chanel…-, y había repetido varias veces todas las frases hechas que conocía al respecto, desde todos los hombres son iguales, hasta yo lo que quiero ser es tonta, pasando por no aprenderé jamás, y ésta es la última vez, ¡lo juro!, pero todavía me quedaba un margen para el asombro.

– Es que no lo comprendo -Eva gemía desde el otro lado del hilo, su voz tiritaba con el desamparo de un niño pequeño que no acaba de comprender por qué le han castigado-, tenías que haberle visto… Cuando me vio llegar empezó a hacerme preguntas, en inglés, pero tan deprisa que no podía entender nada, y luego me preguntó por ti, y yo le dije, I am here, Lola no is here, y le sonreí, ¡pero se puso de una mala leche…! No ha querido cenar, ¿te lo puedes creer? Se ha tomado dos whiskies y luego se ha ido corriendo, en un taxi, porque tenía que ir a buscar a Serguei, creo, no sé, no le he entendido nada… Me ha dejado plantada en la puerta del restaurante y me he venido andando. ¿Qué me dices? Y ahora no sé qué hacer. Nunca me ha pasado una cosa así, con ningún tío, de verdad, nunca jamás…

Cuando colgué estaba tan nerviosa que no acertaba a hacer otra cosa que recorrer la habitación de punta a punta, andando tan deprisa como si tuviera que llegar a tiempo a alguna parte, hasta que me cansé, y me metí en la cama solamente para obligarme a estar quieta. Quizá llegué a dormirme un par de veces, pero sin lograr nunca abandonarme del todo, anclada en un muelle difuso que no era sueño, pero tampoco tierra firme, y por eso no reaccioné al escuchar las balalaikas, dulces y muy lejanas, y tampoco quise creer en aquellas voces, un armonioso concierto de susurros todavía, hasta que reconocí la melodía, inconfundible, cuando el volumen del canto ascendió de golpe, y las palmadas, los tacones que estallaban contra el suelo, marcaban el ritmo de una canción tan intensa, tan vigorosa, tan pura como si brotara de las mismas entrañas de la tierra.

Salté de la cama y corrí hacia la puerta cantando yo también, la emoción temblándome en los labios, kalinka, kalinka, kalin… Pero jamás, ni en sueños, me habría atrevido a imaginar un espectáculo semejante, tan grandioso que las lágrimas se escaparon de mis ojos sin que pudiera hacer nada por retenerlas. Estaba amaneciendo. Mientras el cielo se hinchaba lentamente, rindiéndose al calor, seis hombres locos cantaban para mí, y para que él bailara solo, el más loco de todos, una danza furiosa de cólera y deseo, soberbia como sus saltos y humilde como sus rodillas rozando el polvo, el baile de los cosacos, brazos que giran en el aire para impregnarlo de luz, y de vida, un cuerpo que se deshace en la música para imponer al mundo su sello, su ley y su fuerza. Eso sentía mientras le miraba, Taras Bulba, Miguel Strogoff, Pedro el Grande, y ojalá Dios no me coja confesada, y no podía dejar de llorar y de reírme al mismo tiempo, y mis ojos ardían, y ardía mi piel, y ardió mi alma cuando le vi saltar por última vez, y caer de rodillas ante mí, fatigado y poderoso, agitando el vuelo de mi camisón blanco.

Entonces escuché los aplausos, y todo volvió a empezar en un segundo, porque aquello no podía ser más que un sueño, un delirio estruendoso y benévolo, una trampa de mi amor dolorido, pero él rodeó mis muslos con sus brazos de carne verdadera, sentí el peso de su cabeza al apoyarse en mi vientre, y le escuché.

– Skashi ej chtoby ona ushla… -dile que se vaya, traduje para mí, y entonces miré a mi izquierda y la encontré allí, en la puerta del bungalow contiguo al mío, las manos todavía alzadas, como congeladas en el último aplauso, mientras él seguía hablando-, ne muchaj meniá bolshe milaia -no me tortures más, amor mío…

Antes de arrastrarle conmigo al interior, me despedí del mundo. La última imagen que contemplé en él fue el rostro de Eva, su ceño fruncido, sus ojos dilatados, su boca abierta, una mueca de asombro ocupando la plaza de una sonrisa radiante.

La buena hija

A Luis García Montero,

porque me ha regalado mucho más que una rima

1

A las nueve en punto de la noche, cuando consideré que el agua había alcanzado ya el nivel preciso para desafiar a Arquímedes sin llegar a poner sus cálculos en entredicho, cerré el grifo y me dirigí al armarito que, en días horribles -como había sido aquél, sin ir más lejos-, se burlaba de mí por llevar todo el camino de convertirme en una vieja solterona clásica, más penosa aún, mucho más prescindible para el género humano que esas funcionarias cuarentonas, separadas ya de antiguo, que salen por parejas los viernes por la noche para precipitarse sobre el primer conocido que encuentran y preguntarle si está bebiendo solo o ha traído a su mujer. Allí, sobre tres pequeñas baldas de plástico blanco, me esperaban diecinueve tarros de cristal transparente, todos de tamaños y formas diferentes, con distintos tapones y contenidos: discos de algodón blanco, bolas de algodón de colores, sales de baño de fresa, y de frambuesa, y de frutos del bosque, polvos de talco con aroma a zarzamora, diminutos jabones perfumados con aspecto de conchas marinas, y de frutas, y de flores, manzanitas de madera con olor a manzanas de verdad, limoncitos de madera con olor a limones de verdad, virutas de madera con olor a madera de verdad, corazones de parafina soluble rellenos de aceite estimulante de color rojo, medias lunas rellenas de aceite tranquilizante de color azul, estrellas rellenas de aceite tonificante de color amarillo, tréboles rellenos de aceite relajante de color verde, todo cien por cien natural, tan pequeño, tan limpio, tan mono, sobre todo tan mono, y las etiquetas lo advierten, no experimentamos en animales, yo tampoco experimento, no tengo marido, no tengo hijos, no tengo amigos, no tengo trabajo, no tengo nada que sea mío excepto este armario, y la manía de coleccionar gilipolleces olorosas en tarros de cristal para colocarlos en su interior una y otra vez, como si me fuera la vida en que ninguno de ellos se mueva un milímetro del lugar que yo misma les he asignado, o como si simplemente necesitara creer, de vez en cuando, que me va la vida en algo…

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