Cuando abrí la puerta de su habitación, ya no podía creer que ésa hubiera sido mi vida alguna vez, porque ya no quedaba en mí rastro alguno de la buena Berta. La miré con extrañeza, incorporada en la cama, apretando el timbre con una saña impropia de una anciana enferma, y casi podía escuchar el chirrido de sus dientes, pero avancé despacio, llegué a su lado, y esperé a que se hiciera el silencio. Entonces la saludé con voz clara, firme.
– Buenos días, doña Carmen.
Busqué inmediatamente sus ojos, y no encontré en ellos dolor, ni siquiera rechazo, apenas una sombra de desconcierto, una sorpresa sagazmente controlada, y por un instante deseé con todas mis fuerzas estar equivocada, pero esperé en vano una caricia, una protesta, una simple pregunta, e insistí sólo para asegurarme de que me escuchaba, ¿qué tal, doña Carmen, cómo se encuentra hoy?, y deseaba estar equivocada, haber multiplicado por un número demasiado grande, haber restado de más, pero no quiso corregirme, se limitó a mirarme de través, con un recelo que se transformaría muy deprisa en miedo auténtico, y entonces me estremecí al comprender que era ella quien estaba en mis manos, ella quien dependía de mí desde hacía tanto tiempo, aunque las dos lleváramos media vida fingiendo lo contrario, y me pregunté cuándo habría empezado a temer que se iniciaran los acontecimientos que ahora iban a precipitarse sin remedio, y ningún propósito me parecía más duro que aprender a vivir el resto de mi vida sabiendo que había sacrificado tantos años para nada, por eso deseaba estar equivocada, y necesitaba que me hablara, que me tocara, que me reconociera, que me confirmara que todas mis sospechas eran un disparate, que jamás había renunciado a ser mi madre, que jamás me había mirado con ojos distintos de los que dirigía al resto de sus hijos, que jamás había sido consciente de abandonarme en los brazos de otra mujer.
Hasta el último momento tuve esperanzas, porque al fin y al cabo habíamos vivido en la misma casa muchos años, nunca juntas, pero sí una al lado de la otra, y ella había sabido ser la madre de los otros, de Cristina, que la cubría de besos de arriba abajo una vez al mes, cuando venía a verla, de Cecilia, a la que había cedido el piso de Conde de Xiquena que tanto deseaba, el antojo tras el que yo siempre había vislumbrado la auténtica causa de nuestro traslado al campo, de Alfonso, el destinatario de las transferencias que yo cursaba religiosamente cada tres semanas, para que después de pagar las pensiones resultantes de sus dos divorcios consecutivos, consiguiera llegar con desahogo a fin de mes. Aquella mujer era la madre de todos ellos, que apenas se acordaban de llamar por teléfono los domingos, y yo la única que se comportaba como una buena hija, y sin embargo, y a pesar de todo, ella sólo sentía miedo, miedo a quedarse sola, miedo a ser traicionada, abandonada por su enfermera, por su doncella, por la hija tonta que había tenido la suerte de parir a destiempo, la hija extraña que se había atrevido a quererse a sí misma hija de una criada sin intuir siquiera que era exactamente así como siempre la habían visto los demás, la hija mansa que todavía se resistía a creer que su madre pudiera dirigirse a ella en un tono tan duro, tan seco, tan ajeno, para envolver su pánico en una última orden, precisamente ahora que sus órdenes habían perdido cualquier valor.
– Abre la ventana, Berta. Me estoy ahogando.
Seguí haciendo las cosas despacio para convencerme de que las hacía bien, aunque la prisa me roía por dentro. Entrevisté a más de una docena de enfermeras antes de contratar a la que me pareció más idónea para sustituirme, y nos alternamos durante un par de meses, mientras yo alquilaba un piso en Madrid, y transfería todos mis ahorros -los sueldos prácticamente íntegros de los cinco años que había resistido trabajando en un colegio privado de Las Rozas, antes de abandonar del todo- a una nueva cuenta, en una sucursal de la ciudad. Arreglé todos los papeles necesarios para pedir el final de mi excedencia y optar a mi antigua plaza, y empecé a estudiar por las noches porque me di cuenta de que había perdido forma. Deseché docenas de borradores antes de redactar el texto definitivo de la carta que envié a mis hermanos, tres copias idénticas, mecanografiadas a dos espacios, mi nombre y dos apellidos en letras de molde bajo la firma, estimado señor/a, motivos familiares -de tal complejidad, que su descripción rebasaría con mucho el reducido formato de un escrito de esta naturaleza- me impiden seguir haciéndome cargo de su señora madre por más tiempo…
Tiré a la basura mi colección de olores prisioneros en tarros de cristal antes de hacer el equipaje con mucho cuidado, pero cuando el coche ya estaba cargado, y el motor en marcha, me asaltó la tentación de recorrer la casa por última vez, y registré los armarios, la mesilla, los cajones, las estanterías donde ya no vivía ninguno de mis libros, y hasta me tiré al suelo y miré debajo de la cama, para asegurarme de que, al cerrar la puerta, no dejaría allí ninguna cosa que me hubiera pertenecido antes. Nada.
Almudena Grandes nació en Madrid en 1960. Se dio a conocer en 1989 con Las edades de Lulú, XI Premio La Sonrisa Vertical (La Sonrisa Vertical 61, Fábula 10 y Andanzas 555). Desde entonces el aplauso de
los lectores y la crítica no ha dejado de acompañarla. Sus novelas Te llamarás Viernes (Andanzas 136 y Fábula 23), Malena es un nombre de tango (Andanzas 211 y Fábula 127), Atlas de geografía humana
(Andanzas 350 y Fábula 165), Los aires difíciles (Andanzas 466) y Castillos de cartón (Andanzas 529), junto con el volumen de cuentos Modelos de mujer (Andanzas 263 y Fábula 100) y el recopilatorio de artículos Mercado de Barceló (Textos en el Aire 1), la han convertido en una de las narradoras más sólidas y de mayor proyección internacional de la reciente literatura española. En Estaciones de paso (2005), Almudena Grandes ofrece una galería inolvidable de jóvenes, aturdidos y desorientados, pero empeñados en salir adelante, magistralmente retratados aquí a partir de pretextos tan dispares como el fútbol, los toros, la política, la cocina o la música.